Sorpresa en el Festival de Cannes A Hidden Life. La transparencia de lo oculto

Un alter Chritus entre el pecado y la gracia

Malick vuelve a los profetas mayores. Juntos con La delgada línea roja y El árbol de la vida, “Una vida oculta” forma parte de sus obras mayores. La figura crística oculta de Franz Jägerstätter se coloca en el centro del drama cósmico del pecado y la gracia, columna vertebral del cineasta-teólogo.

En Cannes ha vuelto a ser una bandera discutida, los admiradores y los detractores se reparten los papeles. Algunos la citan como Palma de Oro, no creo que sea el caso. La novedad estilística que supuso hace ocho años su obra ya no tiene la misma actualidad. La opción rotunda y empecinadamente espiritual se convertirá en piedra de tropiezo. Malick seguirá siendo maestro pero fuera de foco.

Malick vuelve esta vez a la narración lineal.  Franz y Franziska viven en el paraíso de las montañas austriacas, cerca del pueblo donde nació Hitler, la sombra de la serpiente. Allí se despliega su historia de amor rodeados de sus tres hijas y un entorno natural idílico. Todo es bondad y felicidad. Hasta aquí la primera parte de las tres horas de duración. Luego empieza el relato del descenso a los infiernos. Con el nazismo, en St. Radegund se impone su ley, sin embargo Franz y su esposa se niegan a acatarla. Los vecinos comienzan a acosarles bajo la acusación de antipatriotas, patria y Dios se unen también poniendo en cuestión al protagonista que ejerce también de sacristán. La desgracia avanza con la orden de reclutamiento. La conciencia dice no matar, pero la norma de la violencia impone ir a la II Guerra Mundial. La degradación, la cárcel y la ejecución será el calvario. La actuación de August Diehl es austera, silenciosa, firme, convincente. Él es la dignidad creyente. La interpretación de la austriaca Valerie Pachner es la fidelidad al amor.

Pero el argumento no agota es estilo de la repetición. La imagen reiterada en su belleza desde todos los ángulos de cámara, los diálogos retenidos en los monólogos en off, en las cartas rememoradas, y en las oraciones enviadas. Y nuevamente la música de compositores sagrados contemporáneos: Henryk Górecki, Arvo Pärt, Wojciech Kilar. La linealidad es desbordada por la contemplación. Para comprender es necesario quedarse, traspasar la epidermis insistiendo a los sentidos: color, sonido, símbolo y mensaje. Solo envolviendo la historia penetra y para ello se toma su tiempo. “Hay un tiempo para nacer, y un tiempo para morir; un tiempo para plantar, y un tiempo para cosechar; un tiempo para matar, y un tiempo para sanar; un tiempo para destruir, y un tiempo para construir; un tiempo para llorar, y un tiempo para reír” ( Ec 3,2-4). Este es el cine de Malick, a contracorriente narrativa.

La poesía profundiza el drama. La dignidad de la conciencia trascendida. El amor resistente aunque dolorido. Lo oculto de las sepulturas olvidadas de George Eliot tras la elocuencia de los mártires-santos. “El efecto que ejerció sobre aquellos que le rodearon fue incalculablemente extenso” como decía Mary Anne Evans citada al final de la película. Porque la historia contada es verdadera, la de un beato reconocido por la iglesia católica el año 2007.

Quizás molesta que sea la película más cristológica del director. Los personajes que no representan a Jesús pero que están inspirados por su vida son siempre inquietantes. Ahora a la Gelsomina de “La Strada” o al Walt Kowalski de “Gran Torino” habrá que añadir a Franz, un campesino oculto pero trasparencia de Jesucristo. Malick dixit.

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