Delito, mal y pecado

La ley determina lo que es delito, la conciencia lo que es pecado.

Si decimos que no todo delito penal es pecado, correcto.

Si decimos que no todo lo que pueda ser pecado debe necesariamente penalizarse, también correcto.

Si decimos que la determinación de lo penalizable corresponde a la legislación, también correcto.

Si decimos que la iglesia determina qué es pecado y qué no es pecado, ni correcto ni incorrecto, sino confuso. Porque la razón de que algo sea pecado no es porque lo ponga la iglesia en una lista como quien determina las reglas de un club para sus miembros.

Cuando el Código de Derecho Canónico (en el canon 1398) afirma que quien procura el aborto incurre en excomunión automáticamente (latae sententiae) considera esa acción objetivamente como un “delito en sentido canónico”; pero, como decía el aforismo teológico tradicional: de internis, neque ecclesia, no puede la iglesia dictaminar si dicha persona ha pecado o no. Eso queda en el secreto de la conciencia religiosa ante Dios.

No es lo mismo, sin más precisiones, cometer un pecado que ser un pecador.

Tres casos:

La persona X., tras dudas, sufrimientos y presiones, optó por abortar. Lo hizo dentro del marco de la ley y, por tanto, no se le imputa un delito, no es considerada sujeto de una acción criminal.

La persona Y., es el mismo caso de X. Sabe que no se le va a imputar un delito, pero su conciencia (no especialmente religiosa) le hace sentirse mal. No le imputarán un delito, pero se siente responsable ante su conciencia por haber suprimido una vida.

La persona V., es el mismo caso de X y Y. Pero por ser religiosa sufrió más antes de tomar la decisión, que no hubiera querido tomar. No se le imputa un delito, pero se siente responsable desde su conciencia religiosa.

Reconciliación> La persona V.,acude con fe a la reconciliación sacramental, no como quien va a pagar una multa, no como quien va borrar una mancha o a saldar una cuenta, no como quien va a compensar con una penitencia; tampoco va como quien va un juicio. Va a un doble reconocimiento: reconocer ante el Dios en quien cree que hizo el mal que no debía haber hecho y a reconocer, haciendo un acto de fe en el perdón, que es posible siempre empezar de nuevo.

La persona que, en nombre de Dios y de la comunidad creyente la acoge en el sacramento de la reconciliación no la juzga, no la llama criminal, no le impone una pena que compense o borre mágicamente el mal hecho, no le dice tampoco que “aquí no ha pasado nada”. Le dirá más bien: “Nadie sabe más que Dios lo que esto te ha hecho sufrir. El único que lo sabe es quien más incondicionalmente te acoge y quiere tu sanación. Que esa vida que no nació y regresó al seno del misterio creador sea, de ahora en adelante, tu ángel protector. Oramos juntos agradeciendo el que en esta conversación de reconciliación nos hemos recordado juntamente que todos estamos necesitados de perdón, hacemos juntos un acto de fe en el perdón y decimos juntos con el salmo 51: “Recréame de nuevo con tu Espíritu, crea en mí un corazón puro, devuélveme la alegría “.

NOTA: Este post no está escrito desde diccionarios de teología, sino desde la experiencia de muchas horas sentado en el confesionario.
Se ruega a comentaristas se abstengan de cuanto no tenga que ver con el tema o cause malentendidos.
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