El día que el Papa abroncó a Tarancón

En un momento dado, la voz del Papa subió de tono y se hizo audible en la antesala. Karol Wojtyla tenía enfrente al cardenal que había dirigido los movimientos de la Iglesia durante el cambio de régimen en España, por expreso deseo de Pablo VI, Giovanni Battista Montini, el gran intelectual católico de los años setenta. En un momento dado, el enérgico Juan Pablo II se aproximó a su interlocutor y con gesto de disgusto le presionó el hombro con la mano. No fue ni un golpe, ni un empujón. Fue una señal de largo recorrido. Primavera de 1982.

Para el hombre que había acudido a Roma a presentar la preceptiva dimisión como arzobispo de Madrid –por los 75 años recién cumplidos–, aquel palmetazo significó una triple herida. Censura, desaprobación y reproche. "Usted será el responsable de que el catolicismo retroceda en España, mientras nos esforzamos para doblegar al comunismo, cada vez más débil". Don Vicente Enrique y Tarancón salió consternado de la audiencia y pidió a su chófer que le llevase a las afueras de Roma, a las amables colinas albanas de Tívoli y Frascati. El hombre al que tantas veces los franquistas habían insultado al grito de "¡Tarancón, al paredón!" estuvo paseando durante una hora en la más absoluta soledad. Intentaba comprender.

Aquel mismo día, el enérgico Papa polaco recibió a otro de los eclesiásticos que habían desempeñado un papel moderador en la transición española, el cardenal José María Bueno Monreal. Nadie sabe lo que le dijo Wojtyla, porque al cabo de unas horas, el hombre que en 1957 había sustituido al impetuoso cardenal Segura en el arzobispado de Sevilla, se vio afectado por una afasia irreversible. No podía articular palabra. Un infarto empeoró su salud, con la consiguiente renuncia al arzobispado.

Al cabo de unos meses, Juan Pablo II viajó a España. Aterrizó en Barajas el 31 de octubre, tres días después de las elecciones legislativas que habían dado una victoria sin precedentes al Partido Socialista Obrero Español. Visitó Madrid, Ávila, Salamanca, Sevilla, Granada, el País Vasco, Navarra, Zaragoza, Barcelona, Valencia y Santiago. En Madrid fue vitoreado y tuvo noticia de ETA. El 4 de noviembre, los terroristas ametrallaron al general Víctor Lago Román, jefe de la división acorazada Brunete. Aún no habían pasado dos años del 23-F. En Barcelona exhibió una gélida frialdad con el nacionalismo católico catalán –Jordi Pujol lo recuerda en sus memorias–, muy influido por el cardenal Eduardo Martínez Somalo, entonces número dos de la secretaría de Estado del Vaticano. El arzobispo de Barcelona, cardenal Narcís Jubany, había sugerido un encuentro del Papa con intelectuales catalanes y Martínez Somalo se opuso de manera tajante: "Si lo quieren ver, que vayan a misa al estadio".

En Sevilla fue obsequiado con claveles, la flor que los socialistas suelen regalar en sus mítines. Durante una comida, Wojtyla hizo la siguiente observación: "El clavel tiene un perfume amargo". En todas partes fue aclamado y en Santiago tuvo lugar una decisiva reunión con el arzobispo Ángel Suquía, a la que también asistió Martínez Somalo. Suquía sería el nuevo titular de Madrid, con la perspectiva de sustituir a Gabino Díez Merchán –línea Tarancón– en la presidencia de la Conferencia Episcopal. Su puesto en Santiago lo ocuparía el obispo auxiliar Antonio María Rouco Varela, canonista que había compartido estudios en Munich con el cardenal Joseph Ratzinger. En un par de años, arribaría a España un nuevo nuncio vaticano, Mario Tagliaferri, especialmente seleccionado para reorientar los nombramientos episcopales, mantener a raya al gobierno socialista, promover la beatificación de los católicos asesinados durante la Guerra Civil y sumar fuerzas. Diplomático de primer nivel, Tagliaferri hizo honor a su apellido. Cuando en 1995 abandonó España, el Partido Popular ya estaba a punto de ganar las elecciones.

Así se hizo la rectificación. Juan Pablo II no añoraba el franquismo, pero tenía una cartografía distinta a la de Pablo VI y los grandes obispos conciliares de los setenta. Tarancón quería la pacificación de España. Deseaba un final incruento de la dictadura y puso a la Iglesia al servicio de esta causa. La mayor parte del clero le siguió. La apertura de compás de la Constitución de 1978 no se acaba de entender sin su figura y sin el hálito de Pablo VI.

Karol Wojtyla –elegido en un rapto geoestratégico del Espíritu Santo– llegó a Roma con el fundado convencimiento de que a la URSS le quedaban pocos años de vida. No entendía –ni aceptaba– la cohabitación católica con el marxismo, y su prioridad era el renacimiento de una Europa cristiana, desde el Atlántico hasta los Urales. El día del palmetazo en el hombro, el Papa nacido en Wadowice le recriminó al valenciano Tarancón que no hubiese fomentado la presencia de un partido católico en la joven democracia española; aquella Democracia Cristiana que tuvo tan escaso éxito en 1977 por falta de apoyo de la jerarquía eclesiástica.

Quizá sirva esta reseña para entender mejor el inminente viaje de Benedicto XVI a Madrid, en un agosto inquietante en el que Europa se halla en el interior de otro bucle peligroso. Veinte años después de la desaparición de la URSS.

(Enric Juliana, La Vanguardia)

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