2. 11. 17. Oficio de Difuntos: Despierte el alma dormida (renacer muriendo)

Las restantes plantas y animales no nacen ni mueren, en sentido estricto, sino que forman parte del continuo de la vida, sin identidad personal. Sólo el hombre nace y vive en sentido estricto sabiendo que muere… Y en ese sentido podemos afirmar con la antropología que el hombre nace a la vida humana por la muerte.

Éste es un elemento clave de la vida humana Sólo al enfrentarse con la muerte ajena, que es espejo de la suya, ha descubierto el hombres su singularidad, el sentido y tarea de la vida, por sí mismo, por los otros, como muestran los primeros restos propiamente humanos: Enterramientos, monumentos y ritos funerarios (imagen 1).

Los hombres han descubierto y expresado "lo divino" de su vida al enterrar a sus muertos. Así lo han destacado de un modo especial los judíos, el pueblo que más dolorosamente ha protestado contra la muerte, manteniendo vivo el aguijón del recuerdo de sus muertos, en especial de sus víctimas.

Ellos, los judíos, no han querido evadirse de ella, como han hecho otras culturas, sino que , mirando hacia la muerte, cara a cara, han aprendido y han sabido que ella cuestiona todo lo que somos, haciendo que, por otra parte,nos abramos de manera más intensa a la experiencia de los otros, por quienes (con quienes) morimos, como muestra el el gran cementerio-memorial de de la Shoa (Holocausto) en Jerusalén (imagen 2: Yad vaShem).



Muriendo, dejamos dolor en nuestro entorno. . Pero, si no muriéramos, sería mucho peor...Tenemos que morir, no sólo para que vivan otros, abriendo con nuestra muerte un espacio para ellos, sino también para que valoremos la vida como regalo recibido,que vamos legando a los que vienen, para "ser" así nosotros mismos en ellos.

Sólo por la muerte podemos gozar de verdad (¡dando gracias a la vida, que nos ha dado tanto!) y regalar la vida a nuestros descendientes, para vivir en ellos, compartiendo así el Camino de la Vida, en gratuidad, en esperanza.

Tema desarrollado en Gran Diccionario de la Biblia (Estella 2015). El título evoca las coplas de Jorge Manrique: Recuerde el alma dormida / avive el seso e despierte contemplando / cómo se pasa la vida, / cómo se viene la muerte tan callando...


«Por la muerte, por el miedo a la muerte,

empieza el conocimiento del Todo... Todo lo mortal vive en la angustia de la muerte; cada nuevo nacimiento aumenta en una las razones de la angustia, porque aumenta lo mortal». Así comenzaba Rosenzweig su libro más inquietante y luminoso: (La Estrella de la Redención, Sígueme, Salamanca 1997 43-44).

En un sentido, ese saber es maldición, como ha visto el relato del “pecado ejemplar” de Adán/Eva, en Gen 2-3: “el día en que comas morirás…”. Pero, en otro sentido,ese saber que se muere (que muero) puede y debe convertirse en bendición, como signoculminante del sí a la vida, a la vida de Dios, a la vida de los otros, dando por ellos la Vida que Dios nos ha dado. Por eso, en la muerte, descubre el hombre su sentido, como ser sobre la muerte (como ser para los otros).

Sólo los hombres pueden morir por los demás; sólo los hombres pueden dar de verdad su vida, abrir su cuerpo, para que otros vivan de su mismo cuerpo, como hacen las madres y los enamorados, como hacen todos los hombres y mujeres que saben que la muerte, siendo el máximo dolor, puede ser el más hondo gozo, que consiste en poner la vida propia en la gran Corriente de la Vida.

Sólo porque sabemos que vamos a morir podemos vivir arriesgando la vida, amando de verdad a los otros. Un hombre de este mundo, condenado a no morir, sería el mayor de los monstruos, un ser angustioso y angustiante, aquel judío errante del que cuenta la leyenda que no podía morir nunca, errante en una vida eterna encerrado en su sí mismo.



Una vida para siempre sólo tiene sentido cuando cambien las condiciones de este mundo, como ha querido Jesús, como han querido y quieren millones de personas, que esperan y desean una resurrección. Sólo por la muerte (cuando damos la vida a los otros, como Jesús en la cruz) puede haber resurrección (ascensión al cielo, por citar el símbolo de María Virgen, la madre de Jesús).

Jesús cristiano. Vida en la muerte

Así lo han descubierto los cristianos en la Pascua de Jesús, sabiendo que Jesús ha muerto porque vivía, ha muerto para vivir (para que llegue el Reino), ha muerto para que otros vivan.

Así lo visto la iglesia, descubriendo que todos los creyentes (¡todos los pobres!) mueren y resucitan y suben al cielo con Jesús, a un cielo de carne, de cuerpo y alma. Por eso han podido aplicar esta experiencia a María, madre y hermana de todos, en Jesús... Por eso no hay tumba para Jesús, pues él vive en la vida de los que viven. Su tumba de Jerusalén está vacía.

Ciertamente, como hombres y mujeres del mundo viejo… seguimos recorriendo cementerios. Pero al final de todo no hay cementerio, no hay tumbas de muertos, sino una tumba vacío de muertos, un hueco inmenso de vida.

Sólo aquel que acepta la muerte puede vivir en plenitud

Sólo aquel que acepta la muerte (y que es capaz de morir en amor y por amor) puede vivir en plenitud, vive por siempre (como vemos en María).

El autor judío ya citado, Rosenzweig, supone que muchos filósofos y pensadores religiosos han querido engañar a los hombres con mentiras piadosas, diciendo que son inmortales y añadiendo que la muerte no es más que una apariencia. Pues bien, ese consuelo es mentiroso y se sitúa en la línea de la evasión gnóstica o espiritualista.

Ninguna respuesta compasiva puede aquietar a los hombres, que nacen y mueren, ninguna teoría teórica puede convencerles. Los hombres mueren, ése es su destino; mueren y no son felices… (A. Camus), pero todavía serían más infelices si no pudieran morir.

Los hombres mueren, pero pueden descubrir en la muerte la mano de Dios y ofrecer su mano de amor a todos, como ha hecho Jesús, como ha hecho María, su madre, como hacen millones de creyentes, que no ponen su vida en manos de un Todo abstracto, sino el regazo del Dios Vivo, aunque sea (¡y ha de ser!) en inquietud, como en el caso de Jesús.

Morir en cristiano es dar la vida

En ese contexto se sitúa la respuesta de la fe, cuando afirma que el sentido de la vida está en vivir para los demás… y que de esa forma la misma muerte, sin perder su bravura y dureza y enigma (¡Dios mío, Dios míos! ¿por qué me has abandonado?), se convierte en signo de solidaridad, en vida que se abre (como ha visto de un modo impresionante el evangelio de Juan, al descubrir que del costado muerto de Jesús brota la vida, de manera que la misma muerte es ya resurrección).

Pues bien, la Iglesia ha creído y cree que los muertos han y siguen muriendo como Jesús, dando la vida. Por eso ella celebra hoy la memoria de Todos los Muertos, como memoria de vida Éste es el contenido de la fe, de la fe en la carne resucitado y compartida.

La muerte es asunción

Morimos solos, pero morimos, al mismo tiempo, para todos y con todos, en la gran corriente de la vida de la que pro-venimos, en la que post-vivimos, en Aquel a quien Jesús ha llamado Dios de Vivos (Abraham, Isaac, Jacob…), no de muertos (cf. Mc 12, 37). Morimos en Dios, de manera que nuestra vida (nuestra carne) pueda hacerse vida y carne (cuerpo) para los demás.

Ésta es la fe que los judíos siguen poniendo en manos del Dios en quien esperan
, ésta es la fe que los cristianos descubrimos y proclamamos en la resurrección de Jesús quien, al morir por los demás, ha desvelado y realizado por su pascua el gran don de la vida de Dios: se ha hecho “cuerpo mesiánico” para todos.

En esta línea se entiende el dogma de Asunción de María, a quien los cristianos católicos recuerdan como la “primera” de los muertos con Jesús. Así dijo el papa Pío XII el año 1950: «Cumplido el curso de su vida terrestre, ella fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial» (Denzinger-Hünermann 3903).

Este dogma se puede aplicar a miles y millones de cristianos (que creen en la resurrección), pero también a los miles de millones que no creen, pero que viven, quizá sin saber, en el interior de la Vida que es Dios. Esta es una palabra clave del día de Difuntos, de aquellos que viven en Dios por la muerte.

Un curso, una carrera: en cuerpo y alma.

El Papa dice que “transcurrido el curso” de la vida de María, ella ha culminado su “carrera” en Dios. Ha sido una carrera hacia la muerte, en comunión con los demás, a través de Cristo, su hijo, y de todos sus restantes hijos y hermanos (cf. Mc 3, 31-35). Pues bien, cumplido ese curso vital, que había comenzado por el nacimiento, María ha sido asumida (assumpta) a la gloria de Dios, que se identifica con la misma Resurrección y Ascensión mesiánica de su Hijo Jesús, que se expresa y expande en el camino de la Iglesia.

Un tipo de antropología helenista, dominante en la iglesia, ha venido afirmando que el alma de los justos sube al cielo tras la muerte (porque ella es inmortal), pero que el cuerpo tiene que esperar hasta la resurrección del fin de los tiempos. En contra eso, situándose en un camino distinto de experiencia antropológica y de culminación pascual, este dogma afirma que María ha culminado su vida en Dios, por medio de Jesús, en cuerpo y alma, es decir, como carne personal o, mejor dicho, como persona histórica, en comunión con las demás personas que han estado y siguen estando implicadas en su vida.

Este dogma nos sitúa en el centro del misterio cristiano, vinculado a la muerte y resurrección de Jesús, vinculado al “cuerpo y alma” de los hombres y mujeres, de todos los que de un modo o de otro, quizá sin saberlo, están unidos a Jesús.

Este dogma no niega la muerte, no dice que el alma sea inmortal por su naturaleza; no escinde o separa a María del resto de los fieles, como si a ella se le hubiera ofrecido algo que no se da a los otros, como si ella fuera la única que muere y sube (resucita) al acabar el curso de su vida. Al contrario, este dogma abre para todos los creyentes una misma experiencia pascual, asumiendo con Jesús la muerte.

Por eso, al final, no hay una tumba, ni millones de tumba… Hay un camino de vida, como el de Jesús desde Jerusalén al mundo entero (imagen 3)

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