Gran Madre En el principio era la madre. Religión del matriarcado

LA GRAN MADRE. MATRIARCADO.

La madre es la primera diferencia, el signo más antiguo que emerge del uróboros o espacio de sacralidad indiferenciada (de la que hablan muchos antropologos) . Ella aparece de algún modo como clave de sentido de la humanidad, por lo menos en un plano religioso.

 La historia que nosotros conocemos ha tenido y tiene una estructura patriarcal y en ella adquieren precedencia los varones. Pero antes parece adivinarse en muchos lugares una especie de prehistoria (permítase la palabra) o suprahistoria de tipo igualitario y no violento. Esta sería la fase matriarcal, un tiempo en que las madres (simbolizadas por la Gran Diosa) ofrecían sentido y marcaban un camino para el conjunto de la humanidad, como dice R. Eisler, El cáliz y la espada, Cuatro Vientos, Santiago 1989.

 En esa fase matriarcal el ser humano se hallaría en contacto más profundo con la naturaleza (de natura, nascere = nacer), interpretada como materia o mater (=madre). La madre sería la gran diosa: el signo del poder originario expresado como donación de vida. ella estaría vinculada a los poderes pacíficos e igualitarios del cosmos, expresados por la agricultura.

 Esta sería la gran aportación del neolítico cuando los humanos empezaron a labrar la tierra concebida en forma generante, femenina, materna; de ella viven, en ella se realizan.. La tierra es la más antigua madre, vista como fuente de fecundidad y vida; ella sería el símbolo primero, el arquetipo de toda realidad. A su lado el varón vendría a mostrarse como un ser derivado. Evidentemente, la divinidad vendría a estar simbolizada por la madre.

           (De todas fomas, ésta es una tesis que puede y debe matizarse con muchísimo cuidado, porque no está tan claro que el matriarcado fuera tiempo de paz)

Nuestra humanidad actualtiene estructura patriarcal: está dirigida y dominada por varones. Ellos han sido los originantes de eso que llamamos actualmente la historia: orden político expresado en formas de poder, despliegue estructurado de acontecimientos que se cuentan de una forma progresiva. Pero antes de esa historia parece adivinarse en muchas partes una especie de prehistoria (¿o suprahistoria?) dirigida y fecundada por mujeres (madres). Es lo que solemos llamar el matriarcado. Sus aspectos más significativos parecen los siguientes:

- En plano cósmico se acentúa la importancia de la tierra interpretada como principio de vegetación (o como generadora). Empieza a ser fundamental la agricultura, vinculada al don fecundo de esa tierra que aparece así como fuente de la vida.

- En perspectiva humana el equivalente de la tierra es la madre, como portadora (engendradora) de la vida. Ella aparece así como símbolo primero y arquetipo de toda realidad. A su lado, el varón sólo realiza funciones secundarias (en plano vital).

- Por eso, religiosa o simbólicamente la mujer-madre aparece como principio clave de lo humano. En un sentido estricto, todavía no existe humanidad: no se ha elevado el varón frente a la mujer, ni el hijo frente a la madre. Pero ella, la mujer y madre, se encuentra ya presenta como la primera diferencia humana, el signo más antiguo que ha emergido del uróboros.

Algunos movimientos feministas (de tipo religioso y social) muestran una especie de nostalgia por el matriarcado: superando el patriarcalismo actual, donde las mujeres se encuentran dominadas por varones; se dice que las mujeres querrían recuperar su importancia en el conjunto de lo humano. No quiero entrar en la polémica social, pero pienso que esos movimientos tienen por lo menos un valor religioso muy grande: nos ayudan a entender el surgimiento de los símbolos sacrales dentro del conjunto de lo humano.

Recordemos la perspectiva previa de indistinción urobórica, donde no se podía hablar de ninguna diferencia.  Pues bien, ahora ha surgido ya la primera diferencia: la serpiente que se muerde la cola ha recibido forma de mujer o, mejor dicho, de madre.Ya no es puro retorno, totalidad indiferenciada. Ella se ha vuelto materia (=madre) sacral de la que todos procedemos y a la que todos retornamos. En el eterno retorno de la serpiente se ha introducido la primera distinción: un viente de mujer interpretado como potencia germinante.

Esta temprana distinción tiene un aspecto positivo que debemos recordar (y agradecer). Sobre el principio indecible del que nada puede asegurarse ni negarse (como caos sin diferenciaciones) emerge la suprema diferencia expresada simbólicamente como mujer-madre. El primer continente que los hombres han logrado descubrir, la primera experiencia que ha capatado es la experiencia de la fuerza germinante de vida de la madre. Ella es la primera percepción, la primera realidad concretizada que los hombres descubren y formulan con gozo sobre el mundo.

 La madre es el signo primero de lo humano y lo divino en cuanto tiene poder sobre la vida. Pero debemos recordar que ella se encuentra todavía (muchas veces) cerca de la serpiente que muerde su cola: por un lado se encuentra cerca de la naturaleza englobante de forma que aun no tiene aspectos precisos de personalidad individual; pero, al mismo tiempo, empieza a diferenciarse pues da a luz a los hijos y les ofrece un tipo de distinción humana. Ella es principio y fin, crea y destruye lo creado, engendra y desengendra, en una especie de inmersión sagrada donde todos los seres nacen y perecen (sin individualidad o sentido propio).

Ciertamente, en un sentido esta gran madre no debería llamarse aún mujer pues no es femenina, ni persona, en el sentido posterior (actual) de la palabra. Ella es por ahora el signo de la vida germinante y vivificadora (si se permite el término). En el gran caos sin distinciones ha surgido (o se ha encontrado) una primera distinción: los seres nacen y mueren y es sagrado el principio de engendramiento, la gran madre. Ella está cerca de la physis primigenia de los griegos (de la naturaleza, de natura/nascere, nacer); ella es la materia como mater, madre, de las cosas.

Debemos recordar que aquí tenemos una madre sin padre (sin pareja complementaria); esta es una materia donde la engendradora de la vida se presenta, al mismo tiempo, como potencial de muerte de los seres que ella misma ha suscitado. Lo divino es, según eso, fuerza germinante y pereciente de la vida: es principio y fin, lo que nos hace brotar y lo que, luego, nos recoge al terminar nuestro camino. Estrictamente hablando no vivimos (no somos realidad individual): la naturaleza nos vive y nos muere. Ella es madre más que mujer, fuerza natural más que persona. La primera religión (y filosofía) recoge esa experiencia[1].

Esto es lo que ha entrevisto y dicho de forma genial Gén 2-3 al sostener que en el principio, en la culminación original del ser humano se halla Javah,es decir Eva (%{(), aquella que es la madre de todos los vivientes (Gen 3,20). Estrictamente hablando, Eva sólo puede realizar esa función y ser ´em kol jai  = madre de todo lo que vive) siendo signo antropológico de Dios y expresión humana de su maternidad sagrada. El Adán precedente (humanidad sin diferencias de varón y mujer) carecía de individualidad. El primer individuo (agente) de la historia es Eva, la mujer, la madre de todos los vivientes.

            Quizá podamos añadir que en el principio el todo se hace madre: deja de ser campo indiferente en que vivimos sin darnos cuenta de ello (lugar de cambios inconsciente, mutaciones, nacimiento y muerte), para recibir rasgos maternos. Ella es la realidad como principio engendrador de vida.

En el principio era la madre

La madre es la primera realidad individual que troquela, diferencia y da sentido al ser humano. Por medio de ella el Uno filosófico en que todo se encontraba vinculado, reunido, confundido adquiere notas distintivas, formas propias. Ella es la primera de las diferencias, el origen de todas las posibles realidades.

 El evangelio indicará más tarde: en el principio era el Logos (Jn 1.1). Otros dirán como Goethe que al principio fue la acción o el pensamiento. Esas sentencias me parecen justas, al menos como expresiones generales. Pero en línea más profunda, en el lugar del surgimiento humano, tal como ha sido explicitado y formulado por las religiones, debemos afirma: en el principio era la madre. Ella se vuelve fuente de sentido para el ser humano.

 Quizá podamos añadir que la madre es la primera palabra (en camino que Jn 1 llevará a su culminación en Jesucristo). Sobre el silencio indecible del que nada puede afirmarse ni negarse ha emergido la primera diferencia, la fuente de la palabra, esto es, la madre. Ella no dice cosas externas, se dice a sí misma por y para el hijo. Por eso, lo primero que los seres humanos han descubierto y separado, su más honda experiencia es la experiencia de la madre.

En una perspectiva etnológica, debemos recordar que el ser humano nace "prematuro": es un viviente que en sí mismo carece de futuro: es frágil, le hacen falta largos meses (años) de cuidado materno (alimento, calor, limpieza, aprendizaje en el plano del afecto y la palabra) para realizarse: le hace falta madre.

- La madre pertenece a la estructura biológica del surgimiento y maduración del ser humano: ella ha tenido que especializarse en funciones de cuidado y servicio (de alimento, palabra y afecto) para que la especie humana pueda perdurar y realizarse. Ella es quien ofrece al niño un troquelado intenso, duradero, haciéndole capaz de asumir su propia vida como ser inteligente. Así viene a presentarse como portadora de vida: es el primer signo diferenciante en el espacio nuevo de lo humano.

- Pero la madre es más que una estructura biológica: ella es sentido fundante de la vida, es hierofanía o manifestación del poder sagrado, principio y sentido de toda realidad para los hombres. Vendrán después otras manifestaciones de lo divino; se podrá ver como sagrado el bosque o la montaña, el mar o la llanura, los astros o los muchos animales. Pero ellos sólo han podido recibir rasgos sagrados y tomarse como manifestación de lo divino porque antes ha estado allí la madre.

 Conforme a la visión antropológica freudiana, en el principio estaba siempre el padre, el macho fuerte de la horda de antropoides, imponiendo su dominio sexual sobre las hembras y ejerciendo su poder político (violencia social) sobre el resto de los machos. Estos se habrían reunido un día asesinando a ese padre y conquistando su propia autonomía como seres libres, aunque troquelados desde ahora por la ley oculta (religiosa) de aquel padre asesinado, a quien presentan simbolicamente como soporte y fuente de estructuración social (prohibición del asesinato/parricidio y del inceso/adulterio). En esa misma línea masculina y violenta se sitúan muchos antropólogos, psicólogos, sociólogos e incluso filósofos que ejercen mucho influjo en nuestro tiempo.

            Pues bien, en contra de esa perspectiva de dominio y lucha masculina se han alzado, a mi entender con más razón otros antropólogos que trazan y destacan la importancia de la madre como primera educadora, engendradora de lo humano. Quizá debamos afirmar con ellos que el ser humano ha podido surgir y se mantiene por gracia de la madre: sólo su cuidado físico y social (lactancia, educación) hace posible la emergencia de los individuos como seres que logran separarse del gran todo y realizarse de manera personal, consciente, en clave de lenguaje.

 Así lo muestran muchos signos religiosos antiguos a través de la figura de la Diosa-Madre, engañosamente llamada a Venus (signo de atracción erótica): la gran madre no es eros sino fuente de vida, una mujer de fuertes pechos y de vientre extenso. Ella es el signo de la maternidad, el don de vida que se expande (vientre) y el cuidado por aquella que ha nacido (pechos). Ella es la vida especializada en clave de maternidad humana: es madre porque cuida, acompaña, alimenta, ofrece la palabra. El ser humano ha descubierto su existencia peculiar por medio de la madre: ella es la diosa originaria, el símbolo fundante de eso que en palabra posterior pudiéramos llamar la gracia de lo humano.

Tanto los restos arqueológicos (estatuas o amuletos...) como la experiencia antropológica nos hacen descubrir (y postular) el influjo de la madre: el ser humano no se hace por violencia, como muchos dijeron y otros dicen todavía, al afirmar que nuestra cuna es la batalla. No nacemos de la guerra de los dioses (teomaquia) ni tampoco de la guerra interhumana (antropogonía como antropomaquia) sino de la ternura engendradora de la madre que nos hace crecer y realizarnos desde la debilidad primera[2].

Resultado de imagen de Estatuillas de la gran madre,

Resultado de imagen de Estatuillas de la gran madre,

Resultado de imagen de Estatuillas de la gran madre,

 Ciertamente, el símbolo madre reasume elementos de la tierra, interpretada ya como "materia" (de mater, madre) y fuente de existencia. Por eso, la religiosidad matriarcalista está profundamente vinculada a los cultos telúricos (de tellus, tierra o suelo). Ella está unida al proceso de la vegetación y también a los ciclos de las estaciones, tan ligados en su entraña con la tierra. En esta línea puede hablarse también de madre/physis (de phyein, brotar o germinar) o de madre/naturaleza (de nascere, nacer): la misma realidad del cosmos (totalidad armónica) se entiende así como proceso vital de surgimiento.

En un nivel humano, la madre ya no es simplemente el poder preconsciente de la generación animal. Quizá pudiéramos decir que la generación toma en ella conciencia,se vuelve persona: la physis/naturaleza se hace madre. Esto es lo que hemos indicado ya diciendo que Eva, mujer y madre original, es el principio de todos los vivientes (cf Gen 3,20). En esta perspectiva, el Adán/varón (que Gen 2 presentaba al parecer como importante) viene a presentarse en realidad como subordinado.

Sobre ese fondo viene a explicitarse ya la primera dualidad o diferencia: la madre con el hijo. Esta es una relación polar de carácter jerárquico. La madre tiene ahora sentido prioritario: ella se despliega y existe para suscitar al hijo. El hijo, en cambio, existe por la madre, como expresión de su fecundidad y resultado de su acción educadora. Antes que la relación varón/mujer, en las raices de lo humano, parece haberse desplegado la díada simbólica de la madre con el hijo. Este es uno de los signos fundantes de lo religioso.

La madre acoge, troquela y madura al indefenso niño en un proceso de creatividad que rompe el plano del instinto (equilibrio con los otros seres del medio) y le conduce al nivel de la autonomía personal, ofreciéndole símbolos, palabras, experiencias que le capacitan para realizarse como persona. De esa forma es lógico que ella aparezca como el primero de los grandes signos religiosos: educa al niño par que se vuelva independiente; así es matriz y contenido fundante de toda la cultura.

Muy posiblemente, toda religión tiene a este plano un principio y contenido materno. La maternidad es experiencia fundante de lo humano, de tal forma que en sentido simbólico ella puede expresarse por varones y mujeres (aunque lo hace en modo peculiar por las mujeres). Situada en esta línea, la madre no aparece ya como elemento regresivo, de retorno al útero materno, en virtud de un sentimiento de inmersión oceánica, como suponen algunos pensadores de la escuela freudiana. La madre no es ya el todo indiferente que hemos visto en el Uróboros: no es caos que no implica todavía distinciones. Ella viene a desvelarse aquí como principio educador y creativo: cuida al niño y le sitúa ante el camino de la vida.

Violencia y maternidad

La cultura, interpretada como expresión del cultivo de lo humano, tiene origen materno. Algunos antropólogos, siguiendo a Lorenz, N. Tinbergen y R. Ardrey, han supuesto y defendido que el origen de toda cultura es la violencia: de esa forma devalúan la gran innovación humana de la madre. Pues bien, otros antropólogos como A. Montang y J.Rof Carballo, han podido señalar con más hondura y razones que el hombre surge y ha triunfado dentro de la línea genética y del duro proceso de la vidda precisamente por su debilidad, por la exigencia que tiene del cuidado de la madre.

 El niño humano es el más débil de todos los vivientes; nace prematuro, biológicamente es inviable a no ser que le acojan y eduquen por un tiempo largo, en una especie de proceso de gestación extrauterina que requiere la presencia constnte de una madre. Pues bien, su misma fragilidad biológica, su menesterosidad, abierta al troquelado personal y aprendizaje, convierte al niño en el viviente más autónomo y creador, pues la madre le educa y le hace madurar en esa línea. Esta es, a mi juicio, la primer y más profunda paradoja antropológica. Así podemos afirmar que sólo la ternura creadora de la madre (y no la lucha o violencia entre los machos) es la que convierte al antropoide niño en ser humano (Cf. J. Rof Carballo, Violencia y ternura, Pensa Esp. , Madrid 1967).

            A este nivel, la religión puede entenderse como evocación materna: es recuerdo, memoria actualizada y permanente de esta intensa experiencia positiva en el origen de lo humano. Reconocer a la madre, eso es religión; proyectarla como símbolo primero en el origen y sentido de todo lo que existe, eso es experiencia de misterio para el ser humano.

Conforme a esto la primera demostración (o mostración) humana de Dios es la existencia de la madre. Ella es el punto de partida más significativo, el campo de inflexión y cambio más profundo en la experiencia de los hombres. Por medio de ella, la misma realidad originaria se explicita como fuerza creadora, ofrece rasgos maternales, como potencia cariñosa que nos hace realizarnos como humanos. En el principio de todo no se encuentra la lucha ni la angustia; en el principio está el cuidado fundante de la madre. Ella aparece así como signo original de lo divino: es clave que nos capacita para aceptar, comprender, asumir y recrear todo lo que existe.

 En el principio no está el ser como han pensado algunos metafísicos. Tampoco está la nada o las ideas eternas, generales. Al principio, como signo fundador y garantía de toda realidad, viene a mostrarse ya la madre. Ella es el símbolo más alto, es la imagen (llave significadora) que nos capacita para situarnos ante el mundo como seres que pueden entender lo originario. Partiendo de ella (visto en su transfondo) Dios se viene a desvelar como la hondura y verdad, la garantía y sentido de aquello que encontramos en la madre.

 Esta experiencia se encuentra en el fondo de todo lo que sigue. Sin embargo, ella no es perfecta todavía, no se puede tomar como difnitiva. La primera madre es aún bastante impersonal: es principio y fuente de existencia más que persona concreta, realizada. Es principio cósmico de surgimiento humano más que individuo que dialoga en gratuidad con otros individuos.

            En esta visión de la "primera madre" falta todavía la dualidad personal estricta del hijo ya crecido que se pone frente a ella como independiente y capaz de responderle; falta igualmente la figura del varón esposo que dialoga con la esposa en gesto de relación personal. Y falta, sobre todo, la individualidad de la misma mujer/madre, como viviente con autonomía que aparece, se realiza, libremente en un proceso en el que ofrece personalidad y vida al niño (al hijo). Por eso ella, la mujer-madre, no llega a presentarse todavía como persona, en un sentido estricto. Así lo iremos viendo en los esquemas posteriores. Aquí nos bata con decir que la historia humana nace por medio de la madre. A partir de ella tenemos que recorrer el camino de las nuevas diferenciaciones personales[3].

Imagen relacionada

Resultado de imagen de diosa madre

La madre, demostración de la existencia de Dios

 Los filósofos de línea cosmológica, apoyados por algunos pensadores helenistas (especialmente aristóteles), querían demostrar la existencia de Dios a partir del movimiento de las cosas o apoyándose en la unión y coherencia del cosmos. Así ha trazado después Santo Tomás sus cinco vías que conducen de las realidades prehumanas que vemos y sentimos (movimiento, causalidad, contingencia, grados de ser, orden del mundo) al mismo ser de los divino.

 Pues bien, conforme a la visión más exigente y humana que aquí desarrollamos, esta vías resultan deficientes, pues no llevan hasta un Dios personal sino que acaban (y nos dejan) ante los poderes primigenios de este mundo. Sólo partiendo de aquello que es ya especificamente humano (la madre con el niño) podemos descubrir al Dios persona, propio de los hombres (y no simplemente al ser que es causa o motor cósmico del mundo).

 Algunos teólogos católicos tan significativos como H.U von Balthasar y H.Küng, han situado aquí la fuente de toda comprensión de lo divino: esta primera experiencia de acogida y cariño materno, reflejada en la figura de las grandes diosas primordiales, viene a interpretarse como signo y prueba de existencia de Dios.

 Cf: H. U. von Balthasar, El camino de acceso a la realidad de Dios, en MS II, 1, Cristiandad, Madrid 1l969,41-64; H. Küng, )Existe Dios? Respuesta al problema de Dios en nuestro tiempo, Cristiandad, Madrid 1979,587-616.

Bibliografía. Sigue siendo fundamental para el estudio del matriarcado E.Neumann, La grande madre, Astrolabio , Roma 1981. Se interesa por el tema en clave antropológica A.O.Osés, Mitología cultural y memorias antropológicas, Anthropos, Barcelona 1987.Visión filosófico/teológica en H.Küng, )Existe Dios?, Cristiandad, Madrid 1979,587-616 y H. U. von Balthasar, El problema de Dios en el mundo actual, Cristiandad, Madrid 1960. Para un estudio antropológico del posible influjo materno en el surgimiento de la cultura son importantes las obras de R. Girard, especialmente El misterio de nuestro mundo, Sígueme, Salamanca 1982 y La violencia de lo sagrado, Anagrama, Barcelona 1983

[1] Algunas mujeres actuales parecen desear la vuelta a ese tipo de matriarcado. Pues bien, esa vuelta es ya imposible. Es más, sería indeseable, tanto para las mujeres como para los varones. Ciertamente, en el momento matriarcal las mujeres tenían más poder; pero se trataba sobre todo del poder del vientre que concibe y pare, de los pechos que amamantan. Estrictamente hablando, todavía no existía ni mujer ni varón; había solamente hembra divinizada en su función reproductora. Para que varones y mujeres emerjan como plenamente humanos (de manera personal) tendrán que surgir las diferencias de tipo intelectual (a través de la palabra).

[2] Así lo ha mostrado J.Rof Carballo, Violencia y ternura, Prensa Española., Madrid 1967

[3] En algunos movimientos feministas de tipo religioso y social parece latir una especie de nostalgia por el matriarcado: superando el patriarcalismo histórico, habría que trazar una especie de retorno hacia el origen matriarcal de la cultura y de la vida. Sólo de esa forma las mujeres podrían encontrarse a sí mismas , recuperando su importancia humana. Entonces volvería a surgir la verdadera religión de la mujer ,es decir, la divinización de los valores femeninos.

Pienso que ese tipo de vuelta al matriarcado resulta ya imposible, es más, acabaría siendo indeseable para varones y mujeres. Ciertamente, hubo elementos buenos en el matriarcado antiguo. Más aún, la protesta feminista de la actualidad es muy valiosa y debe tomarse con lucidez y valentía. Pero el retorno al antiguo pasado es inviable, pues entonces no existían todavía varones ni mujeres en el sentido personal de esas palabras. La mujer del antiguo matriarcado era más engendradoras que mujeres, más vientre/pechos que persona.

Ciertamente, postulamos con Gál 3, 28 un nuevo estadio de la humanidad en que no existan ya machos y hembras en el Cristo sino solo personas, iguales todas. Pero esa no será (no podrá ser) la igualdad de la indiferencia, la vuelta al poder del vientre y pechos. Esa será más bien la igualdad en la más grande diferencia. Varones y mujeres tendremos que hacer el camino de la diferenciación, para encontrarnos al fin en la igualdad radical de los valores personales.

Este camino de la diferenciación ha estado lleno de injusticias y ha sido especialmente doloroso para las mujeres. Pero al fin, desde la novedad que implica Cristo y desde la nueva creatividad que nuestro tiempo está ofreciendo a varones y mujeres, podemos llegar a la igualdad más grandes en la más profunda de las diferencias. Queda en el fondo la madre; es bueno que ella siga siendo uno de los grandes signos de identificación y plenitud del ser humano. Pero es preciso que ese signo se realice (llegue a su pleno desarrollo) en claves de despliegue personal, en suma libertad, y no a través de algún tipo de retorno a los poderes puramente biológicos de la naturaleza.

Volver arriba