Ramón Hernández Edad y alzhéimer, un cóctel explosivo

(Ramón Hernández Martín).- Recojo aquí contenidos de la ponencia social que tendré el gusto de hacer en la celebración del día mundial del Alzhéimer de AFA-Asturias en Tineo.

Cuando la vida quiebra

Dos tragedias seguidas, ocurridas en mi entorno social hace un par de meses, provocan esta reflexión interpelante. Una tuvo gran repercusión mediática en Asturias debido a sus dramáticas circunstancias: un anciano de 88 años degüella en Langreo a su esposa, aquejada desde hacía años de alzhéimer, y se suicida tirándose por la ventana. Los hechos ocurrieron poco después de que otra pareja de ancianos pactara su suicidio en una residencia geriátrica de Gijón.

La segunda tragedia, ocurrida en Mieres donde vivo, pasó desapercibida al ser asumida como una muerte rutinaria: otro octogenario, el cuidado de cuya esposa con alzhéimer lo tenía sumido en profunda depresión, se suicidó calladamente en la intimidad de su hogar. Era un dolor verlo pasear por la calle con ella del brazo. Algunas veces traté de animarlo, sirviéndome de la experiencia que me han dado muchos años de colaboración con AFA-Asturias. Saber que se trató de un suicidio por depresión me sumió en una desoladora impotencia.

Cuidar al cuidador

Quienes a través de las asociaciones de familiares de enfermos de alzhéimer tratamos de cuidar a los cuidadores (el día mundial del alzhéimer es sobre todo su día) sabemos muy bien que esta maldita enfermedad es un infierno real, posiblemente más cruel para el cuidador que para el propio enfermo. Al paciente, desde luego, lo fulmina al ir deteriorando lenta pero inexorablemente su capacidad. Su cerebro se va acartonando, por así decirlo, hasta quedar reducido, primero, a la condición mental de un bebé y, después, a una vida meramente vegetativa. Podríamos decir que el alzhéimer es una boa insaciable que termina por engullir por completo a su víctima.

Tan inmisericorde demolición humana se ceba aún más con el cuidador, pues, aunque no mengüe sus facultades mentales, lo va encerrando en un laberinto cada vez más angosto hasta asfixiarlo psicológicamente. Hora a hora, día a día, mes a mes y año a año, el universo mental del cuidador sufre un impacto demoledor, más cruel incluso que el del enfermo al conservar la conciencia de la situación. El riesgo de caer en un agujero negro de fatídica atracción destructiva es más que una simple amenaza.

Los dos suicidios referidos, el primero tras un homicidio por compasión y el segundo tras verse su protagonista atrapado en una espiral de sinsentido, lo demuestran fehacientemente. En ambos casos, el alzhéimer de la persona amada lleva a sus cuidadores a una desesperación sin retorno. Ambos suicidas han vivido una espesa soledad. Francamente, me siento incapaz de meterme en su piel para compartir su angustia vital, pues la sola pregunta sobre qué habría hecho yo en sus mismas circunstancias me pone la carne de gallina.

Compasión y dolor

Hechos tan luctuosos suscitan una compasión inmensa, una emoción dolorosa. ¡Ojalá hubiera tenido una varita mágica para sacar a flote dos vidas, en el primer caso, y una, en el segundo! Digo dos en el primer caso porque también merecía la pena preservar la vida de la enferma degollada. Aunque ella permaneciera ausente, su personalidad formaba parte de la vida de cuantos familiares y amigos la rodeaban. El enfermo no es la piltrafa de ser humano que uno tiene delante, sino el resplandor de toda una vida. El arrebato de su vida no se reduce a quitarse de delante sus despojos actuales, sino a eliminar cuanto fue y debería seguir siendo para los suyos.

Por todo ello, debo gritar con rabia que muchos ciudadanos están viviendo en la sociedad actual una situación muy peligrosa debido a que ni los enfermos de alzhéimer, sus seres queridos, reciben los cuidados paliativos profesionales a que tienen derecho, ni ellos, como sus cuidadores, tienen el acompañamiento humano que necesitan. ¡Deterioro y desesperación en una situación de total impotencia! Los achaques de la edad de muchos cuidadores, unidos a las carencias a que el alzhéimer somete a sus seres queridos, son una bomba de relojería que a veces explota.

Lo que se puede hacer

Afortunadamente, contamos con muchos recursos para salir airosos incluso de encrucijadas tan opresivas como la del alzhéimer. La solidaridad, hermoso sentimiento que se hace más vivo en el seno familiar, es muy importante para encajar los estragos de esta enfermedad. De ahí la conveniencia de exhortar a los familiares a que, de poder hacerlo, echen una mano. La carga se hace más ligera cuando se comparte. El enfermo no es un apestado del que nadie tenga que huir, y menos un familiar.

Además, el mundo del alzhéimer es un campo abonado para fomentar un voluntariado estimulante que puede obrar maravillas prestando servicios especializados a los enfermos y de apoyo a sus cuidadores. Las AFAS y la sociedad en general deben promoverlo.

Se debe contar, finalmente, con la colaboración pertinente de las distintas instituciones públicas, vinculadas a ayuntamientos, comunidades autónomas y gobierno central. Nunca debemos cansarnos de reivindicar un apoyo público generoso al mundo del alzhéimer por los estragos que tal enfermedad causa en el seno de tantas familias españolas, cuya vida desestabiliza por completo. Lo de “estado de bienestar” suena mal a menos que se preste la atención debida a una enfermedad que, en España, trae de cabeza a dos millones de ciudadanos.

El alzhéimer es terrible, pero no lo es tanto cuando se dispone de medios económicos para contratar los servicios de una atención especializada que ralentice sus efectos nocivos en el enfermo y alivie la tensión de los cuidadores. Hay tarea en este ámbito para muchos profesionales y voluntarios. Debemos tratar a los enfermos como las personas humanas que son y preservar la vida familiar y social de sus cuidadores, cueste lo que cueste.

Lo óptimo sería disponer de centros especializados para atender a más de medio millón de españoles enfermos. Es obvio que el Estado no puede abordar un gasto que superaría los veinte mil millones de euros anuales, una sexta parte del presupuesto de la Seguridad Social. Y son muy pocas las familias que pueden sufragar los más de treinta mil euros anuales que cuesta la atención profesional de un enfermo.

Pero es posible mejorar mucho la actual situación utilizando racionalmente los recursos disponibles. Un esfuerzo más en cada uno de los frentes señalados (familia, voluntarios y sociedad) cambiaría mucho la deplorable situación actual. No por ello el alzhéimer dejaría de ser la terrible enfermedad que es, pero las familias afectadas no tendrían por qué sufrir el infierno en que se hallan.

“Estuve enfermo y…”

En el esquema de este blog emerge, además, una razón muy poderosa. Puede que nunca lleguemos a saber muchas cosas de la vida real de Jesús de Nazaret, pero no nos cabe duda sobre la contundencia de su evangelio. Aquello de “estuve enfermo y me visitasteis” exige que demos lo mejor de nosotros mismos en favor de una población tan castigada.

Al destruir la mente de un solo ser humano, el alzhéimer corroe toda la sociedad. El día mundial del alzhéimer no se celebra solo para promover la cura de una enfermedad, que exigirá todavía muchos esfuerzos y tiempo a los especialistas que trabajan en ello, sino también para despertar la conciencia colectiva de que es un drama común. Que no haya enfermos de alzhéimer en nuestro entorno familiar no nos libera de la obligación de ayudar cuanto podamos a la solución de los dramas sociales.

 La Iglesia católica no debe olvidar que tiene la sagrada obligación de ser sanadora, comportándose como bisturí, medicamento y mano acariciadora. Ningún enfermo que se acercó a Jesús fue desatendido.

Quedémonos hoy con que todos, y más los cristianos, tenemos la sagrada obligación de solidarizarnos unos con otros en el sostenimiento de la vida y, más si cabe, frente a la pobreza y la enfermedad. Aun con los escasos medios con que contamos, seguro que podemos desactivar la bomba del alzhéimer y borrar de nuestro horizonte el infierno en que nos mete.

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