Audaz relectura del cristianismo (70) Alzhéimer, amor y drama

Cuidar al cuidador

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(Ofrezco hoy a los lectores de RD las reflexiones preparadas para la celebración del día mundial del alzhéimer de AFA-Asturias en Nava el próximo sábado, 21 de septiembre).

El alzhéimer es una enfermedad compleja por las características de su propio desarrollo incapacitante y por las secuelas que deja en los familiares de sus afectados. Mientras fagocita a sus presas, “trae de cabeza” a los especialistas que investigan sus desencadenantes, a quienes se ocupan de sus familiares enfermos, a las asistencias sociales y a las asociaciones que tratan de aligerar la sobrecarga de los cuidadores.

Amor y drama, temas elegidos para reflexionar en esta celebración, nos ofrecen dos perspectivas globales y contrapuestas de un gran azote familiar y social. Por un lado, la crudeza de la enfermedad y el doloroso calvario que obliga a recorrer lentamente a los familiares del enfermo; por otro, un escenario propicio para desarrollar a fondo, hasta un grado inaudito, el amor en el seno de las familias afectadas. Sabemos, sin embargo, que ese escenario, que invita de por sí al heroísmo, se transforma a veces, lamentablemente, en la antesala de un infierno insoportable por las desidias egoístas de unos y otros. En cualquier caso, el alzhéimer es un desafío humano que reclama paciencia, dedicación y amor. Para achicar los efectos de esta “dana” imprevisible y no despeñarse en el abismo que llama a la puerta es preciso tener listas todas esas armas. ¡Curiosa enfermedad la del alzhéimer, cuyas garras se clavan mucho más en el cuerpo de los cuidadores que en la carne de los enfermos!

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Desde el drama

El alzhéimer viene a ser una muerte a plazos cuyos pagos no admiten demora. Aunque el enfermo pierda la conciencia de su situación a medida que la enfermedad va aniquilando su memoria y destrozando su mente, el cuidador sabe muy bien que su ser querido ha emprendido un viaje sin retorno debido a un declive mental y físico imparable. Si el cuidador no es animoso y se hace ayudar en lo posible, su tarea irá tragando también su vida al ritmo en que la enfermedad silencia al enfermo e imposibilita el desarrollo de sus funciones más primarias. De ahí la necesidad imperiosa de que la familia y la sociedad no se desentiendan de este drama y arropen a los cuidadores. Las asociaciones de familiares lo saben muy bien. Por ello, fijan sus objetivos en cuidar a los cuidadores.

Muchos, envalentonados por una poesía atrevida u ofuscados por una filosofía pesimista de la vida, proclaman, teniendo de fondo los estragos de esta cruel enfermedad, que comenzamos a morir el mismo día en que nacemos, que la vida es un lento proceso degenerativo fatal, un finiquito a plazos y, en suma, un drama en varios actos.

Lo cierto es que llegamos a este mundo como una página en blanco en la que es preciso plasmar un relato vibrante. Al final, poco importa que lo garabateemos o lo escribamos con hermosa caligrafía; que la página se llene de color o se quede en blanco; que contenga palabrería hueca o sólidos contenidos narrativos. A fin de cuentas, el relato transcurrirá inevitablemente como un sueño fugaz, sin óbice para que la certeza de morir lentamente cada día nos ayude a exprimir mejor nuestro tiempo.

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Convivir con la muerte de un ser querido pegada al quehacer diario es un enorme reto para quien lo cuida. ¡Cuánta frustración e impotencia! ¡Cuánta desolación produce ver a un ser querido disolverse poco a poco! Las exigencias de su tarea pueden llevar al cuidador a desintegrarse como si lo arrojaran a un tonel de ácido sulfúrico. ¡Curiosa enfermedad que tritura al mismo tiempo al enfermo y al cuidador y que desestabiliza la vida de cuantos se mueven a su alrededor!

Es difícil calibrar el dolor de un enfermo por la pérdida progresiva de conciencia que la enfermedad produce. De conservar esa conciencia, es posible que el enfermo se negara a seguir viviendo debido a los destrozos que su estado acarrea a los suyos. Afortunadamente, al desastre que causa una enfermedad tan demoledora no hay que añadir el amargo dolor de un posible y comprensible suicidio.

En cuanto al cuidador, también es difícil calibrar su sufrimiento de no pasar por ello. ¿Por qué le toca a él llevar una cruz tan pesada como la de asistir impotente, hora a hora y año a año, a la disolución desesperante de un ser querido? De hecho, su cometido es tan arduo que las asociaciones de familiares de enfermos de alzhéimer, repito, lo fijan como su principal punto de mira. El impacto publicitario de este día mundial debería centrarse en ese mismo objetivo para poner freno al desarraigo social del cuidador, para valorar como es debido su trabajo y aliviar su duro quehacer diario. Esta celebración debe invitarnos a aunar fuerzas para ayudar a los cuidadores en su encomiable labor.

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Desde el amor

Si solo afrontáramos el alzhéimer desde la ineludible perspectiva dramática de una enfermedad desesperadamente corrosiva, la única conclusión posible sería que nos han encadenado para siempre. Pero, afortunadamente, la potencialidad humana abre otras perspectivas para seguir de pie y libres. Para entenderlo, bastará con que nos fijemos en la extraordinaria fuerza del amor, ese rugiente motor de humanización que mueve el corazón, sobre todo en situaciones de desesperación y de extrema necesidad.

Cuanto más crítica y dolorosa se torna una situación, mayor es la reacción de compasión y generosidad que brota del corazón. ¡A grandes males, grandes remedios! Alecciona ver, por ejemplo, el aluvión de personas que acuden a donar sangre cuando se produce una gran catástrofe con víctimas, aunque lo razonable sería hacerse donante de sangre por razones evidentes de operatividad, pues así se facilitaría la previsión de las necesidades y la manipulación de los distintos componentes sanguíneos. 

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Pues bien, frente a la magnitud dramática del alzhéimer, el cuidador, consciente de su enorme responsabilidad, comienza por abrir en canal su propia personalidad para acoger la que va perdiendo a trozos su familiar enfermo. El amor obra entonces el milagro de aunar dos personalidades, una menguante y otra desbordante, en una especie de simbiosis en la que la fuerza de una sostiene la otra, como cuando se dona un riñón en vivo para salvar la vida de un ser querido.

Día a día, el amor del cuidador va llenando la oquedad que la enfermedad deja en su enfermo. Mientras este se hunde, aquel se mantiene erguido como un bastión. Incluso en las fases de mayor deterioro, cuando el enfermo es ya prácticamente un vegetal, el cuidador se las apaña para comunicarse con él a través del tacto (caricias) y de la música (melodías). Parece que nunca desaparece del enfermo una capacidad residual para percibir tan fuertes e íntimas comunicaciones. Puede que, incluso en su fase terminal, el enfermo sufra cuando a su alrededor se chilla o se exterioriza desesperación y contrariedad.

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Nunca llegaremos a descifrar los misterios por los que se rige el devenir humano. Aunque el alzhéimer sea una enfermedad maldita que obliga a saborear lentamente las hieles de la impotencia humana frente a lo adverso, es obvio que también invita a dar lo mejor de unos en beneficio de otros. El amor verdadero requiere que demos todo sin esperar nada a cambio. De afrontar como Dios manda esta tragedia, la corrosión del cerebro del enfermo aviva el corazón de su cuidador.

¡Horrorosa enfermedad la del alzhéimer que realza la futilidad del tiempo, pero que ofrece la oportunidad de afianzar y explayar el esplendor de la vida humana en el amor que nos profesamos unos a otros!

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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