Audaz relectura del cristianismo (74) Chifladuras octogenarias

Simplicidad de la vida

Sabiduría e ignorancia

Para una persona como yo, embalada a los ochenta, que mira hacia atrás con la conciencia de un joven travieso, juguetón con humor, peleón con ternura y una mollera todavía atiborrada de proyectos y metas exigentes, aunque sepa que la media estadística de vida es para ponerle la carne de gallina, la vacuidad del largo tiempo vivido hace que lo sumamente complejo antaño se torne muy sencillo hogaño. Desde tan respetable atalaya, las preocupaciones humanas, otrora atosigantes, se diluyen ahora en una suave atmósfera de resignación despreocupada. ¡Así es la vida! ¡Así la encontramos al nacer y así la dejaremos al morir!

A esta edad, uno tiene la certeza de que la sabiduría es cuestión mucho más de experiencia que de estudio. La vida es tan buena maestra que, por el solo hecho de vivir, nos mantiene como alumnos hasta el final de nuestros días: “no te acostarás sin saber una cosa más”. ¡Ay si las cosas y los aconteceres tuvieran una segunda oportunidad! Una partida de cartas, perdida tras jugar mal, se ganaría fácilmente de repetirse el juego. A toro pasado, ¡qué fácil es arrimar! Los economistas son de fiar solo cuando hablan de ciclos económicos pasados.

Apariencia de felicidad

Cimientos arenosos

Ganar dinero, por ejemplo, tan necesario para vivir dignamente, deja de interesar a una edad en que mengua lo necesario y pierden cuerpo lo superfluo y el despilfarro. Aunque el dinero seduzca hasta arriesgar la vida para hacerse rico, ¿de qué le valen al moribundo los millones acumulados? Además, con los años, seguro que se ha sufrido su volatilidad ante algún infortunio. ¡Cuántos ricos han saboreado la amargura de la pobreza! Difícil retroceso el del rico empobrecido, pues ir de más a menos es como precipitarse por un acantilado.

Dígase lo mismo del orgullo y del ego. ¿De qué se puede enorgullecer un hombre al que hay que ponerle pañales y limpiarle sus partes? No hay ridículo mayor que el de mirar a otro por encima del hombro. ¿Qué tiene de más un patrón que un obrero? El sentido común impone el reconocimiento de la dignidad inalienable de todo hombre y fiarse solo de quienes sirven a sus semejantes, pues hacerlo de quienes los explotan es facilitar su labor a los verdugos.

En cuanto a proyectos e ilusiones, yo mismo me he enzarzado en algo tan laborioso y paciente como lograr que el cristianismo cambie substancialmente, con lo dificultoso que resulta a veces cambiar de piel. Pero no importa quedarse en simple sembrador, pues es posible que otros vengan a recolectar.

Panal de rica miel

La gota de miel

Tarea ardua la de lograr que el injerto de Dios prenda en el corazón humano hasta entender que un segundo de amor vale más que una eternidad de odio y que el amor es el arma de destrucción masiva más poderosa.

“Se atrapan más moscas con una gota de miel que con un barril de vinagre”, sabia sentencia dombosconiana que solo se saborea como es debido en la madurez. Puede que el vinagre sea lo propio de la juventud y la miel, la atmósfera de la senectud. Persuade y convence mucho más el sosiego de los años que la actitud beligerante de la inexperiencia. ¡Cuántas riñas y trifulcas, absolutamente inútiles, para defender cosas sin trascendencia alguna! En la oscuridad de la memoria yacen depositadas muchas energías derrochadas en pos de sueños adolescentes.

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Las alturas del tiempo achican los egos inflados y disuelven las bravuconadas. El tiempo pasa como un huracán que arrastra todas las hojarascas. Los egos y las violencias, físicas y verbales, pierden atractivo y brío: solo un insensato puede creerse alguien y un desnortado pensar que la violencia lo conducirá a algún paraíso. La vida necesita ciertamente personalidad y fuerza, pero no para fabricar ídolos ni para atrochar por caminos prohibidos, sino para asentar los reales de la dignidad. ¡Qué bien se divisa entonces la elegancia vital de la simplicidad! Ya no merece la pena engreírse por ningún supuesto mérito ni cabrearse por inoportunos contratiempos, sino vivir intensa y sosegadamente la belleza de la rutina diaria, cual cadencioso discurrir de las aguas frescas de un riachuelo o el voluptuoso ondear de una hoja mecida por el viento. ¿Para qué seguir cargando las alas de plomo?

Venerables abuelos

La idea de consumación

Cuando la vida se encamina sosegadamente a su fin, sin tensión en los músculos ni vanos proyectos en la mente, la quietud se adueña de un cuerpo que navega dulcemente por el mar del reposo. Incluso la madurez clama una muerte amiga como su fruto natural. La muerte deja de mostrarse como daga hiriente para tornarse descanso y beatitud. Ya he recordado que Unamuno la veía como reconfortante dormición en el pecho del Padre Eterno tras el duro bregar de la vida. Subrayo de paso que esta contemplación de la muerte abre una hermosa perspectiva para entender la eutanasia como encomiable gesto humano de compasión, lejos del tinte tenebroso de desembarazo de lo estéril e inútil.

Sin duda, hay una gran diferencia entre estar vivo, estar moribundo y estar muerto, tres estados de ser que a veces se apiñan en el tiempo. A los ochenta años, uno ya ha cumplido su periplo vital y ha alcanzado, estadísticamente, la condición de moribundo. Sin embargo, al seguir con las neuronas despiertas y las ganas de guerrear intactas, una gozosa libertad permite descubrir la absoluta imbecilidad de toda egolatría y la hermosura inmarcesible del amor generoso. Ya no queda espacio en el cerebro para las medias verdades, los sucedáneos, los subterfugios, las mentiras piadosas, las edulcoraciones y los encantos del servilismo acrítico. El tiempo ha barrido las engañosas mieles de la adulación, del amiguismo interesado y de la fácil explotación de quienes viven de rodillas.

Cristo hacia la muerte_

Pero también a esa edad uno valora su propia vida, a cara de perro, como una mierda y una completa pérdida de tiempo. Por ello, es el mejor momento para abrir los brazos en actitud mendicante y añorar la bonanza paterna. De la conciencia de la propia nihilidad emerge imperiosa la figura del supremo Dador, el único que te hace sentir que puedes vivir empapado de sus propias perfecciones. Se siente entonces el extraordinario gozo de ver cómo tu vaso vacío se llena de bondad ajena y tu personalidad se nutre de belleza prestada. Son vivencias de plenitud, de consumación.

La muerte, decepcionante para quien no ve más allá de sus narices y rechaza cuanto no cabe en su mollera, se vuelve transfiguración para el creyente, nada que se metamorfosea en ser, alegre posesión que erradica la tristeza de la limitación, momento fugaz que se torna eterno. ¡A los ochenta años se saborea ya la eternidad!

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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