Audaz relectura del cristianismo (75) Mil gracias derramando

Dulzuras místicas

Meandro del Melero

Seguramente, uno no puede estudiar largos años de preparación al sacerdocio y menos asumir votos de vida evangélica sin alimentar su espíritu y atemperar su cuerpo con una fuerte dosis mística. Me refiero a vivencias que son pura ensoñación para los descreídos, pero manantial de aguas frescas para quien aspira a la perfección en cualquier orden de su vida. La llamada al sacerdocio y al cenobio exigía el sacrificio de muchas cosas atractivas y seductoras, pero quizá no más que las que sacrifica el deportista de élite o el científico de renombre.

San Juan de la Cruz

Desbrozando el camino

A quienes apenas somos capaces de gatear nos resulta difícil imaginar los sacrificios de quienes escalan lo vertical contando solo con los garfios de sus dedos y el apoyo de una cuerda que más parece un simple quitamiedos. Las entendederas de quienes mariposeamos la vida apenas pueden vislumbrar la paciencia y los esfuerzos sostenidos de los investigadores, tan mimetizados con sus laboratorios, en busca de alguna fuerza o partícula que nos sirva de escalón en el esfuerzo irrenunciable de descubrir quiénes somos y cómo funciona el mundo. De no entender la razón de tan exigentes sacrificios, nunca comprenderemos el exultante gozo de quien corona un macizo difícil o descubre alguno de los secretos que la naturaleza guarda con tanto celo.

El místico san Juan de Cruz, fuera por la exaltación de sus intuiciones espirituales, fuera por la potenciación energética de sus propias capacidades poéticas, se extasiaba ante una naturaleza que le susurraba hermosamente sobre el amado: “mil gracias derramando pasó por estos sotos y espesuras y, yéndolos mirando, con sola su figura vestidos los dejó de su hermosura”. La compostura de la naturaleza y la eclosión de la vida reflejan la imagen tan ardientemente deseada.

El grito del ser

Cuando uno se acostumbra a discurrir con rigor y se cuestiona todo lo cuestionable con honestidad, no acierta a explicarse que existan hombres, algunos de los cuales presumen incluso de sabios y filósofos, que duden de la racionalidad de la existencia de Dios o que incluso la nieguen con contundencia. Si quien tiene entrañas de misericordia descubre fácilmente su presencia en cuantos menesterosos le salen al paso, al pensador sin prejuicios ideológicos ni servidumbres interesadas debería bastarle el manejo de cualquier concepto y, mucho más, los conceptos de “ser” y “eternidad”, sin los que no es posible construir ningún armazón consistente de pensamiento.

Big Bang

¿Cabe saciar la curiosidad ansiosa de nuestro intelecto diciendo, por ejemplo, que el universo se inició hace ahora unos quince mil millones de años con una gran explosión, originaria de una expansión de materia y energía que desde entonces ha venido siguiendo una trayectoria esférica? Dando por buena la teoría del “big bang”, uno no puede menos de preguntarse qué fue lo que realmente explotó y cuestionarse, al menos dialécticamente, la posibilidad de un “antes” de esa explosión, aunque el concepto de tiempo se derive del movimiento que se origina en el momento cero, en el inicio de la expansión. El “ser” rebasa el universo y el tiempo se adentra en la “eternidad”. Por muy cortas que sean nuestras entendederas, no es difícil advertir que “ser” y “nada” se repugnan con tal fuerza que, al copar el ser toda la existencia, a la nada no le queda más recinto para ubicarse en nuestro pensamiento que el de ser un simple concepto dialéctico.

Momentos eternos

Algo parecido nos ocurre con la durabilidad que engloba el pasado, el presente y el futuro, pues cabe concebir el trascurso del tiempo como “momentos eternos”. De ello se deduce con facilitad que cuanto existe, aunque sea solo un segundo, existe desde siempre y para siempre. En ese segundo cabe la eternidad. Nuestras elucubraciones y quebraderos de cabeza provienen de la imposibilidad de meter el océano en un hoyo, según la lección que un niño juguetón le dio al gran pensador San Agustín. Mientras el presente no devenga momento eterno, estaremos sometidos a las fluctuaciones del tiempo mientras recorremos las distintas formas de materializarse.

Jardín

El panteísmo ha sido condenado por la Iglesia, pero solo como ideología, no como vivencia o anhelo de unión total con Dios. No es cuestión de contornear existencias, aquilatar naturalezas o encajar personalidades, sino de saciar nuestro inconmensurable deseo de comprender nuestra propia existencia y de fundir en un fuerte abrazo la fluctuante nimiedad que somos con la plenitud de un Dios a quien hemos aprendido a llamar “padre”.

Uno podría incluso ir por la vida comportándose como un desquiciado depredador, que se sirve sin cortapisas de todo lo que le place, o como un generoso repartidor de bondades, sin pararse a pensar ni siquiera un momento en un ser trascendente o en Dios. Seguro que el particular desarrollo vital de ambos le impondrá al primero un tributo reparador e inundará al segundo de gracia, pues el hecho de vivir comporta una justicia insobornable. De ahí que no importe el aparente desapego de un Dios que, sin embargo, palpita en el corazón de todo ser humano. De hecho, lo trascendente está tan inserto en lo inmanente que al depredador lo catalogamos como “endemoniado” mientras al bondadoso lo valoramos como “místico”.

Hucha del Domund

Proyección de la humanización

El anhelo de fusión mística con Dios presupone un largo recorrido de humanización. Solo siendo plenamente humano, uno puede abrazarse a un Dios, abrazo que se realiza en dimensión de encarnación. De ahí que la cruz y la resurrección de Jesús, carne trémula que reverbera, sean componentes esenciales del encuentro amoroso que se da en la vivencia mística de la omnímoda presencia de Dios en todo y en todos.

Si la contemplación sosegada de la naturaleza lleva a extasiarse por su deslumbrante belleza, mirar a cualquier hombre, incluso al más contrahecho y nauseabundo, nos adentra en la trascendencia absoluta y nos empapa de gracia divina. Quien sea capaz de orillar su propio egoísmo y de dejarse seducir por la belleza de las cosas y de las personas experimenta la dulzura mística del íntimo abrazo con un Dios cuyo rostro se refleja en cada cosa y, más, en cada ser humano.

“Mil gracias derramando…”, susurraron las cosas al oído del poeta místico sobre el amado deseado, invitándolo a gozarse en ellas. “¿Dónde está Dios?”, gritan desesperados los desengañados de la vida y los vapuleados por ella. Son interrogantes que ahogan la sensibilidad mística que percibe el amoroso susurro divino de las cosas y, en especial, del corazón de los hombres. Dios está en ti, en tu angustia y en tu dolor, abrazándote tan fuerte que jamás podrás zafarte de su bondad, aunque pongas en el empeño toda la fuerza corrosiva de tu libre voluntad.

Puertas del Infierno

Pincelada circunstancial

En referencia al momento presente, digamos que la “Amazonía” nos trae bocanadas de aire fresco y esperanza de primavera; que los incendios de Barcelona son “bocas de infierno” y que las monedas que hoy se depositan en las huchas del Domund son sonrisas y gracias en vuelo directo de una nación a otra, de un continente a otro.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail-com

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