San Romero de América: Júbilo para la Iglesia del Continente

Este mes es un mes grande para la iglesia latinoamericana y, especialmente, para la iglesia de El Salvador. Uno de sus hijos, Monseñor Oscar Arnulfo Romero, será beatificado el 23 de mayo y, de esa manera, reconocida oficialmente (porque para el pueblo creyente ya lo era desde antes) la calidad de su vida, la profundidad de su testimonio, el significado de su martirio.

Pero ¿quién era Monseñor Romero? Nos hacemos esta pregunta porque lamentablemente la iglesia “de los pobres y para los pobres” (como el papa Francisco ha vuelto a designarla desde el inicio de su pontificado) ha sido perseguida, silenciada y, muchas veces, calumniada. Por eso, tal vez, muchos cristianos no conocen muy de cerca la figura de Romero y/o han oído algo de él de manera distorsionada.

Monseñor Romero fue nombrado Obispo en 1970 y Arzobispo de San salvador en 1977 sin presentir el cambio existencial que él daría a su ministerio y por el cual “se ganaría la muerte”. De ser un Arzobispo situado en el nivel social que, lamentablemente, la iglesia ha consolidado, muchas veces, para sus ministros (una autoridad que comparte con las otras autoridades civiles los títulos, los honores, el protocolo, la prestancia social) pasó a ser, explícitamente, un Obispo “del lado de los pobres”. El hecho desencadenante de la orientación de su ministerio fue el asesinato –junto a dos campesinos- del padre Rutilio Grande, S.J. Este sacerdote llevaba cuatro años trabajando en la parroquia de Aguilares, totalmente comprometido con los campesinos de esa zona y fue asesinado por ese trabajo de organización y resistencia. Monseñor Romero convocó para su funeral, a una “misa única”, indicando con esto una iglesia unida en torno al compromiso con los pobres y dispuesta a defenderlos de los sistemas injustos.

Su talante profético se expresaba en su convicción de que, ante la realidad, no se puede ser neutro. Se está a favor de la vida o de lo contrario, se convierte uno en cómplice de la muerte de muchos seres humanos. El sentía que la pobreza extrema de los campesinos tocaba el corazón de Dios y por eso hablaba claro frente a los estamentos de su país: “A los ricos les dijo: “La oligarquía está desesperada y está queriendo reprimir ciegamente al pueblo”. A los militares: “Cese la represión”. Al gobierno: “¿Dónde están las sanciones a los cuerpos de seguridad que han hecho tantas violencias?”. A los medios de comunicación: “Falta en nuestro ambiente la verdad. “Sobra quienes tienen su pluma pagada y su palabra vendida”. Al gobierno de Estados Unidos: “Estamos hartos de armas y de balas. El hambre que tenemos es de justicia, de alimentos, de medicinas, de educación” .

No menos profético fue con la autocrítica frente a la misma iglesia cuando ésta se orientó hacia “unos intereses económicos a los cuales lamentablemente sirvió, pero que fue pecado de la Iglesia, engañando y no diciendo la verdad, cuando habría que decirla”. Cuando prostituyó la religión: “La misa se somete a la idolatría del dinero y del poder cuando se usa para cohonestar situaciones pecaminosas... Y lo que menos importa es la misa, y lo que más importa es salir en los periódicos, hacer prevalecer una convivencia meramente política”. Y elevando a tesis sus denuncias a la Iglesia, dijo lapidariamente: “El cristiano que no quiera vivir este compromiso con el pobre no es digno de llamarse cristiano”.

Detrás de sus palabras está su fe, su coherencia de vida, su amor a los pobres. De ellos decía: “El pueblo es mi profeta”. “Con este pueblo no cuesta ser buen pastor”. “Fíjense que el conflicto no es entre la Iglesia y el gobierno. Es entre gobierno y pueblo. La Iglesia está con el pueblo y el pueblo está con la Iglesia. ¡Gracias a Dios!”. “Yo tengo que escuchar qué dice el Espíritu por medio de su pueblo y, entonces, sí, recibir del pueblo y analizarlo, y -junto al pueblo- hacerlo construcción de la Iglesia”. “Que mi muerte sea por la liberación de mi pueblo”. “Mi vida no me pertenece a mí, sino a ustedes”.

No es de extrañar que esta voz profética fuera silenciada el 24 de marzo de 1980. Pero lo que sí es de extrañar es que no haya una vivencia cristiana más profética en esta realidad latinoamericana donde tantos y profundos problemas nos afectan, especialmente, a los más pobres. Con el reconocimiento oficial de su martirio, la llamada a vivir el compromiso cristiano desde las periferias, desde los más pobres, es inaplazable. Este es un camino querido por Jesús, vivido ya “de hecho” por muchos otros mártires latinoamericanos y, especialmente, por los más pobres que supieron reconocer en Monseñor Romero a un verdadero santo desde el día de su muerte. El sí oficial de la Iglesia a su martirio, solo confirma lo que ya el pueblo había definido. ¡Qué San Romero Mártir, avive nuestra fe, aliente nuestro camino y nos haga profetas del reino en el aquí y ahora de nuestra existencia!
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