Que las creencias religiosas no nos dividan

¿Cómo lograr que nuestras creencias en Dios no nos dividan sino que nos unan? Este es el gran desafío de las iglesias y de cada uno de nosotros en particular. Es verdad que cuando alguien se adhiere a una confesión de fe, se entrega con todo lo que es. Está dispuesto a mantenerse en fidelidad a los principios aceptados y desea comunicarlos para que otros participen de la gracia personal que se ha recibido. De ahí surge la misión y el trabajo apostólico. Pero esa convicción personal, esa autenticidad de vida, no puede ir de la mano de la intolerancia contra los que piensan distinto, de la no aceptación de puntos divergentes delante de las mismas creencias, del rechazo a la crítica, cuestionamiento o interpelación, frente a la doctrina que se profesa. Enfrentarnos por motivos religiosos desdice profundamente del Dios de paz, bondad, amor que invocamos los creyentes.
Lamentablemente al revisar la historia de la humanidad nos damos cuenta que muchas veces los motivos religiosos nos han enfrentado. Parece que no aprendemos la lección y seguimos dejando que las situaciones se repitan. No vamos a detenernos aquí en las persecuciones, incomprensiones, divisiones que a nivel global se presentan. Miremos nuestra realidad pequeña, concreta, local, desde donde se puede gestar un corazón más abierto y tolerante, más comprensivo y capaz de construir la unidad.
En primer lugar, Dios es más grande que nuestras comprensiones. Éstas siempre serán parciales, limitadas, incompletas, en proceso. Y eso es normal, porque somos humanos y si nuestra percepción de Dios no fuera así, ya no estaríamos en este espacio-tiempo sino que habríamos pasado a la esfera divina. Por eso, qué distinto sería si cuando escuchamos una postura contraria a la nuestra, en lugar de estar a la “defensiva” mantuviéramos la apertura suficiente para preguntarnos si no habrá algo de razón en lo que otros afirman. De esa manera se evitarían muchos conflictos y se favorecería una búsqueda sincera de la verdad.
En segundo lugar, nuestro Dios no necesita que lo defiendan. Él es Dios y está por encima de los rechazos que le puedan hacer las personas. Y cuando nosotros nos erigimos en guardianes de la fe, en defensores de la misma, en promotores del orden querido por Dios, de alguna manera creemos que Dios está perdiendo la partida y necesita de nosotros para que las cosas no se le escapen de las manos. No seremos nosotros los que consigamos que Él sea más amado. Dios, por sí mismo, sale al encuentro de las personas y suscita en ellos la respuesta adecuada.
En tercer lugar, nos enfrentamos continuamente a muchos cambios y nuevas comprensiones. No puede ser menos a nivel de la experiencia religiosa porque esta no es ajena al devenir del mundo. En lugar de aferrarnos al pasado y oponernos a cualquier cambio, podemos arriesgarnos a vivir la fe en nuevas circunstancias y a estrenar nuevos caminos. ¿No es acaso nuestro Dios aquel “que hace nuevas todas las cosas” (Ap 21, 5)?
Lo anterior, por supuesto, no está exento de riesgos. Buscar no tener enfrentamientos puede llevarnos a la “paz del cementerio” –como se dice popularmente- que no conduce a nada. No es cuestión de permitir todo, o de que coexistan posturas contrarias de tal manera que todo sea relativo y no haya nada definido en ningún sentido. Por el contrario, muchas veces hay que definirse, hay que argumentar, hay que dar razones y hay que intentar mostrar cuál es la postura más verdadera. Esto es, sin duda, legítimo y necesario. Pero hay que hacerlo desde una postura abierta, que sabe acoger la diferencia y que está dispuesta a crecer. Buscadora real de la verdad y deseosa de encontrar los mejores caminos en cada circunstancia. Y, sobretodo, velando porque bajo ninguna circunstancia en nombre de Dios o por “defender” una doctrina, idea, tradición, culto, etc., surjan en nuestro corazón sentimientos de odio, venganza, rencor o resentimiento. Dios no puede querer que por “supuestamente” defenderlo a Él, odiemos a los hermanos y lancemos improperios contra ellos. No olvidemos, por ninguna razón, que el mal no puede conducir al bien. Por el contrario, como dice la carta a los Romanos, estamos llamados a “vencer el mal a fuerza de bien” (12, 21).
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