Belleza

La belleza es una armonía sobre la disarmonía en torno y una consonancia sobre la disonancia de fondo: sublimación natural o cultural de lo irregular, elevación de lo bajo, humanización de lo inhumano. Por eso la belleza es peligrosa, como adujo Rilke, ya que resulta fascinante y terrible, al contrastar con la fealdad adyacente, por cuanto realiza la formalización de la materia prima.

Hay una belleza carnal que nos pone y a veces impone, hay una belleza anímica o cordial que nos depone y hay una belleza espiritual que nos repone. La belleza carnal induce el eros, la belleza anímica conduce al amor, la belleza espiritual produce la bondad. El eros nos arma, el amor nos desarma y la bondad nos pacifica con nosotros mismos y con los demás.

Podemos personificar la belleza carnal en Don Juan (el mítico) y la belleza espiritual en San Juan (el místico). La belleza carnal es dracontiana, la belleza espiritual es heroica. En medio queda la belleza medial o mediadora del amor más humano, simbolizado por la Princesa situada entre el dragón y el héroe, Don Juan y San Juan.

El amor aporta a la carne y al espíritu su mediación: el alma. Pues el hombre es cuerpoalmado, so pena de ser un desalmado, lo cual significa que es espíritu encarnado, belleza incardinada, encarnación o encarnadura. La propia realidad del cosmos, según la ciencia física, es belleza encarnada, simetría de origen que explota o explosiona en un “big-bang” definido por la poetisa Gioconda Belli como “el orgasmo de los dioses amándose en la nada”.

Es la música la que representa como nada esta belleza encarnada, así en la famosa aria de “Los pescadores de perlas” entonada religiosa/religadamente por Beniamino Gigli o nuestro Miguel Fleta. Por su parte, en el impresionante cántico/cuántico de Bach “Erbarme dich”, el violín de Yehudi Menuhin expresa grácilmente la gracia (divina), al tiempo que la voz grave de la soprano californiana Eula Beal expone la desgracia (humana) en estilo contrastante.

Y es que la auténtica belleza, como afirma Ruskin, es religión. Y el auténtico eros, según Bataille, resulta sagrado, o sea, iniciático.
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