El Papa como Fratriarca

El Papa Bergoglio no es un Papa o Patriarca, sino un Fratriarca: un Papa de gesto compungido y maneras sencillas, con su cruz pobre al pecho y su nombre del poverello Francisco de Asís y del misionero Francisco Javier. Frente a la rigidez o voluntarismo de los Papas europeos, el nuevo Papa Fratriarca se muestra cercano y predica/practica la fraternidad o hermandad, el amor fraterno como clave de bóveda del cristianismo esencial. Esperemos/esperamos que este sea el papado del fratriarcado cristiano.

El lema de este pontificado es “amor y fraternidad”, una fraternidad católica o universal, o más bien “unidiversal”, por cuanto reúne la diversidad que el propio Papa encarna como Fratriarca y no Patriarca de una Iglesia con carismas y crismas diferentes, aunque en torno al mismo crisma santo. El amor cristiano dice caridad, y la caridad dice amor fraterno. En efecto, el Dios cristiano no es el Padre del Antiguo Testamento, sino el Hijo-Hermano (Cristo) del Nuevo Testamento, que funda la fraternidad universal/unidiversal.

Cierto, podemos denominar a Dios padre, pero en el sentido que le otorga Jesús al llamarlo “papá” (abbá). El Dios de Jesús no es un padre patrón, es un padre materno y fraterno, un padre compasivo y misericordioso. Francisco de Asís y su actual homónimo papal entienden el cristianismo como la religión de la fraternidad, bajo la mirada amorosa del Dios evangélico.

Así que este Papa hispano y jesuita me cae bien y me resulta intrigante. Como hispano aporta la afectividad latina, como jesuita aporta la efectividad ladina. Su gestualidad y ropajes contrastan con la gestualidad hierática y los ropajes bordados del Papa Ratzinger, con perdón, pues no me imagino al argentino calzando zapatos de piel de becerro neonato como el alemán.

Y bien, algunos tachan al actual pontífice de conservador, pero yo espero que sea un conservador conversador o dialogador, que trate de hermanar el mundo y crear puentes entre sus habitantes, que es la específica labor de un auténtico Pontífice. En las redes virtuales, no siempre virtuosas, se critica al cardenal Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires, por su posición dura contra el matrimonio homosexual, considerado por él como una especie de avatar diablesco (aunque para avatar diablesco el escándalo de la pederastia en la Iglesia). Al respecto del susodicho tema polémico, hace tiempo que vengo proponiendo llamar al matrimonio tradicional “matrimonio”, denominando al otro “fratrimonio” (homoafectivo), y dejando ya el término económico de “patrimonio” para fusiones bancarias y efusiones dinerarias.

El Papa como Fratriarca y no Patriarca de la Iglesia sería su gran apuesta ya incoada, y que puede realizar mejor que otros porque procede del tercer mundo y accede a la tercera edad, lo cual ajuntado ofrece un flanco compasivo y misericordioso. Lo de la alta edad media pontificia es también objeto de crítica, ya que la jerarquía eclesiástica parece una geriatría algo esclerótica, aunque para los que estamos en edad provecta pueda resultarnos intrigante. El peligro sin duda está en que la Iglesia acabe siendo una reliquia histórica o bien un relicario del pasado.

Quizás la mejor decisión del Papa Ratzinger haya sido su dimisión, quizás la mejor decisión del Papa Bergoglio haya sido su aceptación. Porque la dimisión de aquel y la aceptación de este pueden posibilitar un renacimiento de la Iglesia como “communitas” o comunidad, frente al viejo comunismo y al nuevo individualismo capitalista. La Iglesia católica tiene como gran tradición un comunitarismo que puede resultar negativamente tradicionalista, pero también positivamente personalista. Pues frente al individuo y a la comuna, la persona encarna al individuo comunitario.

La Iglesia tradicional ha pecado tradicionalmente de triunfalismo, olvidando su peregrinaje por este mundo como Iglesia pecadora. Mientras que el catolicismo ha entronizado a Pedro, el protestantismo ha entronizado a Pablo: Pedro representa la letra ritual o dogmática, Pablo representa la gracia y la libertad de espíritu. Sin embargo, nos queda la gran tarea teológica de recuperar el alma fraterna del cristianismo y de la Iglesia, simbolizada por el amor predicado por Juan. El amor frente a la incuria de la curia, la caridad frente al odio cainita, la fraternidad frente al fratricidio. La Iglesia precisa una apertura trascendental que es también una apertura a la trascendencia, pero a través de su humanización y encarnación cristiana.
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