Redes y religión

Por Michael Marder

Universidad del Pais Vasco, UPV-EHU,
Ikerbasque, Basque Foundation for Science

Traducción: Javier Fernández Catalán

Las discusiones teóricas sobre redes y estructuras jerárquicas mantienen la misma relación que el primer plano y el fondo de una pintura: no puede aparecer sin él, y al mismo tiempo, atenúa la atención que le prestamos. Si queremos valorar la complejidad de las organizaciones sociales, políticas y teológicas en la Edad Media, tendremos que dedicarnos a esta compleja interacción entre luces y sombras, donde la jerarquía es de la luz, y la red de las sombras.

Concentrándonos en la jerarquía, podemos reconstruir fácilmente una ontología vertical, rígidamente dividida como mínimo en dos esferas, tales como la sensible y la inteligible, la física y la espiritual, o la divina y la mundana. La posibilidad de moverse entre ambas esferas se denomina “trascendencia”, y se refiere a un repentino y milagroso salto de la una a la otra. El orden de la división es sagrado en sí mismo, tal y como atestigua la palabra “jerarquía” (hieros arkhé, norma sagrada o principio). El origen del orden es siempre uno y lo mismo; es perfecto, divino e inmutable. Desafiar esta disposición es equivalente a la herejía, a la rebelión contra Dios Mismo.

Por otro lado, las redes no tienen un origen sencillo; no constituyen una unidad subdividida en múltiples partes. Lo más decisivo son los espacios horizontales entre los nodos que forman la red en su conjunto. De hecho, los nodos mismos son el producto de las relaciones entre ellos, haciendo que también su ontología sea relacional y dinámica. Las redes, al contrario que las jerarquías, no están polarizadas, lo que significa que las transiciones entre nodos no descansan bajo la categoría de trascendencia. Sus orígenes son dispersos. Las redes no se reúnen dentro de un principio singular (arkhé), sino que operan con muchos principios, tantos como nodos constituyentes. La an-arquía de las redes, su emancipación respecto del origen unificado, su horizontalidad y reinvención del espacio como extensión por y entre los agentes: todos estos factores socavan la organización metafísica de las jerarquías, apuntando hacia un conglomerado no- o anti-metafísico de multiplicidades.

No obstante, a pesar de esta oposición relativamente simple entre ambas ontologías, las redes han sido siempre un complemento indispensable de las jerarquías. Un mundo puramente jerárquico sería completamente inhabitable, dado que no permitiría ninguna posibilidad viable de libertad humana. Nadie comprendió esto mejor que San Agustín, que restituyó la libertad a los hombre con la identificación del principio (initium) y la creación del hombre: “[Initium] ergo ut esse, creates est homo, ante quem nullus fuit.” Si el creador, o el principio absoluto, concede nuevos principios que son creados, y que al mismo tiempo crean, que son los seres humanos, entonces, la misma jerarquía onto-teológica deja espacios a la dispersión de las redes. Por supuesto, Agustín aporta explícitamente una formidable diferencia entre Dios como origen dominante (arkhé, principium) y el limitado o finito principio humano (initium). Lo cual no invalida la perspectiva de que incluso las más estrictas jerarquías requieren el complemento de una red, de tal modo que el mundo sea compartimentable en distintas esferas y espacios mínimamente habitables.

Los orígenes de las criaturas, sin embargo, desplazan internamente el Principio de la creación, si no también el principio absoluto y no-originado del Creador. En cuanto se forja el espacio para las redes de principios en medio de la jerarquía, resulta complicado doblegar la libertad que anuncian. Ciertamente, el pensamiento teológico puede reivindicar que las multiplicidades dispersas pertenecen exclusivamente a la caída Ciudad del Hombre, y que la perfecta Ciudad de Dios está libre de tales herejías. (De hecho, para Agustín, la distracción o la dispersión son símbolos del estado del pecado, de la inmersión en los asuntos mundanos, y nos distancian de lo divino, como deja claro en Las Confesiones.) Esta concesión, al igual que la tendencia general hacia la segregación de lo sagrado respecto de lo profano prevalente en las jerarquías, acaba por liberar una esfera significante de la actividad humana del yugo de la autoridad teológica. Resulta bastante curioso que el decline de la jerarquía onto-teológica sucede en el apogeo de su desarrollo, y no en la “decadencia” de la modernidad; la separación horizontal de Iglesia y estado se anticipa ya en la división vertical entre Ciudad de Dios y del Hombre. Por tanto, las redes medievales conciernen no sólo al campo de la libertad “creada”, abierto en gran medida por Agustín, sino también a las así llamadas actividades profanas, y ante todo, a las de tipo económico.

Esto implica principalmente que el impulso anti-metafísico es en sí mismo un producto del sistema metafísico, que incorpora su propio otro con la condición de que permanezca idéntico a la parte de la jerarquía más denigrada, básica e inferior. El universo mundano –de hecho, el mundo como tal– nace en los términos del pensamiento teológico mismo como excepción del campo de lo sagrado. Y aquí, cerca de la base de la jerarquía, es donde finalmente florecen las redes.

El nacimiento del mundo, en su carácter mundano, implica el crecimiento de las redes, de las dispersas multiplicidades de los asuntos humanos, carentes tanto de un único centro de poder como de una fuente unificada de vida. Siguiendo el modelo neo-platónico, reubicado en la jerarquía teológica, el fundamento del mundo está en otra parte, en su Creador. Inapreciable para el ojo humano, la síntesis de las multiplicidades es posible solamente en la esfera superior y trascendente. Pero para los que van y vienen, para los que pasan por el mundo, la única realidad que hay es la existencia mundana con sus redes informales. Estar en el mundo – por tanto, encargarse de las necesidades del cuerpo, participar en relaciones materiales, y demás – es vivir en medio de una multiplicidad irreducible, y por eso la Iglesia, como corporación visible, como representación institucional del cuerpo de Cristo, debe reivindicar que está “en el mundo, pero no es de este mundo.”

En contraste con la Iglesia, las redes del mundo están, pero no son de la jerarquía que privilegia lo sagrado: su horizontalidad y dispersión, desechadas como meros epifenómenos de la oculta fuente divina, componen el estrato inferior del orden teológico. Y aún así, el mundo es el lugar donde las vidas se despliegan en toda su concreción y materialidad; como señaló Emmanuel Levinas, “‘The true life is absent.’ But we are in the world. Metaphysics arises and is maintained in this alibi.” Así como el poder en la red está dispersado, también el significado está pulverizado en muchos significados que no conducen a una verdad, a una única vida “verdadera”. La telaraña fluctuante de significaciones que componen nuestras vidas es distinta de la estabilidad del significado en una jerarquía, que alinea todas las estructuras semánticas en la dirección de lo que Jacques Derrida llamó “el significante trascendental”, el más alto bien (summum bonum) o Dios. El precio que pagamos por esta estabilidad semántica es la pérdida de relevancia de los cambios en los elementos actuales, a partir de los cuales se ha construido la jerarquía. La totalidad no padece alteración alguna, independientemente de quién haya nacido en ella, o haya muerto, siendo por tanto cancelado de la realidad fija predicada sobre el Ser Supremo. Esto contrasta con la inestabilidad radical de las redes, cuyo entero paisaje semántico se experimenta singular y minuciosamente, y donde la adición o sustracción de nodos no es de ningún modo un cambio insignificante. No creo que la ontología relacional de las redes escape totalmente a la lógica de las metafísicas, pero definitivamente, representa un paso decisivo en esta dirección, en la medida que abandona una visión del ser como fundado a sí mismo, absolutamente autosuficiente, indiferente e inmune a todo accidente empírico, como los que han hilado la fábrica del mundo.

En lo que se refiere a la autosuficiencia de Dios como quintaesencia del Ser, Agustín escribió: “God needs no assistance from anything else in the act of creation as though he were one who did not suffice himself.” Sin embargo, es característico de la condición humana que no nos bastemos a nosotros mismos, y que precisemos ayuda de otros, aunque sólo sea para permanecer vivos en el nivel más básico, material y corporal. Quizás, el factor más importante que motiva a los seres humanos a involucrarse en redes de relaciones mutuamente beneficiosas, al costado de las jerarquías formales, sea la necesidad física. En el reconocimiento de la realidad de la necesidad, admitimos el hecho de que existimos “fuera de nosotros mismos”, y que nuestra existencia depende radicalmente de los demás y de los objetos –tales como agua y comida– que satisfacen temporalmente nuestros deseos. Agustín se daba perfecta cuenta de esta diseminación, de la cual sólo puede salvarnos el Dios Único, reuniendo al hombre “from the dispersion wherein [he] was torn asunder.” . Pero, ¿y si mientras la existencia siga su curso, la reunión en lo Uno fuera una mera ilusión? ¿Y si sólo en el estado de dependencia o interdependencia con los otros, los humanos estuvieran fuera de sí mismos de tal modo que al final se convirtieran en sí mismos, reunidos en la humanidad y en el medio de esta gran dispersión? La posibilidad de una salvación secularizada estaría entonces incorporada en la propia condición humana, en el hecho de que mi arkhé, mi origen o principio dominante, no descansa en mí mismo sino en el otro. Ésta sería la réplica de la filosofía del s. XIX, especialmente la de G.W.F. Hegel, al pensamiento medieval.

Desde el punto de vista de la teología política, la jerarquía es la estructura más adecuada al monoteísmo cristiano, deseoso –a pesar, o gracias al problema de la Trinidad– de reunir la multiplicidad en la unidad de lo Uno; a cada paso, la sacralidad de su orden fijo y su principio dependen del poder soberano de Dios. En el fondo, la Trinidad significa pluralidad y unidad de lo Uno, o lo que Giorgio Agamben ha denominado, vía Gregorio de Nacianzo y Tertuliano, la “economía” divina . No pretendo profundizar aquí en la doctrina trinitaria. Baste decir que la Trinidad se puede referir al mismo tiempo a la unicidad de Dios y a una multiplicidad, que no es la misma que la división interna del Uno. Para Tertuliano, por ejemplo, trinitas connota la unidad de la sustancia divina y las diferentes personalidades del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, donde el Hijo está (jerárquicamente) subordinado a la norma del Padre. La coincidencia no-dialéctica y no-lógica del Uno y lo múltiple no sólo crea la fundación ideológica de la jerarquía, sino que admite también la posibilidad de las redes como complementos necesarios de su rígido orden. El Dios trino que, en las palabras de Agamben, “debería ser situado más allá sea del Judaísmo o del Paganismo, del monoteísmo y del politeísmo” , es por tanto la raíz común de jerarquías y redes.

Sin embargo, si hubiese una teología política de las redes, no consistiría en un reflejo del politeísmo, con su visión jerárquica de una comunidad de dioses, sino más bien reflejaría el panteísmo, donde lo divino impregna el universo equitativamente en todas sus partes. Un mundo panteístico no tiene centro ni principio dominante; es sagrado por los cuatro costados, está plenamente vivo incluso allí donde las cosas parezcan inanimadas, está “lleno de dioses”, panta plērē thēōn, en palabras de Tales. Éste es el mundo de la red, el mundo como red, donde todo está animado –al menos en potencia– con significados que relacionan toda cosa con todo lo otro. Del mismo modo, la jerarquía permanece sin mundo en la medida que hipostasia un significante trascendental aislado de todo, y en consecuencia, desasido del mundo. Su carencia de mundo consume el mundo, fuerza a renunciar a su multiplicidad y a conformar la unidad y unicidad del sagrado arkhé. Pero mas allá de tales exigencias metafísicas, lo mundano se reivindica a sí mismo como algo que excede la repudiada parte inferior de lo sagrado; sus flexivas redes de significado, del mismo modo que la vida concreta, resisten a la metafísica en virtud de su pura perseverancia, donde somos testigos de una proliferación de la multiplicidad que no puede ser reunida en lo Uno.
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