San Agustín y el amor

Quiero buscar tu rostro, Señor.
(Salmo 26 y San Agustín)


Dios es amor

Ofrecemos a continuación un breve apunte filosófico-teológico sobre la concepción agustiniana del amor, a partir de una sucinta hermenéutica simbólica. Y obviamente hay que comenzar por el principio, y el principio cristiano es que el amor es Dios o, más exactamente, que Dios es amor (agape o caridad): véase al respecto la primera Epístola de san Juan, 4, 8.
El amor agapeístico o de caridad define generalmente a Dios y específicamente al Espíritu Santo, en cuanto personifica el amor de amistad entre el Padre y el Hijo. De esta manera, un tal amor queda divinizado, por cuanto Dios es amor y el amor es divino. En la Trinidad cristiana, el Padre es el amante, el Hijo es el amado y el Espíritu Santo es el amor hipostático o hipostasiado entre ambos (entrambos): véase al respecto el gran Tratado agustiniano sobre la Trinidad.

Pero el amor no sólo es divino sino que deviene humano, a través de la creación y de la encarnación de Dios en la humanidad del hombre. Precisamente por ello el hombre en cuanto persona dice amor, hasta el punto de que en Agustín la persona es lo que ama (véase Ep. Jo. 5). Un tal amor divino-humano es anímico porque radica en el alma y es su fuerza o virtud, o sea, su ser o potencia activa que posibilita la auténtica realización del hombre (C. Faust., 5).


El amor es divino-humano

A partir de semejante radicación anímica del amor se entiende que este sea el “fin” del mandamiento evangélico o cristiano, pero no como su final sino como su finalización, compleción o perfección (Mateo 22, 40). Ello es así porque el amor inhabita agustinianamente el alma como sentido interior del hombre, el cual es esencialmente afección amorosa. Ahora bien, este afecto amoroso no debe demorarse o permanecer moroso en el mundo desalmado de las meras cosas o entes, sino que debe comprenderse como el ser que trasciende y trasparenta las cosas, abriéndolas a su trasaparición simbolizada por el Dios transvisible. Pues Dios es el amor mismo, mientras que nosotros tenemos un amor participativo.

En la versión agustiniana del amor, personalizado por el Espíritu Santo en cuanto amor del Padre y del Hijo, nuestro autor sufre cierta influencia de Porfirio y Mario Victorino, el cual se refiere al Espíritu de amor como conexión o cópula; por su parte, Agustín usa el término equivalente de “conjunción” (conjungens: De trin. 7). La definición del amor y su función juntiva o conjuntiva se sobrepone así a la definición clásica del ser como junción copulativa de los seres.

De esta guisa, hay una especie de continuidad entre Dios (Espíritu Santo), el Ser y el Amor, en donde Dios sería el término trascendente, el Ser el término inmanente y el Amor el término trascendente-inmanente (mediador entre lo divino y lo humano).


El amor es anímico: alma

El peligro mundano de nuestro amor participativo radica en particularizarse entre las creaturas en lugar de ascender a su fuente y origen, o sea, en abandonar la propia alma y disiparse en un mundo sin alma. Frente a ello hay que recordar al Sirácida, cuando propugna recrear el alma o ánima y animar o realmar el corazón: puede verse Eclesiástico 30,23.
A fin de evitar esa dispersión o disipación mundana en medio de las cacharrerías temporales, san Agustín propugna una interiorización del sentido, así pues un volverse del exterior material o corporal al interior anímico o espiritual, allí donde se alberga la imago íntima de la divinidad a modo de alma del mundo. Esta alma del universo tiene un rostro divino velado, el cual se desvela oblicuamente en el rostro humano del otro o prójimo, tal y como ha mostrado agustinianamente E. Levinas en su filosofía personalista de inspiración judeocristiana.
Ahora bien, volverse a sí no significa aquí envolverse en sí mismo o encerrarse, sino abrirse al Otro que nos cohabita y nos saca de nuestra propia egoidad en relación al otro y en contacto con los demás. De aquí que san Agustín pueda decir en sus Sermones que el amor de caridad lo comprende todo, en su doble sentido de comprehenderlo todo y comprender a todos a partir del Dios-amor ínsito en el alma a modo de aferencia radical.

Si el alma es de algún modo todas cosas, como decía Aristóteles, es porque está cohabitada por el amor y su afección radicada. De este modo la búsqueda amorosa del rostro de Dios, se realiza arrostrando el rostro humano en cuanto rastro o vestigio de la propia divinidad amorosa, creadora y encarnadora. Por todo ello, amar es amar el amor que define a Dios y se refleja en los hombres a través del rostro/rastro de su alma.


El amor es fraterno

En esta perspectiva agustiniana, el amor de caridad se concreta como un amor fraterno presidido por la hermandad del Cristo. Curiosamente esta hermandad en el amor obtiene un carácter medial o mediador de signo femenino, ya que la caridad es adosada por Agustín a la esposa de Cristo (la Iglesia como comunidad), proyectando así el rostro humano-femenino de Dios de acuerdo con la simbología del Cantar de los cantares (Cant, 7,6, sec. LXX; LXV in Joan.3). En este mismo contexto amoroso el amor funda religiosamente lo santo o sagrado, y éticamente el bien o la bondad frente al contrapunto o contrarostro de la iniquidad diablesca, ya que quien ama la iniquidad aborrece su alma (S. 10; X Ep. Joan.).

La conclusión de semejante clímax amoroso llevaría en san Agustín a identificar el amor con el ser o el ser con el amor, de modo que el amor se enfrenta a la muerte, al tiempo que se identifica el desamor con la nada. Por cierto, esto último, la ecuación del desamor con la nada, podría ser la clave de bóveda agustiniana en la tremenda cuestión del mal, el cual acaba siendo interpretado consecuentemente por nuestro autor como nada o nadería final, desamor o no-ser (ver De libero arbitrio, 3).

La teología y filosofía del amor de Agustín aboca así a una espectacular visión ético-moral, la cual cobra un acento sublime. Su más genial aforismo es una máxima mínima que reza lapidariamente así: “ama, y haz lo que quieras” (dilige, et quod vis, fac : VII Ep. Joan. 8). La cual puede traducirse hermenéuticamente como: ama y haz lo que quieres o amas, ama y haz lo que puedes o puedas. Y es que la conclusión de este hombre genial que ha amado con el cuerpo y el alma resulta radical: el amor es salvífico (Ep. Joan. 1 y 5). El amor es el archisímbolo de lo divino: sacramento del encuentro del hombre con el hombre en Dios.
De acuerdo con el propio Agustín de Hipona, cabe hablar de Cristo como desposado con la caridad, de modo que esta sería la esposa del esposo en el Cantar de los cantares: y, por lo tanto, la caridad como un amor simbólicamente femenino (la gran mediación femenina del amor compasivo o de compasión).

Rostro y contrarostro

La filosofía y teología platónico-cristiana de san Agustín es una búsqueda amorosa del rostro de Dios a través de los rostros humanos cual rastros de la divinidad pro-creadora y encarnadora. El rostro, faz o cara encarna agustinianamente la formalización luminosa y anímico- espiritual (simbolizada por la paloma); por su parte, lo que llamamos el contrarostro, anti-faz o cruz encarna el revés del rostro luminoso y la oscura materia prima (simbolizada por el cuervo). Pues en Agustín hay una comparación implícita entre la paloma y el alma espiritual, así como entre el cuervo y el cuerpo impuro (Sermo 82,11,14;PL 35,1432).
El rostro transvisible del Dios Padre se visibiliza en Cristo, se simboliza en el Espíritu Santo y se refleja oblicuamente en el hombre, mientras que el contrarostro caótico está personificado por el diablo y lo diablesco (el antiamor). De este modo, el rostro es simbólico o simbolizante del sentido, mientras que el contrarostro es materia cósica o reificada, asimbólica o desimbolizada, sinsentido informe o deforme. El rostro es cuasi divino y dice vida y belleza, el contrarostro es diablesco y dice fealdad viscosa, disolución y muerte. En este sentido, el amor en san Agustín prende en el rostro humano, el cual es la formalización, sublimación y personalización de la materia corporal: en donde el rostro no dice máscara exterior, sino configuración del sentido interior, imago simbólica del alma, arquetipo de la personalidad.

A partir de aquí cabe entender que el antiamor es el pecado contra el Espíritu Santo como Espíritu de amor, ya que el Espíritu Santo es el amor hipostasiado. Frente a este amor hipostático o hipostasiado, el diablo simboliza el amor apostasiado, o sea, la apostasía del amor (el odio). Así que la clave de la existencia es la diligencia: el amor.
En el recorrido agustiniano hemos ibservado una relacionalidad entre Dios, el Ser y el Amor, ya que los tres términos dicen sentido de implicación a nivel teológico, filosófico y existencial respectivamente. Se trata de una concepción implicacionista de la realidad, en la línea del correlacionismo de nuestro filósofo galaico A.Amor Ruibal. Resultaría intrigante proseguir este discurso relacional o relacionista en el contexto científico de la física cuántica contemporánea, por ejemplo en el debate de la(s) fuerza(s) cohesiva(s) del universo, o bien en la idea del entrelazamiento y la interdependencia de los fenómenos de la naturaleza…

Conclusión: eros, amistad y caridad

San Agustín es un sabio no sólo teórico sino práxico, y ha tenido grandes amores teóricos y práxicos. Ha conocido bien el amor erótico (eros), el amor fraterno o de amistad (filía) y el amor agapeístico o de caridad. Pero la pregunta que queda en el aire es cómo ha podido sintetizar en su propia vida estos amores diferentes de un modo unitario o congruente.
Cabría responder historicistamente afirmando que nuestro autor ha amado primero eróticamente (en su juventud pagana), luego amical o fraternamente (en su proceso de conversión con su cofradía milanesa) y al final cristianamente (como obispo tras su conversión). Esta explicación tiene una cierta lógica diacrónica, pero resulta extrínseca o extrinsecista. Precisamos pues una comprensión más hermenéutica.

Pues bien, lo que observamos en la experiencia central de san Agustín es un doble movimiento humanizador de sublimación platónica del eros en amistad, así como de encarnación cristiana de agape-caridad en fraternidad. El amor fraterno o de amistad (filía) comparecería como mediador y remediador del extremismo del eros impuro y de agape-caridad pura.

En efecto, mientras que eros es un amor carnal y agape-caridad es un amor espiritual, el amor fraterno o de amistad es un amor de afiliación anímica, el cual cohabita el alma como afección o afecto humano. Un tal amor afectivo sería la clave medial del irrequieto o inquieto amor agustiniano, el cual se proyecta en su humanismo platónico-cristiano como un amor de benevolencia o bienquerencia.



Nota bibliográfica

Fundamental para nuestra temática es el gran Diccionario de San Agustín, coordinado por A. Fitzgerald y publicado por Monte Carmelo, Burgos 2001. Una síntesis agustiniana la ofrece el viejo Kempis agustinianio, recopilado por A. Tonna-Barthet y publicado por la Editorial Litúrgica Española de Barcelona en 1935. Entre la inmensa bibliografía agustiniana, casi siempre bien interesante, puede consultarse la obra introductoria de E. Brotóns, Felicidad y Trinidad, publicada por el Secretariado Trinitario, Salamanca 2003. Para las obras originales de san Agustín (en latín y español), puede consultarse su espléndida edición en la Biblioteca de Autores Cristianos (BAC). Sobre eros-filía-agape, ver mi artículo “Encíclica del amor”, en Varios: Diccionario de la existencia, Anthropos, Barcelona 2006. Finalmente sobre un acercamiento a la física cuántica, puede consultarse nuestro libro Masonería y hermenéutica, Atanor, Madrid 2011.
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