Hawking: A vueltas con Dios

He leído lo que dicen que dice Stephen Hawking en un libro que aún no ha salido a la luz: el concepto de Dios “no es necesario para explicar la creación del Universo porque las leyes de la física bastan para explicar su origen”; en “Breve historia del tiempo” sugería, en cambio, que esas leyes postulan la existencia de un ser superior. Aunque la investigación seria en el ámbito de la física debe proceder fiel su propia racionalidad, es normal que el investigador se pregunte por la fuente de todo que, en la cultura occidental se viene llamando Dios. Pero ¿qué imagen de la divinidad puede tener este científico británico cuando nos da su opinión? Está en juego una cuestión más importante que la existencia de Dios.
El problema sobre la existencia de Dios se planteó expresa y filosóficamente a partir del s. XIX cuando el ateísmo se propuso como alternativa teórica razonada. A estas alturas ya sabemos que científicamente no se demuestra que Dios exista o no. Como dice el reconocido científico Francisco Ayala, al recibir este año el Premio Templeton, ciencia y religión son “como dos ventanas desde las que mirar al mundo; vemos diferentes aspectos de la realidad a través de ellas pero el mundo que vemos es sólo uno y el mismo; la ciencia y las creencias religiosas no tienen por que estar en contradicción”. Por eso tan cómico es un creyente religioso que pretenda demostrar científicamente la existencia de Dios como un científico que, desde su campo, pretenda lo contrario. Tan descabellada resulta la pretensión de negar la existencia de Dios apoyándonos en la investigación científica, como la pretensión apologética por demostrar lo contrario con sólo argumentos de la ciencia o de la filosofía. No retrocedamos a los tiempos de racionalismo chato y de apologética defensiva.

Después de la primera guerra mundial la cuestión más acuciante no es si existe o no existe Dios, sino más bien qué estamos diciendo cuando decimos Dios. Desde la Ilustración se viene rechazando la existencia de una divinidad que no deje a los humanos ser ellos mismos; en consecuencia directamente se rechaza una divinidad percibida como alienante y rival de las personas y de la sociedad, como un sujeto intervencionista que impide la autonomía y la libertad de los mortales. Heredero de los llamados “filósofos de la sospecha”, en 1946 Jean Paul Sastre decía: “El existencialismo no es un ateísmo en el sentido en que quedaría agotado con demostrar que Dios no existe. Esto no cambaría nada. No es que creamos que Dios existe, sino que pensamos que el problema no es el de su existencia. Es necesario que el hombre se encuentre a sí mismo y se convenza de que nada puede salvarle de él mismo, ni siquiera una prueba válida de la existencia de Dios”. Lo que importa no es saber si Dios existe o no; lo decisivo es eliminar la idea de Dios que es funesta y alienante porque impide a los seres humanos ser dueños de su propia decisión, “su propio sol”.

Hablando sobre el ateismo, por primera vez en el Vaticano II la Iglesia siempre se opuso al ateísmo. Pero por primera vez en el Vaticano II,lanza el interrogante a los cristianos que “con su conducta religiosa, moral y social han ocultado más que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión”. Implícitamente está sugiriendo que hoy la cuestión primera sobre Dios no es su existencia sino su condición, en qué sentido hay que pensar el Absoluto al que de algún modo nos vemos remitidos.

Aquí puede estar la clave para interpretar adecuadamente la postura de tantos que, bautizados un día en la Iglesia, hoy se confiesan agnósticos. También, para comprender las dudas sobre la existencia de Dios que, dentro del campo científico, Stephen Hawking deja traslucir en sus publicaciones.
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