"El negativismo, grave patología" La sombre errante de Caín

Caín y Abel
Caín y Abel

"Ni siquiera la Iglesia se libra de semejante patología"

A decir verdad, llevamos un  tiempo, ya muy prolongado, bajo el imperio obsesivo de la grave patología que nos aqueja, desde siempre, como sociedad y como pueblo. Esta especie de actitud diabólica es el ‘negativismo’, el ‘espíritu destructor’, la incapacidad para un ‘mínimo entendimiento mutuo’, la potenciación de la ‘intolerancia’, seguida del odio al vecino, sobre todo si triunfa, plenos de ‘envidia’ y de una ‘rivalidad’ extraviada, que nos “hace mirar con malos ojos a los que hacen sombra, tienen más éxito o simplemente son superiores” (Julián Marías). ¡Así es la realidad que nos circunda por voluntad propia!

Sin duda alguna, hay individuos,  organizaciones, partidos políticos y hasta grupos religiosos, que, por paradójico que parezca, viven, con diferente intensidad, de la negación o de la pasividad, de la ambigüedad o de la confusión que genera no aceptar la verdad como criterio de actuación. Lo hemos visto en los recientes procesos electorales. ¡Vaya espectáculo! Como dijo J. Marías, siempre buscan algo a que “oponerse, descalificar, denigrar, difamar, destruir”. Tal voluntad de inquina y aniquilación es alentada  -muchas veces- por algunos irresponsables medios de comunicación social, serviles interesados en secundar semejante ideología auto destructora, cuya eficacia negativa es agrandada por las incontroladas redes sociales. ¡Y, ahí estamos, en camino (decimos) hacia un falso y engañoso progreso!

No me resisto a recordar la precisa advertencia de C. López-Otín, tomada de Walter Riso, cuando señala que “sobrevivimos en un tiempo en el que cualquier defecto resulta intolerable, por pequeño que sea. Cualquier error nos cuesta la felicidad, porque la sociedad se dedica a analizarlo (a menudo superficialmente), y luego lo critica, lo amplifica y lo viraliza. Es un juego perverso y universal; toda imperfección se considera un fracaso y la presión exterior, habitualmente ejercida por seres tóxicos aún más imperfectos que nosotros, acaba por aplastarnos”. ¡Las redes sociales!

Ni siquiera la Iglesia católica se libra, de vez en cuando, de semejante patología. La exigencia de sintonizar con el Evangelio, su verdadero ADN,  “ha dividido a la Curia Vaticana, al episcopado de muchos países, a cantidad de clérigos, y laicos” (J.M. Castillo). Las intensas resistencias a Francisco son, en realidad, resistencias al Evangelio. Muchos de sus líderes (los obispos) andan entretenidos en secundar, desde la equidistancia y el miedo a perder su ya debilitada posición, ideologías, que, a la larga, no favorecen (eso sí, no lo dicen abiertamente) la implantación del Evangelio en la sociedad, en la que debería cifrarse la prioridad de su función episcopal. ¡A dónde se ha llegado! ¡Siempre enredados con el poder!

En este marco de reflexión, hago mía la observación de J.M. Castillo en el sentido de que, si, “a estas alturas, la Iglesia no ha podido firmar y hacer suya la Declaración de los Derechos Humanos, ¿con qué autoridad y con qué credibilidad puede hablar de amor a la humanidad?”. Abundan, como es habitual, las palabras, los mantras inútiles (diálogo y perdón) pero rehúyen enfrentarse con la realidad: la no infrecuente violación de los derechos humanos y la existencia de situaciones de división y marginación.  ¡Así no se contribuye a edificar el reino de Dios! Lo hemos presenciado y padecido, lo hemos descubierto después de mucho tiempo en el tema de los abusos sexuales del clero. ¡Hipocresía y ocultación! Y, sin embargo, todavía persisten las resistencias a una solución que priorice (coherencia evangélica) a las víctimas frente a la institución y a los abusadores. No se ha tutelado el derecho de las víctimas a una solución en justicia. ¿Hasta cuándo se seguirá con semejante contradicción?

Por poner otro ejemplo, más escurridizo para nuestros descolocados líderes religiosos, podemos hacer referencia a su actitud ante el modelo de convivencia, que algunos parecen empeñados en imponer.  Hace dos años, me sentí estremecido por una descripción de la identidad de los españoles, realizada por Agustín Díaz Yanes, a saber: “Somos pequeños, pobres, pero muy duros. Además, sabemos odiar muy bien. Siempre hemos sido un poco guerra civilistas”. ¡Qué desgracia! ¡Qué verdad! Bajo la capa de proteger la memoria histórica, se practica, sin pudor alguno, el guerra civilismo. Con el mantra sagrado  del diálogo y el perdón, se está, en realidad, secundando y aupando la división y el enfrentamiento. ¿Acaso no merecemos todos los españoles que algunos, políticos y no políticos, dejen ya de enfrentarnos unos a otros?

¡Qué estimulante campo de acción pastoral -y, sin embargo, desaprovechado de modo permanente- para los líderes religiosos!  Evangelizar desde la verdad interior (San Agustín), la única que nos hace en realidad libres, precisamente porque es ajena por completo a la verdad política, que siempre es poder. ¿Lo entenderán, por fin, nuestros obispos? ¿Se atreverán a poner manos a la obra? ¿Se decidirán a prestar este servicio a la sociedad española? ¿Se decidirán  a hablar y vivir desde las exigencias que comporta el seguimiento a Jesús?

Hace unos días, a su regreso de Rumanía, el papa Francisco se refirió a Europa y ofreció un mensaje que merece la pena acoger y laborar por él: “recuperar el misticismo de sus padres fundadores y superar las divisiones y fronteras”, que las ideologías se empeñan en levantar. Está en juego la existencia misma de la solución lograda en su día. ¡Vaya reto para todos!

Es más, el Papa hizo referencia a que “muchas veces ellos (los políticos) avivan el odio y el temor. Un político nunca debería hacer eso, debería infundir esperanza, se puede exigir justicia, pero siempre con esperanza”. Muy cierto. Pero, no es sólo trabajo y responsabilidad de la clase política, sino de todos. También de los grupos religiosos. También de sus propios líderes espirituales. ¿Hasta cuándo van a permanecer en la cómoda equidistancia? No debieran dudarlo: su actitud, aunque no parece que sean conscientes de ello, puede también avivar  -más que otros grupos sociales y políticos- el odio destructor. ¡Una verdadera pena! ¡Una muy grave responsabilidad!

Termino esta sencilla reflexión con unos versos de A. Machado, que contienen la descripción de una identidad, que no ha cambiado en el tiempo: “Los ojos siempre turbios de envidia o de tristeza,/guarda su presa y llora la que el vecino alcanza;/ni para su infortunio ni goza su riqueza;/le hieren y acongojan fortuna y malandanza./ (…) -no fue por estos campos el bíblico jardín-;/son tierras para el águila, un trozo de planeta/ por donde cruza errante la sombra de Caín”.

Caín y Abel

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