Un pulso como la vida misma

Somos humanos para lo bueno y para lo malo, dada nuestra condición, de la que no podemos sustraernos tampoco a la hora de vivir como verdaderos cristianos. Sin embargo y como en todo, algunos parecen más humanos que otros en el camino del crecimiento personal que se nos ofrece como una constante a lo largo de toda la existencia. Sin esfuerzo no hay avances; sin tensiones no hay crecimiento; todo lo que merece la pena lleva su tiempo entre inevitables incertidumbres.

El rumbo personal y pastoral que ha tomado el Papa Francisco ha hecho más evidente que esa lucha por ser la mejor posibilidad de uno mismo, esté polarizada entre la teología de los más necesitados como preferentes del evangelio (amarnos los unos a los otros como Cristo nos ama), y la defensa de una determinada manera de entender conceptualmente lo que llamamos Iglesia. La eterna dicotomía entre ortopraxis y ortodoxia, entre el qué y el cómo.

El problema es que los cristianos nos jugamos nuestra credibilidad en el cómo hacemos las cosas, no tanto en lo que hacemos. San Pablo lo detalló muy expresivamente cuando puso en valor la esencia radical humana y cristiana, es decir, el amor, en su primera Carta a los Corintios dejando claro que sin amor nada sirve, nada soy.

Lo cierto es que, en demasiadas ocasiones, no se le presta atención al cómo actuamos cuando decimos defender el mensaje de Cristo. Dentro de la Iglesia católica, Francisco está dando una lección extraordinariamente profética de talante jesuánico. No podemos olvidar que Jesús se comportó de una determinada manera a la hora de actuar, bien entre los suyos, bien en público ante los fariseos, cuando curaba y consolaba, o revolucionando la manera de vivir la religión impregnada en el ADN judío.

No vale defender la ortodoxia ni la ortopraxis (con todos los acentos que puedan derivarse de una búsqueda sincera de nuestra vocación cristiana) dando el espectáculo lamentable que demasiadas veces damos tras el que se trasluce una lucha de poder en toda regla, marcada por vanidades y ocultaciones que buscan resultados poco dignos de llamarnos cristianos, escandalizando sin pudor. Jesús señaló lo que tenemos que hacer en el mundo; lo dijo con mucha claridad. Pero si algo recalcó hasta en su último suspiro fue que todo pasa por trabajar la actitud de amor, quitar cruces y salvar a los desvalidos desde el amor; denunciar proféticamente las injusticias en el mundo y en la propia Iglesia desde credibilidad y la mano tendida, repudiando los males causados pero actuando con los causantes con la credibilidad que actuó Jesús. Y desde ahí construir todas las ortodoxias que necesitemos en torno al  evangelio; no al revés.

Credibilidad, y no otra cosa, es nuestro faro a la hora actuar defendiendo nuestras convicciones y fundamentos (ortodoxia) y haciendo evangelio a nuestro alrededor, con el prójimo (ortopraxis). Tenemos el mejor mensaje posible con Cristo a la cabeza. No hay mejor ortodoxia que la Buena Noticia. Sin embargo, nos pierden las formas porque estamos desechando la escucha activa, la comprensión, la paciencia, la misericordia, el perdón y la humildad en nuestra entrega. Parece como si la vivencia de nuestra fe fuese un plan nuestro y no el plan de Dios. Nos conocerán por nuestros hechos, sin duda, pero es que La fraternidad cristiana en las formas de actuar, también son hechos. Forman parte de la verdadera caridad cristiana

El amor es nuestra única guía y referencia en todo: pensamientos, actitudes y hechos. Lo que no pase por este tamiz está fuera del evangelio. La tensión interior ineludible entre lo que hacemos y cómo lo hacemos es una constante desde que el ser humano tiene conciencia de serlo. Jesús lo que hizo fue dar luz a este pulso interior.

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