El Papa 'barrendero de Dios' quiere una Iglesia limpia y bella

Le llaman el "barrendero de Dios". Benedicto XVI hace honor a su alias: lleva 7 años en el solio pontificio con la escoba de la purificación eclesial en la mano. Para barrer a las manzanas podridas del clero pederasta y a los garbanzos negros incrustados en el propio banco del Vaticano. Tolerancia cero para los pederastas y transparencia para los dineros del IOR. Ésa es la principal aportación estructural del Papa Ratzinger, acompañada de una vuelta a lo esencial de la fe, ofrecida al mundo, cansado y triste, como una esperanza segura y una oferta de sentido global.

El Papa alemán no engañó a nadie con su programa. Los cardenales lo eligieron, tras afirmar en la misa solemne previa al cónclave que los dos grandes peligros de la Iglesia eran el relativismo y la "suciedad" de la propia institución, que conocía mejor que nadie. Por sus manos de guardián de la ortodoxia pasaron durante décadas los casos más sangrantes y dolorosos del peor pecado que pueden cometer los eclesiásticos: el escándalo de los inocentes. Para ellos, el propio Cristo dice que "más les valiera atarse una piedra al cuello y arrojarse al fondo del mar" (Mt. 18,6).

El 'policía' del Papa convertido en dueño de las llaves de Pedro se encontró con una barca en peor estado de lo que él mismo creía. La pederastia era un misil en plena línea de flotación de la credibilidad de la institución, que vive precisamente de eso: de generar confianza en la gente, que le entrega a sus hijos desde la más tierna infancia. Una confianza hecha añicos por curas sin escrúpulos, personificados en el icono de Marcial Maciel, el fundador de los Legionarios de Cristo, uno de los nuevos grupos mimados por Roma, porque le aportaban vocaciones y dinero fácil. Benedicto condenó a Maciel y puso a la congregación bajo supervisor vaticana, camino de la refundación. Y comenzó una limpieza nada fácil.

Pero al Papa no le tembló el pulso. Y eso que le pusieron todo tipo de trabas y zancadillas. El sistema de encubrimiento y de complicidad con los abusadores estaba incrustado en el alma de la institución. Benedicto tuvo que echar a obispos y mandar inspectores a varias iglesia nacionales. Y vencer las resistencias de su propia Curia a los más altos niveles. El cardenal Castrillón, por ejemplo, llegó a decir que un padre-obispo no puede entregar a un hijo-sacerdote a la Justicia civil, como tampoco lo haría un padre con su hijo.

Pero más rechinar de dientes hubo todavía en la Curia cuando el Papa Ratzinger decidió poner orden en las finanzas de su propia casa y acabar con la opacidad del IOR, su banco. Se comenzaron a filtrar informes y cartas. Las intrigas palaciegas si dirimieron en las portadas de los periódicos y hasta pusieron en la diana al brazo derecho de Su santidad, el Secretario de Estado, cardenal Bertone. Pero el Papa de los pasitos cortos y firmes sigue adelante. Quiere que el Vaticano sea incluido en la llamada "Lista Blanca" de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), el listado de países que están en primera fila contra el lavado de dinero.

El Papa de lo esencial

Limpieza, transparencia y búsqueda de lo esencial, sin perderse en florituras. Elegido Papa con 78 años, Ratzinger sabía que, por ley de vida, no tendría demasiado tiempo por delante. No tan poco como sus propios electores pensaban y, por eso, le llamaban Papa de transición. Ni tanto como necesitaría para dejar de ser un mero apéndice del pontificado extraordinario del Papa Magno, Juan Pablo II.

Pero va a comenzar su octavo año de pontificado. Benedicto está teniendo el tiempo suficiente, para marcar a la Iglesia con su propia impronta. Sin querer emular ni compararse con su "amado predecesor". Sin buscar la gloria ni pasar a la Historia con algún gesto único, como un viaje a Moscú o a Pekín.

El Papa más culto e intelectual de la reciente historia de la Iglesia sólo se afana por cumplir con su deber: guiar la barca de la Iglesia con humildad y, con esa misma humildad, ofrecer al mundo la verdad de Dios. En el fondo y casi sin que se note, el Papa Ratzinger quiere conseguir la tan solicitada reforma de la Iglesia. Pero, a su manera. Está convencido de que es más urgente detener la sangrante crisis de fe del pueblo que poner en marcha las reformas estructurales de la institución. De ahí que, para él, la reforma pase por potenciar las iglesias locales y reevangelizar la vieja Europa.

Para lo primero, elige con sumo cuidado a los obispos de todas y cada una de las diócesis del mundo. Sin delegar esa ingente tarea en nadie. Quiere obispos seguros doctrinalmente, pero también serios, disciplinados, espirituales y sin afán de hacer carrera. En algunas ocasiones lo consigue. En otras, no tanto. Se le están colando, de hecho, bastantes prelados "talibanes", a los que ni sus propios curas quieren, como ha pasado en España con el nombramiento de monseñor Munilla para San Sebastián. Un nombramiento en el que el Papa cedió por las presiones del cardenal Rouco.

La belleza del mensaje cristiano

Para reconquistar Europa, el programa papal consiste en predicar por activa y por pasiva que la fe no está reñida con la razón, que es razonable y coherente ser y proclamarse católico en el mundo de hoy. Más aún, que el mensaje de Jesús proporciona alegría profunda y belleza sin igual. Y, por lo tanto, puede seguir dando sentido a la vida de los hombres del siglo XXI y a la historia del viejo continente.

Una refundación del catolicismo. El evangelio según Ratzinger. Un evangelio conservador (nadie reniega de su memoria ni de su pasado), pero moderado, que intenta recentrar de nuevo el péndulo eclesiástico. Con la reforma de la reforma litúrgica (misas sin guitarras y vuelta al latín y al gregoriano), con la apertura a los lefebvrianos (que están a punto de volver al 'redil'), pero confiando de nuevo en las clásicas órdenes y congregaciones religiosas, como jesuitas, dominicos, salesianos, franciscanos o redentoristas.

Sin embargo, las inercias son muchas y los engranajes siguen chirriando. Hay mucho miedo en algunas iglesia locales, como la española. Y teólogos denunciados, advertidos y perseguidos, como el gallego Andrés Torres Queiruga, uno de nuestros mejores y más prestigiosos intelectuales. Los sectores más talibanizados se han enquistado en el poder eclesiástico y lo ejercen. Aunque, para ello, tengan que ser (y lo sean) más papistas que el Papa.

En cualquier caso, el reino de la moderación ha comenzado. El Papa quiere una Iglesia alegre, bella, samaritana y espiritual. ¿Le quedará tiempo suficiente para conseguirlo? ¿Tendrá las fuerzas suficientes para realizar esta gigantesca tarea? Si no las tuviera, renunciaría a su cargo, como él mismo ya dijo en varias ocasiones. Pero, por ahora, como le confesó a Fidel Castro: "Soy anciano, pero todavía puedo cumplir con mi deber".

José Manuel Vidal
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