Aquellas famosas secularizaciones

Asociación de Sacerdotes Secularizados ASCE

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Aquellas famosas secularizaciones

Recuerdo la extrañeza y el escándalo que producía la noticia en los años sesenta e incluso en los setenta: “El cura de tal parroquia se ha salido y se ha casado”. Poco a poco la gente se fue acostumbrando. Los aires democráticos que se respiraban ya en nuestra patria ayudaron a asimilar estos sucesos y a encajarlos en la línea de los derechos humanos.


Hubo una gran variedad en las motivaciones de los sacerdotes que salían del clero: desde contraer matrimonio hasta una pérdida de fe en la Iglesia institución. Pero en la mayoría de los casos que conozco se realizó la secularización en un contexto de humanidad y comprensión por parte de obispos, y con gran dignidad por aquellos que solicitaban la dispensa.

El éxodo fue masivo entre los años 68 al 78. Encuestas previas pronosticaban que iban a salir el 1,5%. No era motivo de inquietud. Pero el asombro fue mayúsculo cuando se constató que el 16% había colgado la sotana; así en diez años, más de 7000 secularizaciones en España. Después, a lo largo de la década de los 80 había ya subido ya al 23%. Ya se hablaba que pasaban de 11000. Casi la cuarta parte del clero español se había secularizado. Y muchos de cuantos abandonaron es sacerdocio eran considerados como de lo más selecto del clero. No era escoria.

Nuestros obispos – que yo sepa – nunca han dado números en esta delicada materia. Alrededor de cien mil fueron los servidores del altar que se calculaba en el mundo que, durante la década de los noventa, habían dejado el ministerio.

La alarma cundió en tiempos de Paulo VI. Dicen que se arrepintió de haber abierto la puerta. Después Juan Pablo II dio el cerrojazo. A partir de su llegada fueron escasísimas las dispensas concedidas. Un vecino mío – hombre de fe y buenas costumbres – hubo de aguardar, casado ya por lo civil más de diez años, a que le llegara la dispensa solicitada. Acudía a Misa, pero no se acercaba a la Sagrada Comunión por ser irregular su situación canónica.

El principio en que parece que se apoyaba Juan Pablo II era éste: “Si Dios ha dado la vocación en un momento determinado, no la negará en lo sucesivo. Por consiguiente, nadie debe salir”. Y, claro, nadie salía por la puerta grande, todos por la gatera civil. Aquel pontífice carismático en algunas cosas – algunos le llaman “El Magno” – parecía no parar mientes en la psicología evolutiva de las personas, en la inmadurez psicosexual con que la casi totalidad nos ordenamos llegaban al altar, ni en la posibilidad de que alguien pudiera tener vocación para el sacerdocio, pero no para el celibato. ¡Nada! Había que acatar su principio. Todas estas sutilezas que menciono las juzgaba – al parecer – como sofismas de la vida espiritual.

Hoy se respira en el Vaticano otro clima más realista y más humano, pero el terreno de avanzada todavía está lejos del celibato opcional. Incluso la ordenación de los casados se encuentra en mantilla. Y las vocaciones siguen escaseando.

José María Lorenzo Amelibia
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