Salvador Rangel Mendoza, ¿Obispo criminal?



Editorial CCM / “Por pura necesidad…” Esas palabras resumen lo que el obispo de Chilpancingo-Chilapa, Mons. Salvador Rangel Mendoza, realizó en la semana santa al reunirse con delincuentes a fin de tomar acuerdos para pacificar y mantener, aunque sea por un período, una frágil tregua para el desarrollo del proceso electoral en el Estado de Guerrero.

Voces a favor y en contra se alzaron por la acción del prelado. Destacan aquéllas que, al interior de la Iglesia, han dado un espaldarazo al obispo; otras, y parece ser la mayoría, reprueban al religioso franciscano por la violación flagrante de la Constitución, la ley de asociaciones religiosas y culto público y de disposiciones penales por interpretaciones jurídicas forzadas y con el ánimo evidente de culpar, sumir en el silencio al prelado quien mete las manos donde la ley es tímido remedo de justicia para un Estado que parece fallido.

Guerrero sólo parece tener paz en el silencio de los sepulcros. Colocándose en los primeros lugares en la comisión de delitos a nivel nacional, sufre el derramamiento de sangre por una altísima incidencia de homicidios dolosos que lo ponen como un territorio bajo conflicto bélico. En 2015, el Wilson Center publicó un informe sobre las múltiples causas del Guerrero violento y cruel cuyo mayor paradigma son los 43 desaparecidos de Iguala. De acuerdo con el reporte aludido, el Estado registra 40 homicidios dolosos por cada cien mil habitantes; delitos como el secuestro y la extorsión son comunes y se presume que más del 95 por ciento no son denunciados por lo que prevalecen altos índices de corrupción e impunidad. En 65 de los 81 municipios opera alguno de los diez grupos delincuenciales ligados al narcotráfico además de células guerrilleras y de autodefensas. 2017 fue un año horrible cuando el Estado vio el asesinato de 20 políticos y tres desapariciones; en lo que va de 2018, cuatro dejaron de existir por acciones violentas. Este clima de incertidumbre empuja a algunos candidatos a renunciar a sus aspiraciones por miedo de perder la vida. Además, encabeza el primer lugar en crímenes cometidos contra agentes de evangelización de la Iglesia.

Mons. Rangel tiene un protagonismo muy delicado que pocos aceptarían en este caos social. Mientras algunos acusan desde la comodidad de la oficina y cobijados por el fuero, un pastor hace el trabajo que no corresponde a un ciudadano común. El peso moral de su ministerio contribuye a poner un grano de arena en el fincamiento de la paz. Se equivocan quienes le imputan complicidad, encubrimiento, amistad, pactos ilegales o asociaciones delictuosas. El obispo no se ha sentado a la mesa para lucrar con el dolor, tener ganancias ilícitas, pactar la destrucción de los demás o procurar deliberadamente el delito. Buscar a los hacedores del dolor no es ningún crimen. ¿Reunirse con ellos lo hace delincuente? Tampoco. Sin embargo, lo único de lo que se le puede señalar es abogar por un bien que parece ser la “mercancía” menos apreciada en estos tiempos violentos: El respeto a la vida de cualquier persona sin importar quien sea, sólo “por pura necesidad”, ante el vacío de autoridad mientras aquellos se desgarran las vestiduras.
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