Los Apóstoles, discípulos y amigos de Jesús



Hoy escribe Gonzalo del Cerro

Los apóstoles, coprotagonistas del Nuevo Testamento

El Nuevo Testamento está compuesto alrededor de la persona de Jesús de Nazaret, su nacimiento, su vida pública, su pasión, muerte y resurrección. Él es el protagonista de los relatos evangélicos y el núcleo de las enseñanzas de los autores de las epístolas canónicas. Un personaje que acabó convertido en el Mesías prometido y esperado. La reflexión sobre su personalidad superó todos los presupuestos. La realidad avanzó por encima de las esperanzas, la fe transformó los datos de la historia. El humilde carpintero de Nazaret quedó transformado en el Hijo de Dios, cuya categoría divina igualaba la del Dios del Sinaí.

La visión de Pablo de Tarso lo identificaba con el Yahvé, el Dios de nombre impronunciable e intraducible. La versión griega de los LXX ancianos tropezó con el obstáculo del nombre sagrado, las cuatro letras sagradas, nunca leídas aunque sustituidas por el eufemismo Adonay. Los traductores griegos, más fieles al Adonay que al Yahvé, interpretaron el misterioso tetragrámmaton (cuatro letras) con el término griego Kýrios (Señor), que la versión latina Vulgata tradujo a su vez como Dominus.

Ésa era la gran novedad del Nuevo Testamento. El Dios de la creación, el de los Patriarcas, el del Sinaí, el de los Profetas era el primer término de una ecuación cuyo segundo término era Jesús de Nazaret. Todo lo que los evangelios canónicos contaban de su poder y su sabiduría, de su autoridad y transcendencia, de su grandeza y majestad no era nada en comparación con la realidad de su categoría de Dios omnipotente. Como no tenía nada de sorprendente lo que los evangelios apócrifos narraban en términos hiperbólicos. En la literatura apócrifa encontramos lo que la piedad cristiana echaba de menos en los datos más bien escasos de la literatura canónica.

Jesús enseñaba como quien tiene autoridad, mandaba a los vientos, sometía a los demonios, dominaba las enfermedades, resucitaba a los muertos. Lo nunca visto ni imaginado. Pero es que nunca desde los días del Paraíso había Dios caminado al lado del hombre. El que bajaba a tomar el fresco de la tarde entre las delicias del Edén, ahora caminaba entre los hombres, ponía su tienda en el campamento de la humanidad, tomaba la naturaleza humana, adoptaba su lenguaje y sus debilidades, experimentaba nuestras penas y nuestras esperanzas. Deus tamen. Y sin embargo, era Dios, nacido en una eternidad sin tiempo en el seno del Padre.

Jesús de Nazaret, Dios de Dios, el protagonista de los hechos cristianos profesó de maestro, enseñó y creó escuela. Sus discípulos, enviados o apóstoles, comparten protagonismo con él en la historia de los orígenes del cristianismo. Los doce elegidos siguieron a Jesús, le acompañaron en sus correrías, fueron testigos de sus milagros, escucharon sus enseñanzas, sufrieron el desencanto de la pasión y el gozo de la resurrección. En la elección del que tenía que ocupar el vacío dejado por el traidor, Pedro dejó bien claro que debía ser alguien que hubiera formado parte del grupo de los doce y fuera testigo de la resurrección (Hch 1,21s). El mismo Pedro, desde el entusiasmo que le produjo la conversión del centurión Cornelio, proclamaba diciendo: “Somos testigos de todo lo que hizo en la región de los judíos y en Jerusalén” (Hch 10,39). Y enumeraba entre otras cosas la pasión de Jesús y su resurrección. Más todavía, el resucitado se manifestó, pero no a todo el pueblo sino a “los testigos elegidos por Dios, a nosotros, los que comimos y bebimos con él después de que resucitó de entre los muertos” (Hch 10,41).

De acuerdo con los textos, los apóstoles practicaron la compañía con Jesús, vivieron con él en la actitud de discípulos, es decir, la disciplina o disposición de aprender. Jesús, en efecto, era su maestro. Así lo reconocían los apóstoles cuando le llamaban “Maestro y Señor” (Jn 13,13). Pero lo primero era la convivencia. En el texto de la llamada según Marcos, Jesús eligió a los doce “para que estuvieran con él”. Después llegaría el momento de la misión, porque también los llamó “para enviarlos a predicar” (Mc 3,14s). Pero entre la llamada y la misión mediaba una vida de intimidad y compañía.

La vocación de los apóstoles insistía en el detalle de ir en pos de Jesús. Para ello, como en otro tiempo Abrahán, tenían que poner en práctica una salida. “Yahvé dijo a Abrahán: «Salte de tu tierra, de tu familia, de la casa de tu padre»” (Gén 12,1). Las escenas correspondientes destacan el gesto. Lucas lo resume diciendo que “lo dejaron todo” (Lc 5,11). Lo mismo decía Pedro para reclamar el justo reconocimiento: “Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido” (Mt 9,27).

Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
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