Simón Pedro en los Actus Vercellenses



Hoy escribe Gonzalo del Cerro

Pedro en los Actus Vercellenses (III)

Sigue el relato contando cómo Pedro confirmaba su autoridad con milagros y signos de que Dios estaba a su lado como aliado para los peligros que se avecinaban. Marcelo le ofreció su casa, “que es de todos” como lugar de reunión para los fieles y refugio para ancianos y viudas. Había previamente purificado todas sus estancias para que no quedara la menor señal de que por ella había pasado el Mago. Allí pronunció Pedro un largo discurso (HchPe 20), rico en contenido y en datos circunstanciales sobre las reuniones de los cristianos. El autor cuenta que Pedro entró cuando se acababa de leer el Evangelio. Enrolló el volumen y se dirigió a los presentes, como hiciera en semejante ocasión Jesús en la sinagoga de Nazaret (Lc 4,17).

Empezó su homilía aludiendo a la costumbre y manera de leer la Sagrada Escritura. Y continuó haciendo el comentario correspondiente, en el que no faltó el perfil básico de la historia de la salvación. Cuando la humanidad andaba errada, Dios tuvo misericordia y proyectó su redención haciéndose hombre. Se extendió en la descripción detallada de la transfiguración. El que era la “plenitud de toda majestad” comió y bebió con sus discípulos, él que “ni tenía hambre ni sed”. Desarrolla el tema de la polimorfía del Señor para destacar la idea de su carácter de incomprensible. Es decir, el Señor “es grande y pequeño, hermoso y feo, joven y viejo, visible e invisible”. A este Jesús, añade Pedro, lo tenemos como “puerta, luz, camino, pan, agua, vida, resurrección…” y así hasta 18 apelativos, que terminan con una afirmación solemne que sirve de explicación a lo dicho: Porque “él lo es todo”.

Sigue la narración de las ancianas ciegas cuyos ojos quedaron llenos de luz. Lo que ellas habían visto con su nueva luz abundaba en la idea de la polimorfía del Señor. Unas lo habían visto como un anciano, otras como un joven, otras en fin como a un niño. Pedro hizo la exégesis correcta del suceso: “Está claro que Dios es mayor que nuestros pensamientos” (HchPe 21,6). Es lo que hemos aprendido, resumía Pedro, del relato de las ancianas viudas.

El ambiente que describe luego el redactor de los HchPe 22, es de víspera de un gran acontecimiento. Marcelo tuvo una visión, en la que se le comunicaban detalles de la lucha (contentionem) que mantendría Simón con Pedro al día siguiente, que era sábado, en el Foro Julio. Cuando se despertó Marcelo, contó a Pedro la visión, que vino a confirmar sus esperanzas.

Llegó por fin el gran día. El espectáculo valía la pena como para que acudieran numerosos interesados en el tema, que pagaban una moneda de oro por cabeza. Concurrieron también senadores, prefectos y funcionarios. Los romanos eran amantes de los dioses (deorum amatores) y deseaban conocer quién era el Dios que ofrecía mayores garantías, el de Pedro o el de Simón. Los espectadores daban la sensación de conocer la doctrina de Simón. Era, por tanto, el turno de Pedro, y así se lo intimaron sin miramientos. Pero no tardó en presentarse Simón, que se puso al lado de Pedro con aspecto de turbación. El detalle es típico de la literatura de disputas, en las que se presenta al adversario como turbado como si ya temiera una segura derrota.

Y se inició el debate. Pedro habló primero como interpelado por las turbas. Recordó su encuentro con Simón en Samaría, donde el Mago quiso adquirir por dinero la facultad de hacer milagros y administrar el don del Espíritu Santo. Fue Pedro quien le hizo huir de Judea cuando descubrió las malas artes que empleaba para apoderarse de los bienes de Eubula. Presumía Simón de hacer las maravillas que tenían embaucados a muchos hombres sencillos. Pedro le pedía que las ejecutara ahora.

La respuesta de Simón no podía ser más directa y más airada. ¿Cómo se atrevía Pedro a hablar de Jesús Nazareno, carpintero e hijo de carpintero, como si fuera Dios? ¿Piensa acaso Pedro que los romanos son tan necios como para creer que Dios puede nacer o morir crucificado? Qui dominum habet non est Deus, “el que tiene Señor no es Dios”. La argumentación de Simón arrancó signos de aprobación de los oyentes (HchPe 23,7). La replica de Pedro insistió en los acostumbrados argumentos de la Escritura, tomados particularmente de Isaías (53,8; 53,2ss; 8,4; 7,13-14 LXX) y de otros profetas como Daniel (2,34; 7,13) o de autores menos conocidos como la Ascensión de Isaías (11,9.14). Su exposición teórica terminó en una interpelación directa y personal a Simón para que realizara los prodigios con los que había seducido a los romanos (HchPe 24,3).

Simón aceptó el reto con gran audacia (audacia sumpta). El prefecto que presidía el debate quiso demostrar su imparcialidad e intervino con hechos descarnados de consideraciones teóricas. Tomó a uno de sus esclavos favoritos y se lo ofreció a Simon diciéndole: “Hazlo morir”. Luego dijo a Pedro: “Y tú resucítalo”. Luego justificaba ante el pueblo su conducta: “A vosotros os corresponde ahora juzgar quién de ellos es más agradable a Dios, si el que mata lo el que vivifica”. Simón se acercó al oído del siervo, lo hizo callar y lo mató. Pedro acalló los murmullos de aprobación del pueblo ordenando al señor del difunto que lo tomara de la mano porque Dios lo resucitaría, como realmente ocurrió. La multitud prorrumpió en un grito común: “Sólo hay un Dios, sólo uno, el Dios de Pedro”.

La escena de la resurrección del siervo del prefecto fue interrumpida por los gritos de una viuda de las que recibían el sustento en la casa de Marcelo. La ocasión no podía ser más oportuna. Pedro le devolvió la vida utilizando las palabras de Cristo: Joven, levántate y anda” (Lc 5,23s; 7,14). La noticia de esta resurrección voló por la ciudad y llegó a oídos de la madre de un senador, que acababa de fallecer. Abordó a Pedro, quien le exigió la fe que Jesús pedía antes de realizar ciertos milagros. “Creo, Pedro, creo”, decía la madre. El pueblo entero intimaba a Pedro que cumpliera el ruego de la madre del difunto, cuyo nombre era Nicóstrato. El nombre del difunto aparece en el capítulo 30,2 como Estratónico, que es curiosamente la versión inversa de Nicóstrato. El acontecimiento se convirtió en un espectáculo lleno de clamor. Pedro ordenó que le llevaran al difunto. Con el cadáver llegó un grupo numeroso de senadores y matronas que deseaban ver las maravillas de Dios.

Había llegado la hora de la verdad. Pedro aprovechó la ocasión para exigir un juicio justo: El que de los dos contendientes sea capaz de resucitar a Nicóstrato es el que cree en el Dios verdadero. Los presentes aceptaron la proposición, mientras Simón guardaba un cauto silencio. Pero al verse contemplado por el pueblo, afrontó la situación preguntando a los asistentes: “Si veis que resucito al muerto, ¿expulsaréis a Pedro de la ciudad?” Si eso ocurría, Pedro sería pasto de las llamas.

Simón inició la maniobra, se acercó a la cabeza del difunto, se inclinó tres veces. El muerto levantaba la cabeza, abría los ojos y se inclinaba ligeramente hacia Simón. La gente empezó a recoger leña para quemar a Pedro. La insensatez de los romanos era irritante. Pedro expresó su sorpresa al ver que los presentes creían que había resucitado en base a unos aparentes movimientos. La realidad exigía mejores argumentos, decía Pedro: Que hable, que se levante, desate sus vendas, llame a su madre, y os haga señales con la mano. Que Simón se retire del difunto y cesarán sus movimientos y quedará tan muerto como cuando llegó. Y así sucedió.

El prefecto golpeó a Simón con sus manos y el pueblo comenzó a pedir que fuera quemado Simón por sus engaños. Pero Pedro se opuso a tal reacción recordando la frase bíblica de que no debemos devolver mal por mal. Más aún, amenazaba con no resucitar al difunto si se infería algún mal a Simón. Lo resucitaría con algunas condiciones, como la de devolver la libertad a los siervos a los que la madre del senador había manumitido en honor de su hijo. Aceptadas estas exigencias por parte de la madre, Pedro resucitó al joven con una sola palabra: ¡Surge! (“Levántate”). De acuerdo con las exigencias de Pedro para poder proclamar la resurrección de una persona, Nicóstrato se levantó, recogió sus vestidos, se sentó, soltó sus vendas, pidió otra vestimenta, bajó del lecho y contó a Pedro lo que había visto. El mismo Señor se dirigía a Pedro señalando al joven: “Tráemelo acá, porque es mío”. Luego, Pedro se reafirmaba en sus criterios: “Así resucitan los muertos, así es como hablan, así caminan” (HchPe 28,17).

El texto de los HchPe continúa la narración hablando de los milagros realizados por Pedro y de la generosidad de Nicóstrato y de su madre. La casa de Marcelo era el lugar donde se reunían los cristianos para practicar sus obras de caridad.

(El cuadro es el Simón Mago de Filippo Lippi: 1547-1504)

Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
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