Fundamentos básicos de la teología paulina (I) (109-02 )

Hoy escribe Antonio Piñero


Dijimos en nuestra postal del 25/07/09 que para las postales siguientes nos aguardaba la tarea de hacer una síntesis de la teología paulina, y de compararla a su vez con la síntesis ya hecha del judeocristianismo. Y todo con la finalidad de observar más tarde dentro de qué campo podría insertarse la teología del Evangelio de Marcos. Para esta nueva síntesis asumo y acomodo material tanto de la Guía para entender el Nuevo Testamento, Trotta, Madrid, 3ª ed. 2008, capítulo “Pablo de Tarso”, 266-302, como del libro colectivo, editado por mí, Biblia y helenismo, capítulo “El cristianismo en la religiosidad de su tiempo”, en especial la sección dedicada a Pablo (“La religión de Pablo de Tarso), pp. 494-519, Edit. El Almendro, Córdoba, 2006.

No deseo sólo aprovechar lo que ya tengo elaborado, sino también el pensamiento de otros, como es natural. Ahora bien, la bibliografía sobre Pablo es imposible de dominar, así que es imposible citar ni lo imprescindible. Fundamentalmente pienso añadir ideas de algunos libros, que o bien he retomado de tiempos anteriores o leídos más recientemente.

Los señalo:

Pablo. El apóstol de los paganos, de Jürgen Becker, Sigueme, Salamanca, 2007; Senén Vidal, Pablo de Tarso a Roma, Sal Terrae, Santander, 2008; Jerome Murphy-O’Connor, “Pablo, su historia”, Editorial San Pablo, Madrid, 22008; Günter Bornkmann, Pablo de Tarso, Sígueme, Salamanca, 1979, y dos libros de Hyam Maccoby, The mythmaker. Paul and the Invention of Christianity, Edit. HarperSanFrancisco, 1987, y Paul and Hellenism, SCM Press, Londres, 1991.


Como se ve, los escritos llamémosle confesionales son la mayoría. No deseo bajo ningún concepto que se me pueda tildar de sesgado, pues leo de unos y de otros… sobre todo de los confesionales.

Y vayamos al núcleo directamente: el tema absolutamente básico de la teología paulina puede resumirse en una frase: el descenso al mundo, en la plenitud de los tiempos y según un plan divino predeterminado, del Salvador. La salvación del ser humano viene de arriba, de los cielos, pues la acción humana no es en absoluto eficaz para restablecer la amistad con la divinidad rota por el pecado.

Cuando desciende el salvador divino sobre la tierra, no anda observando quién merece ser salvado y quién no . Esto no puede ser así porque significaría por parte de Dios una actitud incomprensible en el creadro, pero sobre todo supondría adscribir a la acción humana algún tipo de eficacia salvadora. Y no es así porque ello supondría igualmente que el hombre merecería ser salvado por sí mismo.

Así pues, en principio, ningún ser humano está excluido de la salvación. Lo que Dios pide al hombre para rescatarlo del poder separador y aniquilante del pecado es que acepte de corazón que es salvado por Él mismo, por Dios. Esta aceptación sólo puede realizarse por un acto de fe en la acción divina: la fe supone admitir el plan divino. Quien lo acepte será salvo, pues instantáneamente se hará participante de los efectos beneficiosos de los actos de salvación del redentor divino descendido a la tierra.

Ahora bien, en contra aparentemente de lo dicho, este acto de fe supone una participación del ser humano en el acto de salvación. Pero ¿es en el fondo verdad esta suposición de una cierta eficacia de la acción humana en la salvación? No; de ningún modo, porque ese acto de fe es ayudado por la gracia divina que concede gratis y por amor el primer impulso para hacer ese acto de fe.

El descenso del Salvador implica que hay dos ámbitos en el universo: el mundo de arriba y el de abajo. El del cielo, divino, espiritual, el reino de la luz, del que procede la salvación; y el de abajo, material o carnal, el reino de las tinieblas, controlado por el Príncipe de este mundo; pero un ámbito que necesita y puede ser salvo.

Este dibujo del plan de la salvación podría expresarse siglos más tarde como una explicitación de verdades básicas que se plamarán en algunos artículos del Credo proclamado por los concilios de Nicea y I de Constantinopla (símbolo niceno-constantinopolitano). Este compendio de la fe cristiana, que contiene unos 29 versículos, tiene al principio dos artículos principales:

· El primero profesa creer en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra.

· El segundo afirma que Jesús es el “cristo” o mesías, hijo real, óntico, de Dios y salvador de la humanidad. Esta salvación se concreta, tras el paso del hombre por la tierra, en la resurrección de los muertos y la vida en el mundo futuro.

La concepción del mundo arriba/abajo, Dios y su Hijo, el envío de este al mundo y la posibilidad de la revelación se enmarca en una concepción del universo y de la posición de la tierra y del cielo en él, que –en lo que a nosotros nos afecta- tiene sus orígenes remotos en Mesopotamia, pero que estaba plenamente vigente entre el pueblo en general tanto en el Israel del siglo I como en el mundo grecorromano del Mediterráneo oriental.

El mundo antiguo que nos concierne consideraba el universo como dividido en tres grandes zonas: el cielo, la tierra, plana, cuya parte seca está rodeada por las aguas (unos pensaban que era el río “Océano”), y un ámbito inferior, subterráneo y obscuro.

El cielo a su vez, constaba de distintas esferas, normalmente siete, que forman un casquete –imagínese la mitad de una naranja vacía dividida imaginariamente en secciones- que se acopla sobre la tierra, y en cuya cúspide está la divinidad. El cielo está lleno de aire y no es propiamente tangible.

La tierra se imagina como una superficie plana, generalmente cuadrada, seca, que puede tener sus raíces de sustento en una zona inferior, también tangible. La tierra es el centro del universo y sobre ella giran tanto el sol, la luna y el ámbito de las “estrellas fijas” que van dando la vuelta compactamente en el cielo (la bóveda celeste que gira). Los planetas giran un tanto por su cuenta.

El infierno está en la parte más baja de esta zona inferior, a donde no alcanzan las raíces de la tierra. Su entrada se halla en la extrema lejanía, en el occidente, allí donde acaban las aguas. Debajo de él no hay nada.

Este universo es pequeño, “manejable” diríamos y concebible con cierta facilidad. Hay una cierta posibilidad de comunicación entre el cielo y la tierra. Algunos privilegiados por la divinidad pueden gozar de visiones o de raptos del alma y sentir que pueden ir ascendiendo por los siete cielos, hasta llegar a donde Dios quiera y contemplar los “misterios” que Éste desee. Algunos se acercan a la morada divina…, normalmente sin llegar a verla directamente nunca.

Del mismo modo, para los judíos, la divinidad contempla la única tierra habitada en ese "pequeño" universo, con cariño, pues es su creador y en ella habitan los humanos, que son sus criaturas. En tiempos de Jesús se concebía que la divinidad se mantenía relativamente distante, trascendente, en la cúspide del cielo más alejado. Pero los ángeles hacen función de mensajeros entre lo de arriba y abajo. Por medio de ellos, o por cualquier otro emisario Dios interviene en la historia humana.

Para los griegos, no hay problema en que la divinidad tenga hijos "naturales", nacidos algunos de ellos por la unión de un dios y una mortal –normalmente, más raro al revés-. En el ámbito judío de la época de Jesús y Pablo esta posibilidad ni se contempla. Dios es totalmente único y no tiene hijo “directo” alguno. Pero si se mezclan distintas mentalidades, las paganas y la judía, en este universo tan pequeño y manejable, podría caber el envío por parte de la divinidad de un Hijo suyo. Es ésta una posibilidad abierta y sencilla, hasta cierto punto, y que de hecho se dio.

Se comprende perfectamente, pues, que en esta concepción del mundo la revelación de Dios a los mortales, etc., su preocupación por ellos (en la mentalidad judía), etc., el envío de mensajeros, la comunicación reveladora en suma es perfectamente posible. No se discute ni se plantea la imposibilidad de la revelación.

Esta mentalidad puede adscribirse al Jesús histórico con las debidas cautelas, y desde luego a Pablo de Tarso, ciudadano de dos culturas, la judía y la griega, dentro del Mediterráneo oriental. Tener en cuenta este trasfondo -que hemos delineado muy someramente- es fundamental para entender el núcleo de la teología paulina que se centra en la salvación del hombre, y en concreto del “verdadero” miembro de la alianza que Dios hizo con la humanidad (Noé) y sobre todo y específicamente con una parte de ella (Abrahán y su descendencia).

Seguiremos. Saludos cordiales de Antonio Piñero.
www.antoniopinero.com

………….……………

En el otro blog, “Cristianismo e Historia”, el tema de hoy es

“El mesías guerrero en los Manuscritos del Mar Muerto”

Manera de llegar a esta comunicación:

Pinchando en la página presente, arriba a la izquierda, donde hay un par de contactos, enlaces o “links”. Uno de ellos es “Cristianismo e Historia”


....................................

Magíster de "Ciencias de las Religiones"

Universidad PABLO DE OLAVIDE , Sevilla

Véase postal de 26-06-2009

Enlace de Internet para obtener más información:

http://www.upo.es/historia_antigua/master_religiones/index.jsp

Saludos de nuevo.
Volver arriba