“Kafka y el Holocausto”. Una impostura intelectual

Hoy escribe Fernando Bermejo

Franz Kafka es uno de esos iconos culturales sobre los cuales cualquiera se cree autorizado a tener una opinión, y no pocos, incluso, a ponerla por escrito. Entre estos, son numerosos quienes pretenden interpretar a Kafka en clave religiosa, tal vez suponiendo que lo que para ellos es oscuro sólo mediante lo más oscuro puede ser abordado. Uno de los últimos libros de este cariz publicados en España es el del profesor de Teoría Literaria de la Universidad de Navarra Álvaro de la Rica, Kafka y el Holocausto (Trotta, Madrid, 2009). Dado que un análisis más minucioso de los problemas filológicos, argumentativos y de documentación en que incurre el autor aparecerá en una publicación especializada, me limito aquí a algunos comentarios, centrados en sus referencias al cristianismo y el judaísmo.

Hay que comenzar diciendo que la tesis central de este libro –ya aludida en el propio título, que yuxtapone anacrónicamente dos magnitudes (Kafka, fallecido en 1924, y la Shoah)– es un completo despropósito. De la Rica afirma (pp. 73-74) que es un hecho “aceptado por todos” el de que nadie retrató el sistema político nazi como Kafka lo hiciera anticipándolo en dos décadas. Esto, sin embargo –aunque otros lo hayan afirmado anteriormente– es doblemente falso, pues ni Kafka retrató el régimen nazi ni tal afirmación es aceptada por unanimidad (no todos comulgamos con ruedas de molino). El escritor reflejó situaciones en las que la injusticia y la inoculación de la culpa en algunos seres humanos por las esferas del poder son evidentes (como algunos especialistas particularmente lúcidos, como v. gr. Ulf Abraham, Der verhörte Held. Verhöre, Urteile und die Rede von Recht und Schuld im Werk Franz Kafkas, 1985 –que De la Rica ignora– han demostrado), pero eso sólo indica que el praguense revela algo universal, no el hecho particular de la Shoah. ¿O es que Kafka se refiere a campos de concentración, a esvásticas, a cámaras de gas o a millones de muertos en sus obras? Por supuesto que no.

Es porque habla de los procesos victimarios con lucidez por lo que Kafka puede hacer pensar en el Holocausto… ¡pero al igual que puede evocar muchas otras situaciones persecutorias! El Holocausto tiene algo de único, pero los procesos de victimización, persecución y destrucción que en él se llevaron a cabo son esencialmente los mismos que se han producido a lo largo de la historia humana. Afirmar otra cosa es una completa insensatez y una irresponsabilidad intelectual. De aquí se sigue que todo el discurso referente al “testimonio profético” (p. 74; cf. p. 47: “Kafka fijó en su obra algunas de las figuras del exterminio antes de que sucediera”) y al sentido “apocalíptico” y “escatológico” de la obra de Kafka, con el que De la Rica inunda sus páginas, es pura cháchara carente de fundamento textual y lógico.

Más mistificador, si cabe, es el siguiente párrafo: “Se trata sin duda de un hecho extraordinario que desafía nuestra capacidad de comprensión racional de los fenómenos. ¿Cómo fue posible que lo intuyera de antemano, y que fuese hasta ese punto capaz de retratar dicha experiencia histórica como lo habría hecho un testigo presencial, e incluso que lo haga con mayor exactitud y precisión…?” (p. 74). Es decir: el autor, primeramente, inventa un hecho –que Kafka predijo el Holocausto–, y luego lo convierte en un misterio irresoluble (véase también: “la realidad del nazismo [no sólo] estuvo regida por fuerzas que se situaban más allá de la condición humana”: p. 84). Pero, si no se da el hecho, a fortiori no existe el misterio. Y excogitar misterios donde no los hay es una irresponsabilidad indigna de un intelectual que se precie.

Ya esto muestra que De la Rica comparte los más manidos clichés sobre Kafka: el autor abunda en la interminable cantinela sobre el “absurdo” y “los corredores del sinsentido y de la nada” (p. 40), “la densidad del misterio que encierra su obra” y el “mundo surrealista que pertenece más bien al sueño que a la vigilia” (p. 48). Estas afirmaciones son comprensibles en estudiantes de secundaria, pero para la crítica seria resultan ridículas. El problema es que el autor, aunque dice reconocer la importancia de los comentaristas de Kafka, tiene una noción asombrosamente limitada de lo que significa “leer con otros” (p. 17), pues desconoce enteramente la crítica especializada (francesa, inglesa ¡y en especial la alemana!), y de hecho jamás cita ni un solo artículo ni las monografías existentes sobre las escasas obras de Kafka a las que se refiere (aunque, dicho sea de paso, sí tiene espacio para citar a ¡J. Ratzinger!: p. 54). La pretensión de decir algo relevante en tales circunstancias resulta, por decirlo suavemente, pintoresca.

De la Rica comienza su libro con una síntesis del relato En la colonia penitenciaria, al que luego dedica no pocas páginas (25-27; 47-55), centrándose sobre el intertexto evangélico, es decir, en los paralelismos del texto de Kafka con pasajes de los evangelios canónicos cristianos. Aunque no podemos analizar aquí esto en detalle, sí hay que decir: 1) que el registro de la presencia del intertexto evangélico en esa obra –y en otras de Kafka (algo que De la Rica omite)– es algo bien conocido por la crítica; 2) que la enumeración de los paralelismos es confusa y confundente, en la medida en que De la Rica no aclara cuáles son sus referentes ni su sentido; v. gr., el lavatorio de manos del oficial-juez recordaría a Pilatos, pero la cita de la “hora sexta” –que recuerda a Jesús-víctima– se refiere al oficial como víctima (no como juez); el condenado cae de rodillas ante el viajero, por lo que si su acto –como afirma De la Rica– puede considerarse un “acto de adoración”, obligaría a considerar al viajero una suerte de Jesús (?); 3) De la Rica presenta como datos textuales objetivos elementos que no parecen ser sino interpretaciones subjetivas de uno de los personajes del relato, francamente poco fiable (el oficial). Por ejemplo, el oficial habla de la “transfiguración” que tiene lugar en el rostro de los condenados, pero en la única ejecución que presencia el viajero tal “transfiguración” no se produce en absoluto; algo parecido pasa con la presunta inscripción de la sentencia (p. 50) en el cuerpo del condenado, que el oficial postula pero que el viajero es incapaz de desentrañar (uno se pregunta dónde queda el presunto paralelismo con el titulus crucis); 4) De la Rica no demuestra que sean verdaderos paralelos, ni que tengan un sentido unitario; por ejemplo, habla de “la coincidencia que supone que la ejecución y muerte del oficial sean una autoinmolación, como lo es la de Cristo según la lógica de los relatos evangélicos” (p, 49), pero si en la lógica teológica, Jesús se sacrifica por la salvación de otros, ¿por quién se sacrificaría el oficial? ¿Es el oficial –defensor ferviente de un orden penal claramente injusto e inhumano– una imagen de Jesús, o es más bien su parodia? En realidad, De la Rica afirma que “semejante acumulación hace imposible no considerar significativo el paralelismo (acaso inverso)” (p. 49), pero es tan incapaz de determinar en qué medida tal paralelismo resulta significativo como de decidir si el paralelismo es directo o inverso. No obstante, ello no le impide afirmar “el paralelismo profundo del relato de Kafka con la narración joánica”, y que es sobre “el esquema y detalles” de “la Pasión del Gólgota” como “se teje la narración kafkiana” (p. 55; cf. p. 75). Afirmaciones todas ellas tan altisonantes como indemostradas.

Llama la atención asimismo la vaguedad de la información que De la Rica parece tener sobre el impacto en Kafka de los presuntos “asesinatos rituales” (pp. 47-48; él omite “presuntos”) y sobre el antisemitismo en la Bohemia de su tiempo. Sobre lo primero, no menciona ni el hecho de que Kafka leyó en 1916 la tragedia de Arnold Zweig “Ritualmord in Ungarn”, basado en el proceso de Tisza-Eszlár, ni que informó de ello a Felice Bauer en términos conmovidos, ni que él mismo compuso una narración en torno al proceso por asesinato ritual de Mendel Beiliss (destruida en 1923 por Dora Diamant).

Sobre lo segundo, De la Rica afirma por un lado que en el momento en que Kafka crece y escribe, “no se produjeron hechos violentos generalizados contra los judíos” y que “en el caso concreto de Praga […] las diferencias no eran vividas […] de un modo hostil”, pero, al mismo tiempo, afirma que “lo cierto es que la sombra del antisemitismo alemán y eslavo se proyectaba por doquier” (p. 64). ¿En qué quedamos? El autor no menciona los disturbios antisemitas en Bohemia en 1897, ni el clima antisemita que testimonia por ejemplo desde 1907 la revista sionista “Selbstwehr” (que Kafka leía) o los sucesos de noviembre de 1920, cuando las masas irrumpieron en el ayuntamiento judío de Praga, destruyeron el archivo, pisotearon por las calles los rollos de la Torá (acontecimientos de los que Kafka informó a Milena Jesenská); tampoco se menciona que en esa última época crítica unos 4000 judíos checos hubieron de emigrar a Palestina, etc. Si De la Rica conociera la obra de Christoph Stölzl, Kafkas böses Böhmen. Zur Sozialgeschichte eines Prager Juden (1975), o la que es quizás la mejor biografía de Kafka (de P. A. Alt, Der ewige Sohn) otro gallo le cantaría.

Con referencia al célebre relato “Ante la Ley”, De la Rica se pone a disertar sobre el judaísmo (v.gr. pp. 101ss), aunque no queda claro qué interés real poseen tales disquisiciones para la comprensión de los textos de Kafka (el autor se limita a observar que el problema de la interpretación de la Torá es algo “a lo que la leyenda kafkiana podría apuntar”: p. 102; pero la demostración brilla por su ausencia). Por lo demás, el discurso del autor delata en ocasiones una comprensión mítica y obsoleta del judaísmo (“el pueblo judío había promovido desde hacía cuarenta siglos [sic] una familiaridad con la materia escrita como vehículo de cohesión cultural”: p. 64), así como ciertos rancios prejuicios teológicos antijudíos (véase: “el fin del culto antiguo, el culto del Templo, de un culto externo, lejano, que esconde en su majestuosidad su propia imperfección”, y que el autor contrapone al culto eucarístico cristiano: p. 54).

Por si esto fuera poco, encontramos la confusión de términos básicos del judaísmo. En la traducción ofrecida de una carta sobre Kafka de Benjamin a Scholem hallamos esta frase, referida a las parábolas del praguense: “No se someten simplemente a la doctrina, tal como la haggadáh se somete a la haskaláh” (p. 108). Esto es sorprendente, pues “haskaláh” es el equivalente judío de “Ilustración”, y lo que uno espera, en todo caso, es que la frase diga que la haggadah se somete a la halaká, es decir, que la interpretación se someta al elemento legal. En efecto, si uno consulta el original del texto de Benjamin, encuentra no “haskalá”, sino “halaká” (Halacha). Esto no se debe a una confusión momentánea, pues en la p. 109 (y p. 135) el autor confunde de nuevo los términos “Haskalá” y “Halaká”.

También llama la atención la falta de rigor y paráfrasis en las traducciones de citas evangélicas, por ejemplo las de la p. 103. Así, por ejemplo, la cita de Mt 23, 13 tiene “ni dejáis entrar a los que entrarían, impidiéndoles que crean en mí”, pero la última frase no se halla en el texto de Mateo. Según su cita de Lc 11, 52 los legistas se reservan “la llave de la ciencia de la salud”, mientras que el original habla simplemente de una llave del conocimiento (tēs gnōseōs). Su traducción de Jn 9, 39 se refiere a aquellos que “ven o presumen de ver, para que queden ciegos”. Sin embargo, en el texto evangélico (kaì oi blépontes tyfloì génontai) no hay ninguna referencia a presunción alguna. En una sección dedicada a la intertextualidad, tal imprecisión en las traducciones resulta francamente preocupante.

Ahorramos a los lectores los errores que De la Rica comete en las páginas dedicadas a La transformación (por cierto, así sería mejor traducir Die Verwandlung, y no La metamorfosis). En lugar de atenerse al texto que comenta –y que en ocasiones literalmente inventa (como cuando atribuye a la madre de Gregor frases terribles pronunciadas en realidad por Grete Samsa: p. 119)–, De la Rica prefiere sacar a colación de forma totalmente arbitraria la imagen del gusano, de las mariposas y las larvas (pp. 123-128), ninguna de las cuales se halla en el texto de Kafka, pero que a él le sirven como pretexto para disertar sobre las cosas más variadas, desde los Salmos y Teresa de Jesús a las pinturas (“crucifijos larva”) de William Congdon. ¡Olé!

Aunque la responsabilidad de los numerosos errores y deficiencias que este libro contiene es obviamente ante todo de su autor, en realidad no es únicamente suya. En efecto, Kafka y el Holocausto es un ejemplo más de un tipo de literatura muy habitual sobre Kafka que la industria cultural –casi todos los escritores y colegas, editores, etc.– admite y fomenta: un tipo de literatura en el que un icono cultural sirve como pretexto para lucubrar alegremente sin ningún tipo de control hermenéutico (mientras al mismo tiempo, por supuesto, se vende el producto como relevante para la comprensión de tal icono). En realidad, la utilidad de tales obras para iluminar al autor abordado –y la realidad sobre la que ese autor ha escrito– es prácticamente nula.

Ignoramos por qué Claudio Magris ha prologado un libro como éste, aunque sin duda no habrá en ello nada misterioso. En realidad, al igual que al autor al que justifica, a Magris no le importa repetir los más manidos y desorientadores clichés (la obra del “enigmático” Kafka es “insondable”) ya desde la primera línea de su prólogo. Ya en 2002, Gerhard Rieck (Franz Kafka und die Literaturwissenschaft) denunció inapelablemente la trivialidad de tales precomprensiones, pero pedir rigor allí donde se constata que la cháchara y la impostura sigue siendo vendible es, sin duda, clamar en el desierto.

Saludos cordiales de Fernando Bermejo
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