Andrés de Betsaida en la literatura apócrifa



Hoy escribe Gonzalo del Cerro

Andrés en el resumen de Gregorio de Tours (IV)

El capítulo quinto (c. 5) promete en su epígrafe que va a tratar de Gratino, de su hijo y de su esposa. Los sucesos ocurrían en Sinope, en las riberas meridionales del Mar Negro. El joven hijo de Gratino acudía a bañarse a las termas de las mujeres, donde un demonio lo atormentaba cruelmente. El atribulado padre, preocupado no sólo por la situación de su hijo sino por unas inoportunas fiebres, rogó al procónsul que avisara a Andrés para que aportara solución a sus aporías.

Su intimación al espíritu inmundo fue tajante: Discede (”Apártate”). El demonio desapareció de la vida del hijo. Luego, se dirigió al padre echándole en cara su trato con una prostituta. Su curación sucedió cuando Gratino prometió arrepentimiento y enmienda. La mujer, enferma de hidropesía, vivía también una conducta de promiscuidad y libertinaje. La palabra de Andrés, unida a la nueva disposición de la mujer, produjo el milagro, al que siguió la consabida secuencia de acontecimientos, -instrucción, conversión y bautismo- enriquecida ahora con la fracción del pan. Los esposos quisieron compensar al Apóstol por sus beneficios. Pero, como en otros casos similares, Andrés rechazó los regalos y las dadivas y recomendño a los esposos que entregaran todo a los necesitados. Era también un aspecto importante de la conducta recomendada por Jesús en el discurso de la misión según el texto de Mt 10,8: dōreán elábete, dōreán dóte (“Gratis habéis recibido, dad gratis”).

Un nuevo capítulo (c. 6) refiere el caso de los siete demonios que infestaban la ciudad de Nicea. Su comportamiento recuerda el de los endemoniados del relato evangélico (Mt 8,28ss paral.). Es decir, presentaban una actitud agresiva contra los transeúntes. Los habitantes del país pidieron ayuda al apóstol Andrés, que la condicionó a su fe en la Trinidad y en la unidad de Dios. “Creeremos cuanto nos prediques y cumpliremos tus órdenes. Pero solamente líbranos de esta tentación”. Los demonios expulsados, se convirtieron en perros a quienes Andrés envió a morar “en lugares áridos y estériles”. Siguió la conversión, el bautismo y la consagración del obispo Calesto, discípulo del Apóstol.

No acaba aquí la historia de los siete demonios. El capítulo siguiente (c. 7) “sobre la resurrección de un muerto” abunda en los detalles habituales de otras resurrecciones: joven transportado en el féretro, padres atribulados, lamentos, encuentro con el Apóstol. Los padres del difunto no tenían fuerzas ni humor para responder a la requisitoria de Andrés. Lo hicieron los criados que portaban al difunto. Contaron que cuando el joven se encontraba solo en su habitación entraron siete perros que lo atacaron y dieron muerte. Andrés supo que eran los siete demonios que él había expulsado de Nicea.

Siguieron súplicas y oraciones que culminaron en la orden suprema: “En el nombre de Jesucristo, levántate”. Los presentes exclamaron entusiasmados: “Grande es el Dios Cristo”. Andrés no quiso aceptar los dones que los padres del joven le ofrecían. El don que sí aceptó fue la ofrenda de la persona del resucitado que pasó al servicio del Apóstol y al ministerio de la evangelización.

Una de las pruebas decisivas del poder de Dios es su dominio sobre todo el universo, cielos, tierra y mar. El relato de Gregorio de Tours da testimonio fehaciente en el capítulo 8 (c. 8) de su resumen. El “Dios que hizo los cielos y la tierra”, el rey de la creación está por encima de todas las leyes y fuerzas de la naturaleza. Por lo demás, los escritos cristianos, canónicos y apócrifos, suelen recoger relatos de navegación en los que las tempestades son causa y pretexto para la demostración de la omnipotencia divina. Los evangelios cuentan de una travesía del mar de Tiberíades, que se vio alterada por una de las frecuentes tempestades que suelen turbar la paz de sus aguas. Los apóstoles, pasajeros del barco, estaban más que apurados mientras Jesús dormía. Despertado de manera poco respetuosa, Jesús ordenó al mar y a los vientos y se “hizo una gran tranquilidad”: Mt 8,26 paral. (galénē megálē). El texto de Gregorio emplea la misma palabras de los evangelistas en la versión de la Vulgata, tranquillitas. Aunque el escenario era mucho más amplio y peligroso que el lago de Galilea. El barco de Andrés enfilaba los estrechos de los Dardanelos camino de Bizancio.

Durante el viaje de Pablo a Roma, el mar devino imposible y puso en peligro el barco y los pasajeros. Fue la plegaria de Pablo la que resolvió el problema no sin grandes apuros, temores y recelos (Hch 27,14-43). Casi podemos hablar del tópico de la tempestad, que subraya las dificultades inherentes a las tareas de la evangelización, pero que es motivo para una manifestación del poder divino y un argumento a favor de los evangelizadores.

Los Hechos de Juan, escritos (presuntamente) por su discípulo Prócoro, narran el viaje emprendido por ambos a través del mar, que acabó en tempestad y naufragio. Pero Dios, que cuida de sus criaturas como el pastor que protege a sus ovejas, oyó la plegaria de Juan y salvó a los pasajeros de una nave que acabó “deshecha en pedazos” (HchJnPr 1,5-6).

Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
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