Andrés de Betsaida en la literatura apócrifa



Hoy escribe Gonzalo del Cerro

Andrés en el resumen de Gregorio de Tours (VII)

El capítulo 18, el más largo de todos los del resumen de Gregorio, lleva también el epígrafe más prolijo de todos: “Sobre el procónsul Virino, sobre su hijo y el soldado resucitado”. El relato se extiende en variados detalles, que comienzan por la acusación de un “enemigo de la predicación apostólica”, quien se presentó al procónsul para denunciar a Andrés. A los ojos del denunciante, Andrés era un hombre inicuo que recomendaba destruir los templos de los dioses, rechazar las ceremonias de su culto y suprimir todos los mandamientos de sus leyes. Predicaba que se debía venerar a un solo Dios, del que se confesaba fiel servidor.

El monoteísmo y la consiguiente monolatría de los cristianos iban directamente contra el confeso y profeso politeísmo de la sociedad romana. El procónsul no podía hacer oídos sordos a tan graves acusaciones con implicaciones políticas. Envió soldados de infantería y de caballería para que trajeran al osado predicador ante su presencia. Llegaron a la casa donde se encontraba Andrés enseñando. Pero los enviados, al ver que su rostro brillaba con un resplandor excesivo, quedaron llenos de terror y cayeron a tierra. El apóstol contaba a los oyentes lo que habían anunciado al procónsul sobre su persona. Entonces los ciudadanos de a pie tomaron espadas y bastones con intención de matar a los soldados. Una vez más se lo impidió el santo apóstol, que disponía de otras armas más rotundas y eficaces.

Cuando el procónsul se enteró de lo sucedido, “bramó como un león” y envió a otros veinte soldados. El resultado de esta segunda misión fue el mismo, lo que indignó al procónsul sobremanera. Mandó entonces a una multitud de soldados con la orden de llevar prisionero a Andrés, quien se enfrentó a ellos preguntando: “¿Habéis venido por mí?”. Ellos contestaron: ”En efecto, si es que tú eres el mago que predicas que no se dé culto a los dioses”. Andrés les dijo: “Yo no soy mago, sino apóstol de mi Dios Jesucristo, a quien predico”. Durante este debate, uno de los soldados, poseído de un demonio, desenvainó la espada y dijo a gritos: “¿Qué tengo que ver yo contigo, procónsul Virino, como para que me envíes a un hombre que puede no solamente arrojarme de este cuerpo, sino abrasarme con sus poderes? Ya podías venir a su encuentro y no hacer nada contra él”. Dicho esto, el demonio salió del soldado, que cayó a tierra y murió.

El procónsul llegó lleno de furor y se puso al lado de Andrés, pero no podía verlo. El apóstol abordó al procónsul: “Yo soy a quien buscas”. Y le abrió los ojos para que lo reconociera. Virino dio rienda suelta a su indignación: “¿Qué significa esta locura, pues desprecias mis órdenes y sometes a mis soldados a tu dominio? Está claro que eres un mago y un malhechor. Te voy a arrojar ahora a las fieras por haber despreciado a los dioses y a mí mismo, y verás entonces si te puede salvar ese crucificado del que predicas”. El apóstol respondió: “Es preciso que creas en el Dios verdadero y en Jesucristo, su hijo y enviado, sobre todo cuando veas que ha muerto uno de tus soldados”. Oró, en efecto, y resucitó al soldado, que se levantó en sus cabales y sano.

El pueblo empezó a clamar: “¡Gloria a nuestro Dios!”. Mientras tanto el procónsul gritaba que no creyeran a aquel mago. “No es un mago, decía el pueblo, sino que su doctrina es verdadera”. Virino se refugió en su autoridad: “Entregaré a este hombre a las fieras, y de vosotros escribiré al César para que os haga perecer por despreciar sus leyes”. El pueblo intentó linchar al mismo procónsul, retándolo a que escribiera al César y le explicara que los macedonios habían aceptado la palabra de Dios y creído en el Dios verdadero.

En el colmo de su indignación, se retiró el procónsul al pretorio. Llegada la mañana, hizo introducir fieras en el estadio y ordenó que llevaran a Andrés y lo arrojaran a las fieras arrastrándolo por los cabellos y golpeándolo con palos. Soltaron en primer lugar sobre la arena a un feroz y salvaje jabalí, que dio tres vueltas alrededor del santo de Dios sin hacerle daño alguno. Al ver el prodigio, el pueblo presente daba gloria a Dios. Pero el procónsul ordenó que soltaran a un toro al que tuvieron que reducir entre treinta soldados y dos cazadores. Tampoco el toro tocó a Andrés, sino que atacó a los dos cazadores y los hizo trizas. Luego dio un gran mugido y cayó muerto sobre la arena. El pueblo gritó: “Cristo es el verdadero Dios”.

Entretanto, bajó un ángel del cielo que confortaba a Andrés. El procónsul mandó que soltaran a un ferocísimo leopardo, que dejó tranquilo al apóstol, saltó hasta el graderío donde se sentaba el procónsul, raptó a su hijo y lo ahogó. Virino estaba tan loco que no sentía nada de lo que sucedía. Andrés aprovechó la ocasión para adoctrinar al pueblo. Ellos sí que daban culto al Dios verdadero, por cuyo poder las bestias habían sido vencidas; el procónsul Virino, en cambio, parecía ignorarlo. Pero para que creyeran con mayor facilidad, el apóstol prometía resucitar por el nombre de Cristo al joven ahogado. Así su necio padre quedaría confundido. Y fue lo que hizo, Tras una larga oración, tomó de la mano al difunto y lo resucitó. El pueblo quiso amotinarse contra el procónsul, pero Andrés tampoco se lo permitió. El relato termina toda la historia de Virino, diciendo sencillamente, que “confundido (confusus) se retiró a su pretorio”.

Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
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