Andrés de Betsaida en la literatura apócrifa



Hoy escribe Gonzalo del Cerro

Andrés en el resumen de Gregorio de Tours (IX)

Partió Andrés de Macedonia (c 21) para continuar su peregrinación apostólica. Muchos fieles se unieron a él en dos naves. Todos querían ir en la nave en la que viajaba el Apóstol, en la idea de que así estarían junto a él escuchando su palabra. Andrés hubo de intervenir: “Sé de vuestro interés, amadísimos, pero esta nave es pequeña. Que los servidores suban con los bagajes a la nave mayor; vosotros venid conmigo en esta nave pequeña”. Andrés los puso a las órdenes de Antimo. La segunda barca se mantenía cerca de la de Andrés, con lo que todos podían "ver y escuchar" la palabra de Dios.

Cuando Andrés estaba dormido, uno de los pasajeros, empujado por una ligera ráfaga de viento, cayó al mar. Antimo llegó corriendo, despertó al Apóstol diciéndole: “¡Socorro, maestro bueno! Ha perecido uno de tus siervos”. Despierto el Apóstol, increpó al viento que se apaciguó, y el mar se volvió tranquilo. Las palabras de Andrés son un eco de las que Jesús pronunció según el relato de la tempestad calmada (Mt 8,26 par.). El caso es que el náufrago fue devuelto por una ola servicial (unda famulante). Antimo tomó al caído y lo depositó en la nave. Como era de prever, todos admiraron el poder del Apóstol, porque los vientos y el mar le obedecían.

Después de doce días de navegación, arribaron a Patrás, ciudad de Acaya, donde desembarcaron y se alojaron en una posada. Patrás era la ciudad en la que se desarrollaron los últimos acontecimientos de la vida de Andrés de Betsaida y en la que definitivamente dio el supremo testimonio de su martirio.

La narración continúa presentando la persona del Apóstol como “objeto de deseo” de los fieles de Acaya. El epígrafe del capítulo (c. 22) informa que se trata del procónsul Lesbio y su conversión a la fe. Cuando Andrés se estableció en Patrás, muchos le rogaban que se alojara en sus casas. Había llegado precedido de una fama que proclamaba a los cuatro vientos su categoría de apóstol apreciado y altamente valorado. Pero él no seguía sus propios impulsos sino las líneas expresas de la voluntad de Dios. Gozaba de una especie de hilo directo con el Señor que lo había enviado, por lo que estaba siempre atento a su palabra. Por eso, podía responder a la requisitoria de los fieles diciendo que solamente iría a donde el Señor le ordenara.

Y así ocurrió. Mientras dormía por la noche, le llegó la voz de Dios como garantía de presencia y protección: “Andrés, decía la voz, yo estoy siempre contigo y nunca te abandono”. Siempre y nunca, siempre tendría la presencia de Dios como prenda segura de éxito; nunca se sentiría solo. Como prueba de la promesa de la visión parlante, apareció en su camino el nuevo procónsul de Acaya, de nombre Lesbio, que también tuvo una visión celestial que le recomendaba recibir al hombre de Dios, Andrés.

El procónsul envió a un emisario a la posada donde se alojaba el Apóstol para que lo condujera hasta su presencia. Entró Andrés en la alcoba del procónsul al que encontró postrado con los ojos cerrados y como muerto. Algo le sucedía a Lesbio cuando Andrés le intimó para que se levantara y contara su problema. Por el relato de Lesbio tenemos conocimiento de que en tiempos pasados había perseguido la doctrina predicada por Andrés, hasta el punto de que envió soldados al procónsul de Macedonia con la misión de apresar al Apóstol y llevarlo a Patrás para condenarlo a muerte. La misiva de Lesbio no pudo llegar a su destino porque fue impedida por naufragios que la hicieron imposible. En el cumplimiento de su misión apostólica, los prodigios eran el sistema habitual empleado por la providencia para cumplir su promesa de asistencia y ayuda.

Lesbio persistía en sus planes de destruir los proyectos de Andrés cuando de nuevo le llegó una respuesta contundente del cielo. El relato era en esta ocasión testimonio del mismo procónsul, quien contaba cómo “dos varones etíopes que me azotaban con látigos diciendo: Ya no tenemos poder alguno en este lugar, porque ha llegado el hombre al que pretendías perseguir. Y en esta última noche de nuestro poder, nos tomamos venganza en ti”. Los etíopes se retiraron después de dejarlo grauiter laesum (gravemente herido). No era cuestión de palabras ni de argumentos retóricos. Como diría Cervantes, le dieron las razones en las espaldas.

La presencia de etíopes, seres de tez oscura, era el símbolo de los demonios en la cristiandad antigua. Así lo afirmaba la mujer que contaba la experiencia que había tenido sobre las penas del infierno según los Hechos de Tomás 55,1. El ser que la condujo a los lugares infernales era un hombre totalmente negro (mélas hólos). Igualmente negra (totam nigram) era la etíope que contempló Marcelo, también en una visión, negra más incluso de lo que son los egipcios (HchPe 22,4). También era etíope el que subió de la piscina y ahogó a Mocas, el hijo del sacerdote de Zeus (HchJnPr 37,2). El autor de los Hechos de Juan escritos (presuntamente) por su discípulo Prócoro sabía de la identidad del etíope: “Conoció Juan que se trataba del demonio”.

Lesbio, enemigo en un principio de la palabra de Dios, acabó pidiendo al apóstol Andrés que suplicara al Señor para que le perdonara sus antiguos pecados y lo sanara de la enfermedad que lo aquejaba. En consecuencia, a favor de la nueva situación, el bienaventurado apóstol predicaba asiduamente la palabra de Dios en la que todos creían. Por su parte, el procónsul, curado “creyó y se fortaleció en la fe”.

Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
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