Obras de Josefo. Las Antigüedades de los judíos (III) (400-9)




Hoy escribe Antonio Piñero


Las Antigüedades de los judíos tienen dos conclusiones: la primera (XX 259-266) es más larga que la segunda, y empieza así: “Aquí terminarán mis Antigüedades…”. La segunda, a continuación (XX 267-268), más breve, que reza como sigue: “Con esto terminaré las Antigüedades que comprenden 20 libros…”.

Muchos comentaristas han pensado que hubo dos ediciones de esta obra, y que en los manuscritos conservados hasta nosotros los copistas han recogido las dos conclusiones en principio independientes.

Otros, autores, en cambio, piensan que sólo hubo una edición de las Antigüedades, a la que en algún momento siguió como apéndice la Autobiografía; por ello cuando a las Antigüedades se le añadió este escrito, se le puso otra conclusión. Los copistas, sin embargo, recogieron ambas.

Es claro que el tratamiento del montante global de los hechos narrados es desproporcionado por parte de Josefo y que éste se detiene mucho más en los acontecimientos del para él pasado reciente. Pero este proceder puede parecer natural, pues estos hechos, naturalmente, habrían de interesar mucho más a sus lectores.

A priori podría parecer también que la narración habría de ser una mera copia de los hechos bíblicos, y que el autor se atendría al pie de la letra el texto hebreo…, pero no es así. Incluso en las secciones donde el hilo de la narración va más pegado a la Biblia el texto de Josefo no es una mera traducción.

Si el lector moderno compara las Antigüedades con los pasajes paralelos del Antiguo Testamento, notará en seguida que en el relato de Josefo hay sorprendentes ausencias, paráfrasis, y añadidos..., aparte de un buen número de rasgos apologéticos en favor de los judíos de la propia cosecha del historiador.

Además, una pausada comparación del texto de Josefo con el tenor literal de la Biblia (ya en el original hebreo, ya en su antigua traducción al griego, la llamada versión de los LXX, comenzada en Alejandría hacia el 270 a.C.) sorprendería ante la constatación de que nuestro historiador cita unas veces por el texto hebreo y otras por el griego, saltando de uno a otro sin motivo alguno, y de cómo en ocasiones intercala frases y pasajes de antiguas versiones al arameo (llamadas técnicamente targumim). Hay, pues, un paralelismo con la Biblia, pero sólo en sentido amplio.

Estos cambios y saltos son una especie de enigma literario e histórico. Pero su solución es probablemente el hecho de que Josefo no iba siguiendo estrictamente la Biblia en sus correspondientes pasajes paralelos (más o menos hasta el libro XIII), sino a obras de otros autores judíos que anteriormente a él habían realizado una labor parecida. Por ello, cuando el autor que sirve de fuente parafrasea, omite o altera, Josefo parafrasea, omite o altera; o bien, cuando el texto seguido por Josefo cita el texto hebreo, o el targum o el griego, Josefo va detrás de sus pasos y cita por el hebreo, el arameo o el griego.

El problema para nosotros reside en que estas obras judías anteriores a las Antigüedades se han perdido casi en su totalidad, o bien nos quedan sólo pequeños fragmentos, nada más quizá para hacernos una idea de su contenido. En algún caso, como el de Filón de Alejandría, poco anterior a Josefo, tenemos la suerte de conservar algunas de estas composiciones, como sus “biografías” de Moisés, de Abrahán o de José. En algunos momentos Josefo debió de copiar tan servilmente sus modelos que se introducen en su texto observaciones de las fuentes que debería haber eliminado.

Así, por ejemplo, leemos en las Antigüedades promesas de tratar luego más ampliamente algunos puntos, promesas que luego no se cumplen en absoluto (pero que sí debían aparecer en las fuentes utilizadas), o constatamos el empleo divergente de nombres diversos, apelativos o topónimos, para los mismos lugares. Este es el caso, por ejemplo, de la Celesiria (griego Koíle Syría: “Siria redonda o ahondada”), que unas veces hace referencia a un terreno amplio, desde el Éufrates hasta la llanura de Ascalón en Palestina, y en otras alude sólo al Líbano y al Antilíbano; o el caso de Palestina, que en algunos casos se refiere a lo que hoy conocemos como tal, y en otros, a la antigua región filistea (Palestina, o Filistina, es etimológicamente “la tierra de los filisteos”). Estas variaciones dependen, pues, del modelo que tenía ante sus ojos.

Las fuentes que utilizó Josefo para componer las Antigüedades debieron ser muy abundantes, ya que el historiador hace gala de un saber casi enciclopédico: conoce temas de variadas ciencias como geografía, cronología, etnología, botánica, y cita a una densa multiplicidad de autores anteriores a él, historiadores, prosistas y poetas.

Es casi seguro que entre estas fuentes debían de destacar las Historias de Nicolás de Damasco (o Damasceno, como gustaban nuestros antepasados), el amigo de Herodes el Grande que anteriormente mencionábamos y que había escrito largamente sobre el rey y su familia (libros XIV al XVII de Antigüedades; en estos libros es posible también que utilizara unas “Memorias” que el mismo Herodes el Grande compuso y que también se han perdido).

Josefo además, y en esto tiene gran valor para nosotros, cita muchos documentos y decretos antiguos que afectaron a los judíos. Su estancia en Roma debió de serle de mucha utilidad a este respecto, por la posibilidad de poder consultar archivos, sobre todo los del Capitolio.

Seguiremos.
Saludos cordiales de Antonio Piñero.
www.antoniopinero.com
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