El peligro y la salvación. Un relato de la tradición del budismo Zen

Hoy escribe Fernando Bermejo

Un monje portador de un documento muy importante, que debía entregar en mano a su destinatario, se dirigía a la ciudad. Para llegar a ella debía atravesar un puente, sobre el cual se hallaba un samurai experto en el arte del sable que para probar su fuerza y demostrar su valentía había prometido provocar a duelo a los cien primeros hombres que atravesaran el puente. Había matado ya a noventa y nueve. El monje hacía el número cien.

El samurai le lanzó el desafío y el monje le suplicó que le dejara pasar, puesto que el encargo que se le había encomendado era de gran importancia: "Os prometo venir a batirme con vos cuando haya cumplido mi misión". El samurai aceptó y el joven monje fue a entregar el documento.

Antes de volver al puente, el monje se presentó en casa de su maestro para despedirse de él. "Debo ir a batirme con un gran samurai; es un campeón de sable y yo no he tocado un arma en mi vida. Va a matarme". "En efecto -le respondió su maestro-, vas a morir. No tienes nada a tu favor. Mas no has de temer la muerte; voy a enseñarte la mejor manera de morir: blandirás tu sable por encima de tu cabeza, con los ojos cerrados, y aguardarás. Cuando sientas un frío súbito por encima del cráneo, será la muerte. Únicamente en ese momento desplomarás los brazos. Es todo..."

El joven monje saludó a su maestro y se encaminó al puente donde le esperaba el samurai. Este le agradeció que fuera un hombre de honor y le rogó que se pusiera en guardia. Comenzó el duelo. El monje, sosteniendo el sable con ambas manos, lo levantó por encima de su cabeza y esperó sin moverse un ápice.

Esta actitud sorprendió al samurai, ya que la posición de su adversario no reflejaba miedo, tensión ni desconfianza. Receloso, el samurai avanzó cautelosamente. Impasible, el monje estaba concentrado en la cúspide de su propio cráneo.

El samurai se dijo: "Con seguridad este hombre es muy fuerte; ha tenido el coraje de regresar para luchar conmigo; no es un simple aficionado". El monje, absorto por completo, no prestaba atención alguna a los movimientos de su adversario.

El samurai comenzó a sentir aprensión: "Sin duda este monje es un gran guerrero; solo los maestros del sable toman desde el principio del combate una posición de ataque. Además, ha cerrado los ojos, señal de que la seguridad que tiene en sí mismo es total". El monje aguardaba únicamente el momento en que sentiría un escalofrío por encima de su cabeza.

El samurai se sentía ahora completamente desamparado; no se atrevía a atacar, seguro de ser despedazado al menor gesto. El monje, por su parte, había olvidado al samurai, atento únicamente a aplicar bien los consejos de su maestro, a morir dignamente.

Los gritos del samurai le volvieron a la realidad: "¡Tened piedad de mí, no me matéis! Creía ser maestro en la lucha, pero jamás había encontrado a un hombre como vos. Os suplico que me aceptéis como discípulo, ¡Enseñadme la vía del sable!".

Saludos cordiales de Fernando Bermejo
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