Juan, el hijo de Zebedeo



Hoy escribe Gonzalo del Cerro

El apóstol Juan en los textos canónicos

3. Juan en las listas de los Doce

El colegio de los Apóstoles está formado por el grupo de los Doce que siguieron a Jesús. El guarismo exacto, tanto desde el punto de vista matemático como desde la perspectiva simbólica, es el argumento definitivo que ayuda en cierta manera a su identidad. Eran doce como las tribus del pueblo de Israel.

El número de los apóstoles iba a constituir una cifra cerrada que, rota por la traición de Judas, era preciso completar. Juan es un miembro destacado en las listas de los Apóstoles. Y si admitimos la misma categoría en los dos discípulos del Bautista mencionados, es lógico que el anónimo compañero de Andrés figure de alguna manera en las listas oficiales de los Doce.

Como hemos expuesto en páginas anteriores, las listas de los Apóstoles aparecen en los Sinópticos y en los Hechos de los Apóstoles. En todos los casos, los nombres de los Doce están distribuidos en grupos de cuatro. Los cuartetos están presididos siempre por el mismo apóstol: Pedro en el primero, Felipe en el segundo y Santiago de Alfeo en el tercero. Juan forma parte del primero de los cuartetos, constituido por las dos parejas de hermanos, Simón Pedro y Andrés, Santiago y Juan. En Mateo y Lucas, Juan figura en la cuarta posición; en Marcos, en la tercera; en los Hechos, en la segunda. El protagonismo especial de Pedro y Juan en los acontecimientos narrados en los Hechos de los Apóstoles de Lucas es el motivo probable de que ambos discípulos figuren emparejados en primer lugar. De esta manera queda quebrada la asociación familiar de las dos parejas de hermanos, avalada por los textos de Mateo y de Lucas.

4. Juan en el grupo de los íntimos de Jesús

Jesús había llamado a los Doce “para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar” (Mc 3,14). La convivencia de los Apóstoles con el Maestro está marcada con ciertos rasgos característicos. Uno de ellos es la intencionada concesión de intimidad en momentos particularmente importantes del ministerio de Jesús. Se trataba de momentos que dejaban destellos de su carácter de maestro, de taumaturgo o de enviado recomendado por el Padre. Jesús designó a algunos de sus discípulos para que fueran testigos de su actividad. Uno de esos discípulos era Juan. Así sucede en el relato de la curación de la suegra de Pedro, aquejada de fiebre.

El suceso está enmarcado en un amplio contexto en el que se destaca el magisterio doctrinal de Jesús y sus poderes taumatúrgicos. En la sinagoga de Cafarnaún, había dado muestras de la autoridad de su doctrina, confirmada con el poder de sus milagros. Le hablaron de la enfermedad de la suegra de Pedro, que el médico Lucas (4,38) define como pyretô megálō (fiebre grande). Marcos es el más rico en detalles sobre el relato. “Salían de la sinagoga cuando se dirigieron a la casa de Simón y Andrés con Santiago y Juan. La suegra de Simón yacía enferma de fiebre. Enseguida le hablaron de ella. Él se acercó, la tomó de la mano y la levantó. La dejó la fiebre y ella se puso a servirles” (Mc 1,29-31).

Con sencillez evangélica se cuenta el suceso reservado para sus íntimos. En estos casos no median discursos introductorios ni explicaciones dialécticas. Los hechos no necesitan argumentos, que decían los antiguos.

Otro prodigio, obrado por Jesús en un ambiente de clamor, fue el de la resurrección de la hija de Jairo, uno de los jefes de la sinagoga (Mc 5,21-42 par.). El suceso está narrado por los tres sinópticos, pero es el evangelista Marcos el que ofrece detalles más abundantes y minuciosos. Jesús había sanado a un poseso, que lo era de un espíritu impuro y que se autodenominaba a sí mismo como “Legión”, porque eran muchos. Se encontraba en la región de Gerasa, de donde se trasladó en barca hasta la otra ribera, en terreno de la Decápolis. Se reunió junto a él una gran muchedumbre. En aquellas circunstancias se le acercó uno de los jefes de sinagoga, de nombre Jairo. Se postró ante Jesús y le rogaba insistentemente que fuera con él a su casa, donde una hija suya estaba en trance de morir. Convencido de que si Jesús le imponía las manos sanaría de su grave dolencia, urgió al Maestro para que realizara la curación de la joven.

Seguía tras Jesús una gran multitud que lo apretaba. Una mujer que padecía de flujo de sangre crónico se acercó a Jesús con intención de tocar la orla de su manto. Lucas y Marcos refieren el detalle de que aquella mujer había sufrido mucho en manos de los médicos y había gastado toda su fortuna en balde. El texto cuenta que la mujer se sintió curada en el momento y que Jesús percibió la fuerza que había salido de él. El diálogo de Jesús con la mujer sirvió para aclarar todo lo sucedido. Un diálogo que interrumpieron los de la casa del jefe de la sinagoga anunciando que la joven había muerto y que no merecía la pena molestar al Maestro. Jesús animó a Jairo pidiéndole un acto de fe. Y continuó su camino “no permitiendo que le siguiera nadie nada más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago”.

Al entrar en la casa de Jairo encontró el ambiente lógico de gente que alborotaba y lloraba. “¿A qué viene ese alboroto y ese llanto? La niña no ha muerto, sino que duerme. Y se reían de él”. Pero Jesús hizo salir a todos y entró con los padres de la difunta y los tres discípulos que le acompañaban. Se dirigió a la niña en arameo para decirle: Talitháh, qûmi (“Oye, niña, levántate”). La difunta se levantó y echó a andar, porque tenía doce años. Jesús recomendó a los presentes que no contaran a nadie lo sucedido y mandó que diesen de comer a la resucitada.

Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
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