Jesús, el hombre que nunca fue Dios


Hoy escribe Fernando Bermejo

"Jesús, el hombre que nunca fue Dios" es el lema que lleva en su portada un libro que acaba de aparecer y que hoy comentamos: Emilio Ruiz Barrachina (y otros), El discípulo, Ediciones B, Barcelona, 2010.

Nos encontramos ante un formato novedoso de libro en nuestro país: un volumen que contiene una novela sobre Jesús (escrita por Guillermo Galván y Emilio Ruiz Barrachina) y, a continuación, un ensayo-epílogo (de Antonio Piñero) que versa en torno al enfoque del tema adoptado en la novela. De algún modo, dos obras en un solo volumen, escrito –por así decirlo– a seis manos.

La novela El discípulo parte del guión compuesto por el escritor y director de cine Emilio Ruiz Barrachina para la película de igual título. La obra presenta a Jesús, ciertamente, como un guía espiritual, pero al mismo tiempo como un individuo comprometido hasta el tuétano con la liberación política de la tierra de Israel del yugo de los romanos, y por tanto como cabecilla de un grupo dispuesto a tomar las armas para deshacerse de ese yugo. Nos encontramos ante lo que suele denominarse una “novela de tesis”.

La narración alterna capítulos breves –dos de los cuales abren y cierran la novela– con otros mucho más extensos. En los capítulos breves se nos presenta a Lucas –que hacia el año 85 d.C. dicta en Éfeso su evangelio a un escriba– conversando con Juan, el discípulo de Jesús; Juan denuncia agriamente la empresa de Lucas –que, a diferencia de él mismo, no conoció a Jesús– como producto de la fantasiosa invención de este y de su maestro Saulo de Tarso. En los capítulos más extensos se dramatizan los hechos ocurridos en Palestina en torno a un discípulo de Juan el Bautista, Jesús, más de medio siglo antes.

La novela, escrita de manera ágil, no decepciona. La legítima libertad fabuladora de los autores quizás sorprenda al lector (el Jesús que padece una leve cojera, cuyo padre José muere ante sus ojos a manos de los romanos, que es el confidente predilecto del Bautista, Lázaro y José de Arimatea proporcionando fondos a Juan Bautista y luego a Jesús…), pero la visión general del nazir Jesús resulta consistente e históricamente más creíble que la habitual imagen teológica. Un Jesús judío hasta la médula, históricamente contextualizado en la memoria de los macabeos y de Judas de Gamala, discípulo del Bautista, que evita Tiberíades porque esa ciudad es la capital de Antipas y en ella proliferan los paganos, cuyas ideas coinciden con las de al menos una parte de los fariseos, que condena con astucia el pago del tributo a Roma, que por alguna razón cuenta entre sus seguidores con hombres armados, cuya pasión religiosa no descartaba la violencia y cuya concepción de la instauración pronta del Reino de Dios implica obviamente la desaparición de la dominación romana, con todas sus consecuencias, y que actúa en Jerusalén de modo nada pacífico exactamente en los mismos días en que –según alguno de los propios Evangelios– tiene lugar una revuelta en Jerusalén. Se nota que los autores se han documentado y han meditado.

A mi juicio, uno de los aciertos de la novela radica en que diversos acontecimientos son narrados desde muy diversos puntos de vista. Así, no se nos ofrece únicamente la visión de las cosas de Juan el Bautista, Jesús y sus discípulos, sino que también se presenta la perspectiva de los romanos –mediante diálogos entre Pilato y sus centuriones o con su amigo el senador Cornelio–, la del tetrarca Herodes Antipas –mediante diálogos con varios personajes y discursos de la voz narrativa–, y la de la jerarquía religiosa judía –mediante diálogos entre el sumo sacerdote Caifás, el fariseo Sadoc y el escriba Cuna, o entre Caifás y Antipas, o entre Caifás y Pilato–. El resultado es una visión de los acontecimientos que, aunque novelesca, permite al lector –a diferencia de la apologética visión religiosa tradicional– adquirir una mirada menos simplificada y más imparcial y crítica de lo que parece haber sucedido con Jesús, y de lo que parecen haber sido las razones de los protagonistas implicados en los sucesos.

El extenso epílogo de Antonio Piñero –titulado “Jesús y la política de su tiempo”– permite apreciar a los lectores que la idea rectora de la novela, lejos de ser una arbitraria fabulación, es históricamente plausible. El ensayo, por una parte, presenta toda una serie de obras escritas desde el s. XVIII hasta la actualidad (H. S. Reimarus, K. Kautsky, R. von Pöhlmann, R. Eisler, A. Robertson, P. Winter, S. G. F. Brandon –con una larga exposición de su célebre Jesus and the Zealots–, H. Maccoby, G. Puente Ojea o J. Montserrat Torrents –El galileo armado–) que han mostrado la significación política –y aun violentamente revolucionaria– de las creencias y las actividades religiosas de Jesús, así como la distorsión (no necesariamente debida a la mala fe) que de estas creencias y actividades realizó la tradición cristiana; por otra, explica cómo la perspectiva evangélica ha sido influida por el pensamiento de Pablo de Tarso, y cómo las circunstancias sociales e históricas en que vivieron los evangelistas confirmaron una perspectiva distorsionada sobre la historia de Jesús.

La feliz combinación de la novela y el ensayo permite apreciar, por una parte, que el Nuevo Testamento no es el representante del cristianismo, sino sobre todo de un cristianismo, el paulino; y, por otra, que la religión de ese cristianismo triunfante –como Ruiz Barrachina afirma en su prólogo– “peca de estar construida sobre falsedades históricas”, y que esas falsedades tienen efectos (in)morales, pues la reinterpretación de la muerte de Jesús produjo enseguida la exculpación de Roma y la conversión de los judíos en chivos expiatorios, con las funestas consecuencias históricas de todos conocidas.

Un libro, pues, que no solo puede hacer disfrutar y aprender al lector, sino que provocará la reflexión de quienes no se hayan inmunizado ante la funesta manía de pensar.

Saludos cordiales de Fernando Bermejo
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