El apóstol Juan en la literatura apócrifa



Hoy escribe Gonzalo del Cerro

El retrato de Juan

El episodio del retrato de Juan fue objeto de análisis y condena en el Concilio II de Nicea, en el que se trató el tema de los iconoclastas. Las palabras de Juan, en las que reprendía el gesto de Licomedes de hacerle un retrato y venerarlo, fueron interpretadas por los Padres Conciliares como contrarias al culto de las imágenes. En casa de Licomedes se reunía una gran muchedumbre para oír la palabra de Juan.

Licomedes tenía un amigo que era pintor y le pidió que hiciera un retrato del Apóstol sin que él se enterara. El pintor le pidió únicamente que se lo mostrara, que el resto corría de su cuenta. Situado en un lugar desde donde podía ver a Juan, el pintor dibujó los rasgos del Apóstol, lo coloreó y tuvo listo el cuadro en un par de días. Licomedes lo colocó en su alcoba y lo coronó con una guirnalda. Tuvo Juan conocimiento del hecho, por lo que interpeló a Licomedes preguntando qué hacía entrando y saliendo del baño y encerrándose solo en su dormitorio. Y bromeando con el buen hombre, entró en su dormitorio, donde vio la imagen coronada de un anciano y delante unas velas en un altar.

Juan reprendió el gesto de su anfitrión, al ver que todavía tenía sentimientos paganos, pues daba culto a un dios extraño. La réplica de Licomedes dejó claro que consideraba al apóstol como un dios bienhechor que lo había resucitado de la muerte lo mismo que a su esposa. Ahora bien, “tú eres, padre, el que está pintado en ese cuadro, a quien corono, amo y venero como a mi guía bueno”. Todos estos datos, contenidos en el capítulo 27 y en la primera mitad del 28, fueron citados y condenados en Nicea.

Por su parte, no podía Juan comprender que su aspecto fuera el que se reflejaba en el cuadro, por lo que Licomedes le acercó un espejo. La figura del cuadro se parecía no a Juan sino a su imagen carnal. Porque dibujar a una persona no es posible con los colores materiales. Por eso rogaba a Licomedes que fuera su pintor, pero con los colores que le pone a su disposición Jesús, el que nos pinta a todos nosotros para sí mismo. Los colores no eran otra cosa que “fe, conocimiento, piedad, amistad, comunión, dulzura, bondad, amabilidad, amor fraterno, pureza, sencillez, tranquilidad, serenidad, alegría, gravedad y todo el coro de colores que sirven para dibujar la imagen del alma” (c. 29,1). Juan saltaba en su dialéctica del arte material al de la alegoría espiritual. En el mismo sentido terminaba su veredicto sobre el cuadro diciendo: “Has pintado la imagen muerta de un muerto”.

Discurso y curaciones en el teatro de Éfeso

Juan pidió a su servidor Vero que reuniera a todas las ancianas de Éfeso. Licomedes y Cleopatra le ayudaban en la tarea. Las ancianas reunidas, más de sesenta, con excepción de cuatro de ellas, se encontraban aquejadas de diversas dolencias. El apóstol había recibido un mensaje de Jesús, en el que le pedía que las condujera al teatro. Allí las curaría con su ayuda, lo que produciría la conversión de algunos efesios. Junto a la casa de Licomedes se encontraba reunida una gran multitud, a la que Juan convocó para que fueran al teatro si querían ver el poder de Dios. Entre la multitud tomó asiento el procónsul. Aparece también entonces el general (stratēgós) Andrónico, que tenía una actitud hostil frente a Juan, pero a quien veremos más adelante convertido ya a la fe cristiana. Consciente de las acciones prodigiosas que prometía realizar el apóstol, le exigía entrar sin objetos en las manos y sin pronunciar palabras mágicas, como era concretamente el nombre de Jesús.

Cuando las ancianas fueron llevadas al teatro, Juan pronunció una larga alocución. Afirmaba su intención de sembrar la verdad en las mentes de sus oyentes y de refutar la incredulidad del general devolviendo la salud a todas las ancianas presentes. Juan no había venido a vender ni a comprar, sino a dar gratuitamente y a librar a los efesios del error. Quiere que se cuiden de lo eterno más que de lo temporal y efímero. No deben robar ni acumular riquezas; han de evitar el adulterio; tienen el deber de compartir sus bienes con los necesitados; no cederán a la ira ni se dejarán llevar por la embriaguez, por la ambición y por vicios que conducen a las tinieblas y al castigo eterno. Tras haber pronunciado estas sentidas recomendaciones, como argumento decisivo de su discurso, “Juan curó por la virtud de Dios todas las enfermedades” (c. 37,1).

Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
Volver arriba