La abogada de Dios. Sobre un libro de Karen Armstrong (II)

Hoy escribe Fernando Bermejo

El libro de Karen Armstrong En defensa de Dios. El sentido de la religión, Paidós, Barcelona, 2009 (The Case for God. What Religion Really Means, Random House, London, 2009), cuyas tesis principales expuse brevemente en el post anterior está, lamentablemente, plagado no solo de interpretaciones muy discutibles de algunos datos históricos, sino también de simplificaciones y de errores manifiestos. En lo que sigue me limitaré solo a algunos de los límites que creo percibir en esta obra.

Un problema básico es que la división de Armstrong, fundamental en su libro, entre dos visiones de la divinidad y la religión (una “premoderna”, en la que la praxis sería esencial para la religiosidad, y otra “moderna”, en la que la religión sería básicamente un asunto de creencia) es una simplificación tan gratuita como insostenible. De hecho, resulta muy obvio que las creencias tienden siempre a justificar ciertas praxis, y estas presuponen a su vez un conjunto de creencias. Las religiones parecen haber ofrecido siempre mito, ritual y simbolismo, pero también postulados concretos (v. gr. que Jesús es Dios encarnado, que murió por los pecados de la humanidad y resucitó de entre los muertos, que la Eucaristía es realmente su sangre y carne…). Así pues, que la religión es (también) un asunto de creencia no es una malinterpretación de sus críticos irreligiosos o de los fundamentalistas, sino un hecho, y algo aceptado (comprensiblemente) por la inmensa mayoría de los homines religiosi. Hasta tal punto es así, que la misma autora debe reconocer que la obsesión por la ortodoxia es un rasgo del cristianismo antiguo (p. 128). Este es solo uno de los muchos contraejemplos posibles (y demoledores) a la tesis de la autora.

Por supuesto, el propósito de Karen Armstrong es manifiestamente apologético: aislar una presunta concepción pre-moderna de la religión, basada en la praxis (mejor dicho: en los aspectos de la praxis que a ella le resultan simpáticos, pues sobre otros de esos aspectos, más sangrientos o rocambolescos, prefiere convenientemente correr un tupido velo), le permite descuidar una nada desdeñable cantidad de creencias religiosas que no son otra cosa que puras insensateces. Lástima que el resultado de la autora sea una simple invención.

Otro problema, asociado al anterior, es el uso constante de juicios de valor, identificando la autora ad libitum “religión” con “religión genuina” y ésta con una experiencia máximamente humanizadora (pp. 33-34), calificando Armstrong lo que no le gusta como "idolatría" o "aberración". Sin embargo, si la religión no es el súmmum de los males que pretende el anticlerical, tampoco es la panacea que ofrece el teólogo sofisticado.

La arbitrariedad de Armstrong se transparenta por doquier. Acusa a los fundamentalistas de leer la Biblia selectivamente, pero no sólo ella hace lo mismo (v, gr. ignorando lo que en la predicación de Jesús de Nzaret hay de violento y agresivo), sino que no puede evitar reconocer la violencia del Apocalipsis, el Deuteronomio o de ciertas aleyas del Corán (p. 327).

De hecho, el libro abunda en generalizaciones injustificadas y fácilmente refutables, como la de que “hasta comienzos de la época moderna nadie leyó una cosmología como un relato literal de los orígenes de la existencia” (p. 39), algo crasamente falso y francamente asombroso en alguien que se presenta como historiadora de las religiones. Así, en la tradición judía Ibn Ezra lo hizo, y también varios rabís en el Talmud. Los ejemplos de la tradición cristiana llenarían páginas. Ciertamente, es discutible si esa posición fue o no mayoritaria, pero la pretensión de Armstrong se halla en algún lugar entre la ignorancia y la deshonestidad intelectual.

La erudición e imparcialidad de la autora no siempre son sólidas: Armstrong denuncia, con razón, la falta de fundamento de algunos mitos pertinaces –y ya desenmascarados tiempo ha, como el de la incompetencia del obispo Wilberforce en su disputa con Huxley sobre la teoría evolucionista-, pero en su intento por armonizar religión y razón perpetúa otros de naturaleza apologética, como cuando pone en el mismo plano de intolerancia a Galileo y a los eclesiásticos que le censuraron (pp. 211-214). La ligereza -y la injusticia- del tratamiento de Armstrong puede comprobarse en este caso, por ejemplo, leyendo la amplísima y magnífica monografía del historiador de la ciencia Antonio Beltrán, Talento y poder.

En realidad, no sólo no es cierto que las críticas de los “nuevos ateos” sean tan ingenuas y superficiales como la autora pretende, sino que no resulta tranquilizador que Armstrong, que reconoce la existencia de otros ateos más sutiles (Daniel Dennett, pero también otros como V. Stenger o A. Comte-Sponville, a quienes no cita), no afronte sus críticas. Tal ausencia traiciona cierta carencia de hondura intelectual, y pone en cuestión incluso la honradez del enfoque. La calidad de esta estrategia puede evaluarse según un principio enunciado por la propia autora: “En cualquier estrategia militar es esencial enfrentarse al enemigo en su punto más fuerte; no hacerlo así pone de manifiesto que la polémica es superficial y carece de hondura intelectual”.

Si todo lo anterior es ya signo de una falta de rigor impropia de una persona con vocación intelectual, no es aún lo más grave. La cosa empeora todavía, y raya la infamia, cuando la autora, hacia el final de su libro, decide acusar a los “nuevos ateos” de no interesarse por el sufrimiento humano y de que “no muestran ningún anhelo por un mundo mejor” (p. 340). Lo cierto es que, por poner solo un ejemplo, una obra como The God Delusion de Richard Dawkins (dejando ahora al margen la plausibilidad de sus argumentos) revela una profunda preocupación por el sufrimiento físico, psicológico y moral de los seres humanos (y no solo de ellos). Intentar desacreditar a los “nuevos ateos” con este tipo de añagazas es de una mezquindad obvia, y nos retrotrae a épocas y procedimientos en que los cazadores de herejes intentaban desacreditar la heterodoxia de sus adversarios acusándolos de ser individuos soberbios y egoístas.

Para alguien que presume de unir rigor intelectual y fuerza moral, los resultados dejan bastante que desear. La autora diserta sobre casi todos los temas imaginables y llena su libro de nombres y obras, con lo que sin duda aspira a “épater le bourgeois” y a dar la impresión de una gran erudición. A costa, eso sí, de incurrir en arbitrariedades y errores flagrantes, tanto fácticos como interpretativos, e incluso en procedimientos éticamente deleznables.

Un libro como este puede sin duda proporcionar materia de reflexión sobre los temas que aborda, pero la fragilidad de su defensa de la religión –que aquí no hemos podido sino esbozar grosso modo- no se le escapará al lector que no haya puesto en cuarentena su sentido crítico.

Saludos cordiales de Fernando Bermejo
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