Juan de Zebedeo en la literatura apócrifa (HchJn de Prócoro)

Hoy escribe Gonzalo del Cerro

Nuevos prodigios de Juan en Patmos

Había otro hombre rico en la ciudad de Forá que se llamaba Basilio y era el tribuno. Tenía una pena particular porque su esposa, Caris de nombre, era estéril por lo que no podría nunca dar a luz un hijo. Basilio tuvo noticia de que algo importante sucedía en casa de Mirón. Se dirigió a un sobrino de Mirón para informarse. Y supo de Juan, hombre que nunca se equivocaba cuando hacía alguna afirmación y que era capaz de hacer todo cuanto quería. El tribuno se acordó de su problema y se encaminó a casa de Mirón para encontrarse con Juan.

La solución a la esterilidad de su mujer no podía ser más sencilla: “Basilio, hijo mío, cree en Cristo y él cumplirá todos los deseos de tu corazón” (c.22,4). Lleno de ilusión, Basilio fue con su esposa a visitar al Apóstol. Cuando Juan se encontró con los esposos, les garantizó que Dios cumpliría sus deseos y “a ti, Caris, te dará un buen fruto de tu seno”. Suplicaron a Juan que los iluminase, lo que realizó Juan bautizándolos en el nombre de la Trinidad. Basilio quería que Juan y Prócoro se trasladasen a su casa, pero Mirón permitió solamente que Juan fuera con los esposos para rezar con ellos.

“Regresamos”, sigue diciendo Prócoro, “a la casa de Mirón”. Por su parte, la esposa de Basilio concibió y dio a luz un hijo a quien puso el nombre de Juan en señal de recuerdo y gratitud. Basilio entregó a Juan bienes en abundancia para que los distribuyera entre los pobres. Y como en otros casos, el Apóstol prefirió que se encargara el mismo Basilio de repartir sus bienes en la esperanza de que así tendría un tesoro en los cielos.

Al cabo de dos años, fue liberado de su cargo el gobernador Lorenzo, esposo de Crisipa. Se dirigió a Juan con la intención de cumplir su promesa de hacerse cristiano perfecto. Le explicó en forma un tanto confusa las razones de su retraso, por el que solicitaba comprensión y perdón. El Apóstol le instruyó sirviéndose de las Escritura sagradas. Y después de haberlo catequizado suficientemente, lo bautizó y lo envió a su casa en paz.

En Forá se encontró Juan con otro hombre importante, llamado Crisos, que era politarca o jefe de la ciudad. Aquel hombre tenía un hijo único que estaba atormentado por un espíritu inmundo. Al oír hablar de los prodigios que Juan realizaba, se dirigió a casa de Mirón en su busca. Juan conoció las razones de la situación y echó en cara al politarca su actitud de venalidad en el ejercicio de su cargo. Pensaba que Juan actuaba según sus mismos criterios personales, por lo que le ofreció cualquier cosa que deseara con tal de devolver la salud a su hijo. Pero las palabras del Apóstol no ofrecían duda: “Criso, tus pecados están matando a tu hijo. Deja de aceptar regalos, y serás alabado por Dios. No practiques la acepción de personas en contra de tu alma, y así guardarás el mandamiento de Dios” (c 24,1). Le pedía, además, que creyera en el crucificado si quería ver sano a su hijo. El politarca respondió con la plegaria literal del padre del epiléptico de Mc 9,23: “Creo, Señor, ayuda mi incredulidad” (c. 24,3). Para ayuda de su incredulidad, Criso fue catequizado por Juan con el apoyo de las Escrituras. Luego regresó a su casa para recoger a su esposa y a su hijo y volvió con grandes regalos a casa de Mirón, donde solicitó el sello en Cristo para toda la familia. Juan explicó a Criso que el sello en Cristo no exigía ninguna clase de riquezas, sino solamente una fe sincera. El episodio acabó un vez más con el bautismo.

Tres años llevaba Juan residiendo con Prócoro en la casa de Mirón, donde seguía predicando a los creyentes. Salió un día con su discípulo y se dirigió al lugar donde se levantaba el templo de Apolo. Unos eran fieles a Juan, otros eran paganos. Había allí unos sacerdotes de Apolo, que hablaron a la multitud reunida acusando a Juan de impostor recordando que había venido a la isla como desterrado por su práctica de la magia. El Apóstol replicó con las palabras de Jesús en Mt 23,38 y Lc 13,35: “He aquí que vuestra morada de Apolo queda desierta”. Al momento, el templo se vino abajo, aunque sin provocar ninguna víctima. Los sacerdotes de Apolo golpearon a Juan y lo encerraron en una cárcel tenebrosa con Prócoro. Se dirigieron luego al gobernador al que dijeron que el mago y desterrado había destruido el templo de Apolo con sus artes mágicas.

Enterados Mirón y su hijo Apolónidas de lo sucedido, se dirigieron al nuevo gobernador al que pidieron que dejara libre a los prisioneros. Ellos se hacían responsables con sus personas y sus bienes de lo que pudiera suceder. La autoridad de los suplicantes y la fuerza de sus razonamientos lograron lo que pretendían. Mirón pedía a Juan que no abandonara su casa porque la gente de la ciudad era malvada y hostil. Pero Juan insistía en recordar que los apóstoles no habían sido enviados para estarse quietos en las casas, sino para predicar al mundo. Para cumplir su misión estaban dispuestos incluso a morir si preciso fuera.

Salieron Juan y Prócoro de la casa de Mirón y se dirigieron a la localidad de Tiquio, donde había un paralítico que les abordó diciendo que tenía alimentos y que los invitaba a comer con él. Juan le prometió que comerían juntos aquel día. En eso estaban cuando una mujer se acercó a Juan para preguntarle que dónde estaba el templo de Apolo. La pobre tenía un hijo atormentado de un mal demonio y quería consultar al dios acerca de su modo de tratar el caso. Pero Juan resolvió el problema a su manera: “Vete a tu casa, que tu hijo ya está curado en el nombre de Cristo” (c. 26,3).

Continuaron Juan y Prócoro su camino hacia Tiquio, donde los esperaba el paralítico. “Aquí estamos para la comida”, -le dijo Juan-, “a ver quién nos sirve”. El paralítico se excusaba por haberlos molestado. Pero Juan replicó: “Nada de eso, sino que en el nombre de Jesucristo, el Hijo de Dios, levántate y sírvenos tú”. Y tomaron juntos la comida, servida por el paralítico ya curado de su dolencia. Al día siguiente, llegó a casa de Mirón el antiguo paralítico, se arrojó a los pies de Juan y le pidió el sello en Cristo. El relato termina diciendo: “El Apóstol lo catequizó y lo bautizó” (c. 26,5).

Al día siguiente de los hechos, se dirigieron Juan y Prócoro a un lugar llamado Proclo, situado junto al mar, donde había varias tiendas de curtidores. Uno de ellos era el judío Caros, quien entabló con Juan un fuerte debate sobre los libros de Moisés. Juan le explicaba los misterios del cristianismo a partir de las Escrituras. Pero Caros empezó a blasfemar. Juan le espetó sin contemplaciones: “Calla, enmudece”. Caros se tornó mudo, incapaz de hablar. Juan, en cambio, continuaba hablando a la turba. Un filósofo que se hallaba presente intercedió por el mudo recordando que “la miel no conoce amargura, ni la leche malicia”. Después de tres horas, Juan habló a Caros diciendo: “En el nombre de Jesucristo quedó cerrada tu boca; en el mismo nombre tus labios se abrirán” (c. 27,3). El suceso terminó con la habitual instrucción y el consiguiente bautismo.

Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
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