Juan de Zebedeo en la literatura apócrifa (HchJnPr)

http://www.flickr.com/photos/7205890@N04/5066062502/" title="Patmos 4 by sofronisco, on Flickr">
Patmos 4


Hoy escribe Gonzalo del Cerro

Enfrentamiento con Cínope, el mago

Sigue a continuación un largo apartado consagrado al enfrentamiento de Juan con Cínope, mago que gozaba en Patmos de una alta consideración. Algunos lo consideraban nada menos que como a un dios. Vivía en una gruta solitaria a cuarenta millas de la ciudad, donde practicaba su magia con el apoyo de los demonios. A él recurrieron los sacerdotes de Apolo solicitando su ayuda en el contencioso con Juan, a quien había dejado libre el gobernador por la mediación de Mirón y Apolónidas, a pesar de haber causado la ruina del templo del dios.

Cínope contó que nunca había salido del lugar donde habitaba. Los sacerdotes insistieron que tenían necesidad urgente de su ayuda. Pero Juan no era para Cínope sino un hombrecillo que no merecía ni su atención ni su cuidado. Pero les prometía que enviaría a uno de sus ángeles, que abordaría a Juan, lo dejaría ciego y le sacaría el alma para poder entregarla a un tormento eterno.

Eligió en efecto a uno de los jefes de sus demonios y le transmitió el encargo. El demonio se encaminó a la casa de Mirón y entró hasta el lugar donde descansaba el Apóstol. Juan se dio cuenta y le ordenó severamente no salir de allí sino después de declarar los motivos de su presencia. El demonio hizo un relato prolijo del suceso. Los sacerdotes de Apolo habían suplicado a Cínope que les prestara su ayuda, porque Juan había cometido abundantes delitos y merecía morir. Juan preguntó al demonio cómo es que obedecían a Cínope con tanta fidelidad. El demonio le respondió que “todo el poder de Satanael tiene en él su morada. El nombre de este demonio aparece de forma diversa en las diferentes versiones: Satanael, Satanás, Misael y Samael.

Además, tiene pactos con todos los jefes, y nosotros con él. Por eso, Cínope nos escucha, y nosotros a él” (c. 28,6). La confesión del demonio era suficiente. Juan le intimó que saliera del lugar, que no hiciera daño a nadie y que se ausentara de la isla. Un segundo demonio, enviado para matar a Juan, acabó como el primero expulsado por Juan de la isla de Patmos.

Al ver Cínope que tampoco regresaba el segundo, envió a dos con la orden de no entrar hasta Juan a la vez. Primero entraría uno mientras el otro quedaría observando lo que sucedía. Juan abordó al primero de ellos preguntando los motivos de su venida. El demonio respondió diciendo: “Cínope envió a dos de nuestros jefes para matarte y ninguno de ellos ha regresado” (c. 28,8). Entonces Juan dio al demonio esta orden tajante: “Te ordeno en el nombre del Crucificado que no vuelvas más a Cínope, sino que salgas de esta isla” (c. 28,9). El segundo de los demonios vio el destierro terrible que Juan imponía a su compañero y corrió a contar a Cínope los detalles del suceso.

Cínope tomó a todo el ejército de sus demonios y les exhortó para realizar un ataque total. Dejó a todos fuera de la ciudad mientras él se lanzaría solo contra Juan para castigarlo con una muerte cruel. La presencia del mago en la ciudad provocó un alboroto formidable. Todos se reunían a su alrededor y le proponían preguntas a las que respondía. Los fieles se reunieron a su vez en casa de Mirón, donde Juan los instruía y animaba. No salían de la casa para no correr riesgos inútiles. El Apóstol les exhortaba a tener confianza. La ciudad que ahora se congrega para ensalzar a Cínope, no tardará en reunirse para contemplar su ruina. Al fin, después de diez días salió Juan con Prócoro y se dirigió a un lugar llamado Botri, donde se puso a enseñar a la multitud. Cínope se llenó de furor al ver que Juan adoctrinaba a la gente. Recurrió entonces a la más ingeniosa de sus magias.

Tomó a un joven a quien preguntó si su padre había muerto y de qué género de muerte. Cínope retó a Juan a que resucitara al muerto, náufrago en el mar, y lo trajera vivo a vista de todos. Juan pareció titubear cuando dijo al mago que Cristo no lo había enviado a resucitar muertos sino a dar testimonio de la verdad. Aquello parecía una confesión de impotencia, que Cínope aprovechó para acusar a Juan de mago e impostor. Ordenó a los suyos que arrestaran a Juan hasta que recuperara del mar al marinero muerto. Cínope extendió las manos, las sacudió produciendo un gran estruendo. Desapareció de su vista provocando una uniforme aclamación: “Grande eres, Cínope, y no hay otro como tú” (c. 28,14). Aclamación que creció fuertemente cuando volvió a aparecer llevando al padre del joven, reconocido como tal por su joven hijo. Los presentes querían matar a Juan, pero Cínope no se lo permitió para que tuviera la ocasión de contemplar mayores hazañas del mago.

El otro caso aducido por Cínope era el del hijo muerto por envidia. La operación se repitió en sus detalles esenciales. Cínope llamó al muerto y a su verdugo, que se presentaron inmediatamente confesando que eran el hijo muerto y su matador. Como Juan se mostraba indiferente ante los aparentes prodigios del mago, Cínope se dirigió a él prometiendo que no lo haría morir hasta que no viera las mayores cosas. Juan tuvo la osadía de replicar que todos aquellos prodigios se desvanecerían con él. Los presentes interpretaron las palabras de Juan como una blasfemia contra el purísimo Cïnope, se lanzaron contra Juan, lo derribaron en tierra, lo golpearon y mordieron hasta que lo creyeron muerto. Cínope ordenó que lo dejaran insepulto para que lo devoraran las aves rapaces y las bestias de la tierra.

Juan quedó en el lugar sin poder pronunciar palabra. Prócoro estaba a su lado prestando atención a todo lo que sucedía. Cuando todo estaba tranquilo, hacia la segunda hora de la noche, Prócoro se acercó a Juan que lo envió a casa de Mirón para anunciar que Juan estaba vivo y sin daño alguno. No sin trabajo logró Prócoro entrar donde los hermanos estaban reunidos en pleno luto por Juan, pues se temían cualquier asechanza de parte de los ciudadanos hostiles. Pero cuando se convencieron de que Juan vivía, no quisieron saber más y salieron corriendo hacia el lugar donde Juan estaba ya en pie y orando. Los presentes respondieron con el “amén”. Luego les exhortó a tener paciencia, porque la ruina de Cínope era inminente. Mientras tanto, debían permanecer tranquilos en la casa de Mirón.

Diversos pasajes de estos Hechos van unidos mediante la referencia cronológica expresada con la fórmula “al día siguiente”. Pues bien, al día siguiente de los sucesos narrados hasta el apaleamiento de Juan, acudieron curiosos al lugar denominado “Tiro de Piedra” y advirtieron sorprendidos que Juan estaba vivo. Corrieron a anunciar a Cínope la novedad, que dejaba el combate en la calificación de nulo. El mago llamó a su ayudante en las tareas de la magia. La realidad era que Cínope se servía de demonios que aparecían bajo la apariencia de los muertos y sus matadores. Se presentó, pues, Cínope con su demonio lugarteniente, seguido de una gran muchedumbre. Se dirigió a Juan proclamando a gritos que lo había dejado con vida para que pudiera contemplar prodigios todavía mayores. Para ello, dio órdenes a los suyos para que de nuevo arrestaran a Juan. Luego volvió a repetir la ceremonia del día anterior. Batió las manos y se arrojó al mar en medio del entusiasmo de sus seguidores, que le cantaban himnos y quemaban incienso en su honor. Cínope desapareció bajo las aguas.

Juan pasó al contraataque ordenando a los dos demonios, presuntos resucitados y acompañantes del mago, que aguardaran inmóviles hasta que Cínope acabara en la ruina. El Apóstol extendió sus manos en forma de cruz y pronunció la siguiente oración: “Oh Señor Jesucristo, que concediste a Moisés el vencer a Amalec con esta figura (Éx 17,8-13), haz bajar a Cínope hasta los más profundos abismos del mar, y que nunca más vuelva a ver este sol ni a ser contado entre los vivos” (c. 29,2). A las palabras de Juan resonó un gran estruendo en el mar y se formó un remolino en el lugar donde Cínope había desaparecido. Luego, ordenó a los dos demonios que desaparecieran definitivamente de aquella tierra.

Como era de esperar, los familiares de los muertos, presuntamente resucitados por Cínope, se irritaron contra Juan reclamando que les devolvieran a sus feudos. Lo mismo exigía la multitud acusando a Juan de haber dispersado lo que el purísimo Cïnope había recogido. Y le amenazaban con darle muerte si no les devolvía lo que les había quitado. Otros eran de la opinión de que no debían hacer ningún mal a Juan hasta que regresara Cínope y lo condujera al suplicio. Y dado que Cínope había ordenado a sus fieles que no se alejaran hasta que volviera a salir del mar, esperaron tres días y tres noches ayunando y aclamando al mago. Al cabo del tiempo quedaron agotados y caídos en tierra sin palabra; tres incluso murieron de inanición.

Cuando Juan vio el resultado de aquella inútil espera, oró a Cristo para que dirigiera e iluminara el corazón de aquellos hombres. Después se dirigió a los presentes para recordarles que Cínope había perecido y que no regresaría de su abismo de perdición. Se acercó, pues, a los tres muertos y les devolvió la vida en el nombre de Jesucristo, el Señor. La gente, conmovida por el milagro, se postró a los pies del Apóstol reconociendo en él a un maestro venido de Dios. Juan los envió a sus casas recomendándoles que comieran para recuperarse del prolongado ayuno, mientras él se retiró a la casa de Mirón, donde reinó una alegría desbordante (c. 30,3).

“Al día siguiente” se reunió casi toda la ciudad ante la casa de Mirón. Llamaban al dueño de la casa pidiéndole que les mostrara a su común maestro. Mirón sospechó en principio que se trataba de algún engaño. Pero Juan le tranquilizó y salió afuera. La gente gritó entusiasmada: “Tú eres el bienhechor de nuestras almas, tú eres el Dios grande que nos iluminas con una luz inmortal” (c. 30,4). Juan se rasgó las vestiduras, se esparció tierra sobre la cabeza, subió a un estrado y les dirigió un breve y denso alegato explicando los hechos de Jesús a partir de los libros de Moisés y de los Profetas. La consecuencia fue que algunos, en número de treinta, le pidieron el sello en Cristo, a los que Juan bautizó en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
Volver arriba