El caso de María Magdalena: un cristianismo que promocionaba una cierta independencia de las mujeres (164-23)

Hoy escribe Antonio Piñero


Dijimos en la nota anterior que el fundamento de la apreciación de la mujer dentro de la Iglesia cristiana comienza sobre todo con el Evangelio de Juan. No niego aquí el valor del Evangelio de Lucas, que se ocupa de la mujer más que cualquier otro (quizás la perícopa de la mujer adúltera perteneciera a una de las excrecencias primeras de este evangelio y no al de Juan; la unción en casa de Simón el leproso y la alabanza de Jesús, cap. 7, etc.), pero que no destaca de modo tan especial el papel de Magdalena.

La primera noticia importante sobre María aparece en Jn 19, 25, en el ámbito de la Pasión:

“Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María la de Clopás, y María Magdalena”.


La escena, tal como la pinta el Evangelista, no puede ser –a mi entender- plenamente histórica. Es inverosímil que los romanos, en una ejecución pública y nada menos que de tres personas peligrosas políticamente, permitieran a los familiares de los ajusticiados estar al pie de la cruz. Los amigos y parientes sólo podrían permanecer a lo sumo en la lejanía, tras un fuerte cordón de soldados, a mucha distancia de los ajusticiados. Pero lo importante es lo que el autor desea resaltar teológicamente con la escena, aunque sea más bien una imagen ideal.

¿Qué quiere significar, pues, el Evangelista poniendo a las mujeres al lado mismo de la cruz? Claramente, dar cuerpo a la idea de que mientras los discípulos huyen, las mujeres cercanas a Jesús, entre ellas María Magdalena, son fieles al Maestro aún a riesgo de muerte. Este dato puede ser histórico, a saber la Magdalena, como seguidora de Jesús, fue especialmente leal a su Maestro mientras los demás discípulos, varones, huían a la desbandada.

Diríamos de paso que la Magdalena seguía a Jesús más en función de “diaconisa” que de discípula estricta, o de amiga íntima, como sostienen algunos, según Lc 8,2-3: “Jesús caminaba por todas las ciudades y aldeas, predicando y anunciando el Evangelio del Reino de Dios, y los doce con él, y algunas mujeres que habían sido curadas por él de malos espíritus y de enfermedades: María, que se llamaba Magdalena, de la cual habían salido siete demonios, y Juana, mujer de Chuza, procurador de Herodes, y Susana, y otras muchas que le servían de sus haciendas”.

El capítulo 20 del Evangelio de Juan, que trata del día de la resurrección de Jesús, es sorprendente. La historia es bien conocida: Magdalena corre al sepulcro para ungir el cadáver del Maestro; lo halla vacío; se lo comunica a Pedro; vuelve al sepulcro y allí cuando está dispuesta a todo por recuperar el cadáver, se le aparece Jesús a ella sola. No lo reconoce a la primera, pero cuando escucha su voz, sí. Quiere tocar a Jesús, pero este no se lo permite con misteriosas palabras: “No me toques porque aún no he subido al Padre”. Esta escena es bella, pero ¿es real?

Hoy día la inmensa mayoría de los estudiosos están de acuerdo en que este relato es probablemente una escena ideal, es decir no histórica, compuesta por el Evangelista más con intención de transmitir teología que historia.

Esta escena es parecida a otras como la “conversación con Nicodemo” (cap. 3,1-11) cuyo significado es: no basta ser judío para salvarse; hay que prestar atención a las revelaciones del Salvador-, y el “Diálogo con la mujer samaritana” del capítulo 4: el Salvador/revelador se revela al mundo no judío representado en esa samaritana. La fémina simboliza también, y especialmente, el paso de la fe imperfecta a la perfecta gracias a las palabras reveladoras de Jesús.

En mi opinión también el encuentro del Resucitado con María de Magdala tiene un significado simbólico parecido al del diálogo con la samaritana: poner de relieve que esa mujer pasa de un estado de fe imperfecta -no piensa que Jesús ha resucitado, sino que han robado su cadáver; confunde a Jesús con un hortelano- a otro de fe perfecta gracias a las palabras del Revelador. Entonces lo proclama “Maestro mío”, es decir, su salvador por medio de la enseñanza reveladora. En Jn 20, 15 Magdalena llama a Jesús “Señor” (aunque lo confunda con el hortelano).

Es muy probable que en la teología del evangelista sea ésta una alusión críptica a la divinidad de Jesús, que ahora resplandece en la resurrección, pero proclamada antes en el Prólogo del Evangelio. María pasa también del deseo imperfecto de querer retener al Revelador en el mundo terrenal -simbolizado por su deseo de tocarlo- a aceptar la enseñanza de que él ya no pertenece al mundo de la materia. Mientras está aquí, en el mundo, tras la resurrección, Jesús se presentará a los discípulos y les enseñará. Pero luego subirá al Padre.

No veo aquí ninguna alusión -como se ha pretendido- a que la Magdalena se refiera a Jesús como su marido real y físico. Estas fantasías no encajan con una interpretación simbólica de la escena como creo que debe hacerse.

Aunque la escena del cap. 20 del Evangelio de Juan no sea histórica, o al menos sea dudosa ya que contradice al testimonio de Pablo (1 Cor 15,5) y el indirecto del Evangelio de Marcos genuino (16, 7) sobre a quién se apareció Jesús en primer lugar (a Pedro), queda, sin embargo, en pie que el Evangelista Juan escoge a María Magdalena (como “apóstola” de los apóstoles) para transmitir la tremenda noticia de la resurrección, lo que en el fondo significa conceder una función especial a las mujeres.

Otros comentaristas piensan exactamente lo contrario: lo “histórico” (o tradicional) es que la primera aparición del Resucitado fue a una mujer (= EvJn es lo histórico) y que el testimonio de Pablo y de los otros evangelistas lo cambian por la idea general judía –que anteriormente, al principio de la serie, expusimos- de que la mujer no es válida como testigo por sí sola. De cualquier modo que el autor del texto resalta la importancia de una mujer como apóstol de los apóstoles es evidente.

La posible rectificación del IV Evangelio presentando a María como la primera mujer que ve al Resucitado y que transmite la noticia a los apóstoles tuvo un éxito grande, lo que implica que había un público receptivo a la idea: existía una rama del cristianismo en la que la mujer era mejor considerada que en otras. La escena dio pie también para que los autores de los evangelios apócrifos gnósticos, que apreciaban mucho al IV Evangelio (El primer comentario conocido del Evangelio de Juan es gnóstico, de Heracleón, en el siglo II), cultivaran este ambiente más favorable a las mujeres.

Seguiremos
Saludos cordiales de Antonio Piñero.
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