Juan de Zebedeo en la literatura apócrifa (HchJnPr)

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Patmos 6


Hoy escribe Gonzalo del Cerro

Continúa el ministerio de Juan en Patmos

Dos jóvenes resucitados

Cuenta después Prócoro un suceso que tiene ya un paralelo en estos mismos Hechos. A saber, había unos baños a los que entró un hijo de un sacerdote de Zeus para bañarse. Y sucedió que un demonio malvado lo ahogó. Se trataba del mismo demonio que había ahogado en Éfeso a Domno, el hijo de Dioscórides. El padre del ahogado, enterado de la triste noticia, corrió al lugar donde yacía muerto su hijo.

De allí se dirigió en busca de Juan a quien pidió sin rodeos que resucitara al joven ahogado. Pues tenía noticia de que Juan realizaba prodigios semejantes. Tomó el doliente padre a Juan de la mano y se encaminaron a los baños. Colocaron al muerto a los pies de Juan, a quien el padre pidió con claridad el milagro: “Resucita a mi hijo”, decía. A lo que el Apóstol respondió con otra frase densa y lacónica, dirigida al difunto: “En el nombre de Jesucristo, Hijo de Dios, resucita” (c. 37,2).

Enseguida resucitó y respondió a las explicaciones solicitadas por Juan diciendo que cuando se estaba bañando surgió un etíope de la piscina y lo ahogó. El color moreno de los etíopes es la razón para que el autor del relato personalizara de este modo al demonio homicida. La tez de los etíopes sirvió a la iglesia primitiva para designar al demonio (cf. HchPe 22,4). Juan conoció que se trataba del mismo demonio a quien se enfrentó en Éfeso. El demonio pidió a gritos que no volviera a expulsarlo de aquel lugar donde residía desde hacía seis años, los mismos que hacía desde su anterior expulsión. Pero Juan fue implacable. Le ordenó salir de aquel lugar y de aquella isla y lo envió a habitar en lugares desiertos. Al ver el sacerdote de Zeus los poderes de Juan, se postró ante él y le prometió creer en su doctrina. En consecuencia solicitó para él y para los suyos el sello en Cristo. Y previa instrucción idónea, fue bautizado él con toda su familia. El autor concluye que “permanecimos en su casa tres días” con ellos, que estaban felices por las maravillas hechas por Dios por medio de su Apóstol.

“Al cuarto día” se dirigieron Juan y Prócoro a un lugar llamado Flogio, a donde se había congregado casi toda la ciudad para escuchar a Juan (c. 38,1). De pronto llegó corriendo una mujer viuda hablando a gritos. Contaba que su marido le había dejado un niño de tres años a quien había logrado convertir con grandes trabajos en un hombre adulto. Pero un demonio perverso lo había golpeado hasta el punto de que nadie podía curarlo. Se dirigió, pues, a Juan para pedirle que lo sanara. “Traédmelo, que Cristo lo curará”, le dijo Juan. La mujer fue con seis jóvenes para traer a su hijo. Pero cuando el espíritu inmundo conoció sus intenciones, huyó del poseso antes de que Juan llegara. Visto el resultado, pidieron a Juan el sello de Cristo. Entonces se encaminaron a la casa del joven, donde, previa la conveniente instrucción, recibieron todos el bautismo. Allí permanecieron Juan y su discípulo durante tres días.

Bacanal en el templo de Dioniso

“Al cuarto día nos marchamos” seguidos de un gran gentío al que Juan instruía. En aquel lugar se levantaba un templo de Dioniso, templo descrito por Prócoro como infame, al que entraba mucha gente con gran cantidad de vino y de alimentos. El día de la fiesta, según la plástica descripción de Prócoro, “entraban en aquel templo infame en compañía de mujeres, excepto niños, y comían y bebían. Después de comer y beber, cerraban las puertas y, en desorden, como caballos en celo se lanzaban sobre las mujeres en confusa promiscuidad” (c. 39,1). Recordemos que El dios Dioniso era honrado con orgías tan tumultuosas que llegaron a ser prohibidas en el Imperio Romano como origen de desórdenes públicos. Con esa intención se emitió el Senatus consultum de Bacchanalibus del 186 a. C.

Los adoradores del dios recomendaron a Juan que se retirara y los dejara tranquilos con sus celebraciones. Entre ellos había doce sacerdotes de Dioniso, que se lanzaron sobre Juan, lo golpearon, lo arrastraron, lo ataron, lo abandonaron en tierra y se refugiaron en su templo. El relato de Prócoro cuenta que “cuando los doce sacerdotes hubieron entrado en el templo de Dioniso, a quien ellos invocaban como dios, dejó escapar Juan un gemido tal como estaba tumbado en tierra y atado, y dijo: “Señor Jesucristo, que se venga abajo el templo de Dioniso”. Inmediatamente, se vino abajo y mató a los doce sacerdotes” (c. 39,2).

El mago Noeciano

En la ciudad de Mirinusa, vivía un hombre de nombre Noeciano, experto en las artes de la magia y poseedor de varios libros compuestos por los demonios. Cuando vio lo que la plegaria de Juan había conseguido haciendo caer el templo del dios con la muerte de sus doce sacerdotes, sintió un furor satánico contra él. Le intimó, pues, a que resucitara a los doce sacerdotes, con lo que la fama del Apóstol se acrecentaría y hasta el mismo Noeciano creería en el Crucificado. Si no lo hacía, los resucitaría él y castigaría a Juan de manera cruel. Juan replicaba que si los sacerdotes habían muerto era por que no eran dignos de seguir viviendo.

Entonces Noeciano hizo aparecer doce demonios bajo la apariencia de los sacerdotes fallecidos. Les ordenó que fueran con él para hacer perecer a Juan de mala manera. Pero los demonios le respondieron que ellos no podían acercarse a Juan. Le proponían la disyuntiva de que fuera él solo y llevara a la multitud al lugar donde ellos estaban. Al verlos, creerían que los sacerdotes habían resucitado por el poder de Noeciano y se lanzarían a lapidar a Juan. La muchedumbre abandonó al Apóstol para seguir tras Noeciano y sus presuntos demonios. Juan hizo con Prócoro una maniobra de distracción y se dirigieron a las ruinas del templo por otro camino.

Cuando Juan se aproximaba, los presuntos sacerdotes desparecieron del lugar. De manera que cuando Noeciano se puso a invocarlos a gritos, no aparecieron, lo que provocó las iras de la multitud. Los presentes se sentían engañados por Noeciano, que los había hecho desconfiar de su recto maestro. Querían incluso matar a Noeciano, como él había querido hacer con Juan. La reacción del Apóstol no ofrecía dudas: “Hijos, dejad que la oscuridad vaya hacia las tinieblas. Vosotros, que sois hijos de la luz, caminad hacia la luz, y las tinieblas no os alcanzarán, porque la verdad de Cristo está en vosotros” (c. 40,6). La oposición luz / tinieblas, hijos de la luz / hijos de las tinieblas tiene amplio eco en el Nuevo Testamento, sobre todo en el evangelio de Juan (Jn 1,5). La primera carta de Juan asegura que Dios es luz y que en él no hay tinieblas (1 Jn 1,5). De ahí que una forma de definir a los cristianos es calificarlos de “hijos de la luz” (Lc 16,8; Ef 5, 8; 1 Tes 5,5).

En consecuencia, no les permitió Juan que mataran a Noeciano. Muchos de los más ricos solicitaron a Juan que les diera el sello en Cristo. Juan los invitó a bajar con él al río donde los bautizaría. Pero Noeciano hizo con sus artes mágicas que las aguas del río se tornaran rojas con si fueran sangre. El Apóstol recurrió a la oración para que el Señor Jesús restituyera el agua a su estado natural. Más aún pidió que Noeciano quedara ciego. Ambos efectos se produjeron inmediatamente. Muchos presentes solicitaron el sello en Cristo, que Juan concedió a doscientos de ellos. Noeciano, al fin, se sintió conmovido, pidió al Apóstol que tuviera piedad de él, le devolviera la vista y le concediera el sello en Cristo. Juan lo condujo al río, lo instruyó sobre la doctrina de la Trinidad y lo bautizó. Al instante se abrieron sus ojos y recobró la vista. A continuación, tomó a Juan de la mano y lo condujo a su casa en compañía de su discípulo Prócoro.

En el lugar había muchos ídolos, que cayeron reducidos a pedazos. Noeciano, testigo de los sucesos, creyó aún más en Cristo, lo mismo que su mujer y sus hijos. Todos los miembros de la familia fueron bautizados. Después de algún tiempo, salieron de Mirinusa para trasladarse a la población de Caros, situada a la distancia de dieciséis millas (c. 41,1). Allí se encontró con el judío Fausto, que los recibió en su casa, fue instruido por Juan y bautizado. En su casa “permanecimos bastante tiempo”, comenta el autor del relato.

Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
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