Hechos de Juan el Teólogo en la ciudad de Roma. Apéndices de los HchJn 4,1

Veneno


Hoy escribe Gonzalo del Cerro

Vespasiano destruye Jerusalén y el templo

Bonnet, en su edición de los Acta Apostolorum Apocrypha ofrece el texto de los capítulos 1-14, considerados como posteriores a los primitivos, y ajenos, en principio, al resto de los Hechos. Se remontan, al parecer, estos capítulos al siglo V, pues sus datos son conocidos por Eusebio de Cesarea, que los recoge en el libro III de su Historia de la Iglesia. Llevan como título un epígrafe, donde se habla de Hechos del santo apóstol y evangelista Juan el Teólogo en la ciudad de Roma, y se anuncia su contenido que abarcaría su destierro y su metástasis o tránsito.

Empieza el relato con la referencia cronológica al reinado de Agripa, rey de los judíos, a quien sus súbditos apedrearon porque pretendía firmar la paz con el emperador de Roma, Vespasiano. Los romanos, guiados por su emperador, pusieron sitio a Jerusalén. Vespasiano mató a no pocos judíos y a otros muchos los condenó al destierro, arrasó el templo de Jerusalén y trasladó a Roma los utensilios sagrados como botín de guerra (c. 1).

Persecución de Domiciano contra judíos y cristianos

Muerto Vespasiano, ascendió al trono imperial su hijo Domiciano, que a sus múltiples crímenes añadió una nueva persecución contra los judíos, a los que decidió expulsar de Roma. Los judíos, al verse en peligro de dispersión, enviaron a Domiciano un informe, en el que le hablaban de los cristianos. Los presentaban como extranjeros, enemigos de Roma y de sus leyes, pero también como recalcitrantes contra las prácticas religiosas del pueblo judío. Contaban que los cristianos proclamaban como Dios a un hombre, que había muerto crucificado por sus blasfemias. Los miembros de la nueva religión llegaban al extremo de venerar al crucificado como resucitado de entre los muertos y elevado al cielo entre las nubes (c. 2-3).

Domiciano, impresionado por el informe de los judíos, logró que el senado promulgara un decreto que condenaba a muerte a los que se confesaran cristianos. Entretanto llegó a Roma la fama de un judío, de nombre Juan, que predicaba en Éfeso diciendo que el poderío de los romanos acabaría en breve y pasaría a manos de otro hombre poderoso. Domiciano, asustado por estas noticias, envió a un centurión con varios soldados para que llevaran a Juan prisionero a Roma. Juan, vestido de manera humilde, se encontraba a la puerta de su casa. Los soldados creían que sería el portero y le preguntaron por el cristiano que buscaban. Juan porfió con ellos, que no creían que fuera el hombre importante que tanto temor suscitaba en el emperador. Finalmente, confirmada su propia confesión con el testimonio de los vecinos, fue Juan arrestado y obligado a viajar a Roma para presentarse ante Domiciano (c. 5).

Juan ante el emperador Domiciano

Los soldados se pusieron en camino llevando a Juan sentado en medio de ellos. Cuando llegaron a la primera posada, le rogaron que se sentara con ellos para tomar la cena, pero les contestó que estaba cansado y prefería dormir. Lo mismo sucedió en los días siguientes, de manera que los soldados tuvieron miedo de que cayera extenuado y les provocara el consiguiente castigo. Pero Juan estaba cada día más radiante. Al séptimo día de viaje, que era domingo, Juan les dijo que era el momento de tomar alimento. Se lavó la cara y las manos, extendió un mantel y comió solemnemente un dátil delante de los pasajeros de la nave (c. 6).

Ésa fue la dieta de Juan durante el largo tiempo que duró la travesía. Lo condujeron ante el emperador a quien dijeron que le traían no a un hombre sino a un dios. Pues desde el día en que lo arrestaron no había probado bocado. Sorprendido Domiciano con aquella noticia, se acercó para besar a Juan. Pero el apóstol, inclinó la cabeza y besó al emperador en el pecho. Indignado Domiciano, preguntó a Juan si es que lo consideraba indigno de besarle. Juan le respondió que era preciso besar primero la mano de Dios por aquello de la Escritura que dice: “El corazón del rey está en las manos de Dios” (Prov 21,1: c. 7).

Domiciano interrogó al apóstol: “¿Eres tú Juan, el que ha dicho que mi imperio va a ser aniquilado y que otro personaje, Jesús, va a reinar en mi lugar?” La respuesta de Juan hablaba de un reino duradero para Domiciano y otros muchos sucesores suyos. Pero cuando se cumplan los años del mundo, bajará de los cielos “un rey eterno, verdadero, juez de vivos y muertos” por quien serán aniquilados todos los poderes de la tierra. Ése es el Señor, el Verbo, el Hijo de Dios vivo, Cristo Jesús” (c. 8).

Prueba del veneno

Todos aquellos augurios le parecían a Domiciano meras palabras indemostrables. Bien podía el futuro rey, si es que había de ser tan poderoso, hacer una demostración de sus poderes. Juan pidió un veneno mortal, que vertió en una copa grande. Con ella en la mano, hizo una oración en la que rogaba que el veneno sirviera para fortaleza del cuerpo y del alma lo mismo que la copa de la eucaristía (c. 9). Apuró el apóstol la copa y aguantó en pie alegre, hablando como una persona sana. Los presentes esperaban que Juan cayera a tierra presa de convulsiones y dolores en una agonía rápida. Pero Domiciano se indignó con los que habían preparado el veneno, y pensó que habrían proporcionado algún sucedáneo, lo que negaban los verdugos jurando por la salud del emperador.

Juan comprendió la situación, pidió más veneno y solicitó que trajeran a un condenado. Echó agua en la copa, diluyó el veneno y se la dio al preso, que la tomó, la bebió, al instante cayó a tierra y murió. Todos los presentes quedaron consternados ante lo sucedido. Cuando Domiciano se aprestaba para regresar a su palacio, Juan le espetó que si pensaba que un apóstol de Jesús se iba a convertir en asesino en su presencia. Se acercó al cadáver y oró pidiendo para el difunto “el retorno a la vida” a fin de que supiera Domiciano que el Verbo de Dios es mucho más fuerte y poderoso que el veneno, y que domina sobre la muerte y la vida” (cc. 10.11). El condenado se levantó vivo.

Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
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