Pablo de Tarso en los Hechos canónicos de los Apóstoles (III)

Hoy escribe Gonzalo del Cerro

Viajes apostólicos de Pablo

En el contexto del tercer viaje (Hch 18,23-21,16) cruzó Pablo la península de Anatolia a lo largo, atravesando Galacia y Frigia hasta llegar a la ciudad de Éfeso en la costa occidental. Allí encontró algunos discípulos que no tenían noticia del Espíritu Santo y solamente habían recibido el bautismo de Juan. Pablo les instruyó adecuadamente y los bautizó en el nombre de Jesús. Cuando les impuso las manos, recibieron el Espíritu Santo. Permaneció en Éfeso más de dos años enseñando y confirmando su doctrina con milagros. Se extendió tanto la fama de sus poderes taumatúrgicos que algunos exorcistas judíos arrojaban los espíritus invocando al “Jesús a quien Pablo predica”.

Mientras preparaba un nuevo viaje a Jerusalén se produjo un alboroto entre los plateros de Éfeso, conocido como “el motín de Éfeso”. El promotor del alboroto fue uno de los plateros, llamado Demetrio. El motivo era la prevista ruina de los profesionales de la plata, que veían su negocio en peligro con la predicación de Pablo. Reconocía que ésa era la verdadera razón de su disgusto, pero añadía una reflexión políticamente correcta argumentando que la doctrina de Pablo provocaba el descrédito de la diosa Ártemis y de su culto. Los plateros se llenaron de ira y comenzaron a gritar: “¡Grande es la Ártemis de los efesios!” (Hch 19,28). La gente se congregó en el teatro adonde arrastraron a algunos compañeros de Pablo. El mismo apóstol quiso presentarse en el teatro, pero unos asiarcas amigos le disuadieron ante el cariz peligroso que había adquirido la revuelta.

Los amotinados no admitían excusas ni explicaciones, pero el secretario les dirigió la palabra para pacificarlos. Reconocía que la diosa era la guardiana de la ciudad y de sus tradiciones. Contra ella nada podían unos hombres que ni siquiera eran blasfemos ni sacrílegos. En consecuencia, si alguien tenía causas pendientes contra ellos, tribunales había que darían a cada cual el ejercicio de sus derechos. Pero una asamblea tumultuosa, como era aquella, sólo podría acarrearles la sospecha de sedición y el correspondiente castigo. Oídas aquellas palabras, se disolvió la asamblea.

Pablo decidió viajar a Jerusalén a través de Macedonia y permaneció en Grecia durante tres meses. Pero cuando los judíos supieron que pensaba embarcarse para ir a Siria, le pusieron asechanzas que él esquivó regresando a Macedonia. Viajaban con él varios discípulos que se adelantaron para esperarle en Tróade. A partir de este momento (Hch 20,6), prosigue la narración con un insistente “nosotros”, que delata la circunstancia de que el relator era testigo ocular y coprotagonista del viaje. El primer suceso narrado en primera persona es el de una celebración de los cristianos con Pablo para partir el pan el primer día de la semana, es decir, el domingo. La alocución de Pablo se prolongó hasta altas horas de la madrugada. Y ocurrió que un joven, llamado Eutico, se quedó dormido en una ventana del tercer piso, de la que cayó vencido por el sueño y se mató. Pablo bajó, se echó sobre el muerto y lo resucitó para consuelo de todos los presentes. Subió después, celebró el rito de la eucaristía o fracción del pan y prosiguió su plática hasta el amanecer.

Marchó luego según su proyecto. Navegaron hasta Mitilene, donde fondearon; continuaron frente a Quío hasta llegar a Samos y al día siguiente arribaron a Mileto. Como tenía prisa por llegar a Jerusalén, no se detuvo en Éfeso, pero convocó a los presbíteros, a los que dirigió una sentida alocución. Les hablaba de las tribulaciones que el Espíritu le vaticinaba. El encuentro tenía el sentido de una despedida, tanto que les dijo abiertamente: “Sé que no volveréis a ver mi rostro” (Hch 20,25). Les llamaba la atención sobre los peligros en que se verían envueltos no solamente de parte de sus enemigos, sino también de los falsos hermanos. Les recomendaba vigilancia y paciencia. Los presbíteros convocados prorrumpieron en llanto, sobre todo, por las palabras de Pablo en las que auguraba que no volverían a ver su rostro. Y lo llevaron hasta la nave en la que zarpó rumbo a Jerusalén.

Fiel a su carácter de testigo ocular continúa el relator narrando el viaje con sus precisas singladuras. Navegaron derechos a la isla de Cos, la patria de Hipócrates, el padre de la medicina; de Cos hicieron la travesía a Rodas y de allí a Pátara, puerto de mar en la antigua región de Licia en el sudoeste de la península de Anatolia. En Pátara tomaron una nave que partía para Fenicia, dejaron Chipre a la izquierda hasta arribar a Tiro. “Allí permanecimos siete días”, dice el relator. Los discípulos de la ciudad trataban de disuadir a Pablo para que no subiese a Jerusalén. Pero al cabo de los siete días, salieron acompañados por los hermanos con sus mujeres y sus hijos. Previa oración sobre la arena de la playa, “nos despedimos y subimos a la nave”. La singladura los llevó a Tolemaida, la moderna Acre o San Juan de Acre, donde terminó su navegación. Porque desde allí se dirigieron por tierra a Cesarea y se alojaron en la casa del evangelista Felipe, que vivía con sus cuatro hijas, dotadas del don de profecía (Hch 21,9).

Después de varios días pasados en Cesarea, llegó un profeta de nombre Ágabo, quien tomó el cinto de Pablo, se ató con él los pies y las manos diciendo: “Así atarán los judíos al varón de quien es este cinto”. Los hermanos del lugar y los que venían con Pablo le suplicaron que no subiese a Jerusalén para que no se cumpliera lo que Ágabo vaticinaba. Pablo les dijo que estaba presto a sufrir cualquier cosa por el nombre de Jesús, aunque fuera la muerte. Los hermanos, resignados, dijeron: “Hágase la voluntad del Señor” (Hch 21,14).

La estancia en Jerusalén estuvo llena de luces y sombras. Pablo visitó a Santiago, con el que se encontraban congregados los presbíteros. Les refirió lo que Dios había realizado por su mano entre los gentiles, pero surgió de nuevo el problema de la observancia de la ley de Moisés. Habían oído que, según la doctrina de Pablo, no necesitaba observar la ley de Moisés el que buscaba conseguir la salvación. Pablo realizó los ritos del nazireato con otros cuatro consagrados para demostrar que seguía observando la ley de Moisés.

Estaba Pablo a punto de terminar su proyectada estancia en Jerusalén cuando unos judíos de Asia lo vieron en el templo, alborotaron a la muchedumbre, le echaron mano y lo arrastraron fuera del templo con intención de matarle. Le acusaban de actuar contra el pueblo, contra la Ley y contra el templo. Sospechaban incluso que había introducido a paganos en el lugar sagrado. Mientras lo apaleaban, llegó la noticia al tribuno que acudió con soldados al lugar. Los judíos cesaron de golpear a Pablo. El tribuno quiso conocer los motivos del alboroto, pero no pudo sacar nada en claro por la diversidad de acusaciones que gritaban.

El tribuno lo confundió con un revoltoso egipcio, por eso se sorprendió cuando vio que Pablo hablaba griego. Pero pidió hablar a la multitud en hebreo, lo que hizo en sentido de apología personal (Hch 21,37ss). Comenzó desde sus primeros años en Tarso de Cilicia, su patria, donde fue alumno del famoso rabino Gamaliel. Recordó su fase de perseguidor celoso de la doctrina cristiana, de lo que podrían dar testimonio el mismo sumo sacerdote y el sanedrín. Fueron ellos quienes le dieron cartas de recomendación para detener y llevarse presos a Jerusalén a los cristianos de Damasco con la intención de castigarlos. Siempre que Pablo recuerda su pasado, menciona su tiempo de perseguidor de la iglesia. Contó con detalle el episodio de la visión cerca ya de Damasco y los sucesos que siguieron a su conversión. Narró los detalles de la muerte de Esteban, de la que se gozaba positivamente. Pero cuando habló de la visión que le auguró un futuro de ministerio en naciones lejanas, los oyentes judíos no aguantaron más, sino que interrumpieron a gritos su alocución.

El tribuno ordenó introducir en el cuartel a Pablo con intención de hacerlo azotar. Fue entonces cuando Pablo recurrió a su dignidad política preguntando si tenían acaso poderes para azotar a un ciudadano romano. El tribuno se alarmó por lo sucedido con la detención y el proyecto de azotar a Pablo, que era ciudadano romano de nacimiento y no como el tribuno que había conseguido la ciudadanía por una gran suma de dinero. El tribuno, desconcertado con los acontecimientos, presentó a Pablo al sanedrín. En aquella asamblea había fariseos y saduceos, enfrentados no sólo en sus actitudes políticas sino en temas de teoría religiosa, como era la creencia en la resurrección rechazada por los saduceos. Pablo se presentó como “fariseo e hijo de fariseos” (Hch 23,6), lo que provocó una fuerte disensión entre los miembros del sanedrín. El tribuno tuvo que intervenir para que Pablo no acabara despedazado por los sanedritas. Una nueva visión del Señor auguró a Pablo que tendría que dar testimonio de él también en Roma.

Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
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