El secreto del “Príncipe de la paz” (412-08)

Hoy escribe Antonio Piñero


M. Harris sostiene que los presuntos misterios de la civilización occidental (por ejemplo, sus mitos fundacionales que él denomina “oníricos”) se convierten en luz y se disipan cuando se cae en las cuenta de lo que sabemos que pasó gracias al conocimiento histórico, es decir, cuando conocemos las “circunstancias prácticas de la vida”. Éstas explican los cambios "inexplicables"

Opina Harris al inicio de este su capítulo segundo y último sobre Jesús, que lleva el título dado a esta postal, que el Nazareno “instó (antes de tiempo; es decir, antes de la derrota ante el Imperio, lo que habría cambiado totalmente su mente) a sus compatriotas judíos a amar a los romanos” (p. 158).

Desde luego su extrañeza estaría justificado si esa (amar en bloque a los romanos y a los fariseos y los saduceos y los sumos sacerdotes, etc.) –así, sin matizaciones-- hubiera sido la enseñanza de Jesús. Y que esto no es asó lo sabemos gracias a una exégesis, que comenzó con el gran jurista Carl Schmitt, que distingue muy bien entre enemigos y adversarios y entre enemigos públicos y privados. Muy probablemente, Jesús nunca instó a amar a los enemigos públicos de Dios (suyos también, y de sus discípulos y oyentes) y del reino divino, como tales, como enemigos de Dios, sino como individuos "enemigos privados", que en cuanto privados podían ser objeto de predicación y conversión, o al menos de cambio, hacia una postura de respeto por Yahvé y por su pueblo elegido. Por eso curó al siervo del centurión romano según los Evangelios sinópticos.

Por eso Jesús nunca amó a saduceos y a la rama, o parte, de los fariseos que se oponía a su proclamación que instaba a la conversión para prepararse para la venida del Reino. Esos tales no eran adversarios intelectuales, ni tampoco potenciales conversos en cuanto personas privadas, sino enemigos públicos, acérrimos de Dios y por tanto de su mensajero, Jesús. A esos nada de amor, ni agua ni sal, sino amenazas durísimas como ”raza de víboras”, tronando contra ellos y asegurando que pasarían el resto de la eternidad en el fuego del infierno… ¡el peor de los males! Y respecto a los romanos, como enemigos públicos del Dios de Israel, que ocupaban su propiedad, su "viña" elegida, que no dejaban cumplir la Ley como era totalmente debido..., a esos ningún amor, sin condena. No odio, pero sí estricta condena y nada de amor.

Y luego escribe Harris:

“Hay muchas razones para suponer que estamos equivocados en cuanto al contenido de las enseñanzas de Jesús. Probablemente una solución práctica (a la aporía de cómo se atribuye a Jesús un mesianismo pacífico en el año 30 d.C.) consiste en suponer que Jesús no era tan pacífico como se suele creer, y que sus enseñanzas verdaderas no representaban una ruptura fundamental con la tradición del mesianismo militar judío. Una fuerte tendencia a favor de los bandidos-celotas y en contra de los romanos impregnó probablemente su ministerio original”. (pp. 158-159).

Hasta aquí no hay más que una mera suposición que han tenido también otros investigadores. La razón, que estimo fundamental, que no esgrime Harris por el momento, podría ser que si se llega a la conclusión muy razonable de que Jesús fue un judío integral, un rabino muy similar en su pensamiento teológico a los fariseos, en parte, y en parte a los esenios, es lógico pensar que –al igual que leyendo a los evangelistas de corrido no se cae en la cuenta fácilmente de la verdad de lo que acabamos de decir--, del mismo modo es razonable suponer que los evangelistas hayan podido modificar el pensamiento de Jesús de manera que el concepto del mesianismo que se le atribuye a Jesús no encaje bien con su entorno judío. Repito: esto me parece muy probable. Pero lo que viene a continuación es muy discutible:

“Es probable que la ruptura decisiva con la tradición mesiánica judía se produjera sólo después de la caída de Jerusalén, cuando los cristianos judíos que vivían en Roma y en otras ciudades del Imperio se desprendieron de los componentes político-militares originarios de las doctrinas de Jesús como respuesta adaptativa a la victoria de los romanos (sobre los judíos en la Gran Guerra del 66-70). Éste es en síntesis el argumento que trataré de emplear en lo que sigue” (p. 159).

Aquí me parece que Harris tiene una pequeña indigestión de Brandon (omito el chiste fácil), puesto que olvida en absoluto que el gran cambio, la gran reinterpretación de Jesús no se hace entre los cristianos judíos de Roma, ni siquiera tampoco entre los judíos cristianos de Jerusalén, sino en la diáspora de Siria y Asia Menor, desde Antioquía del Orontes a Macedonia, por obra de la misión paulina, algunas de cuyas raíces son antioquenas, o si se quieren propias de los judíos de la Diáspora de la zona de Damasco (y Antioquía), a los que había perseguido otrora el mismo Pablo.

Con otras palabras, no entiendo que un pensador tan serio e informado como M. Harris haya dejado de lado la importancia de Pablo en este más que posible cambio. Fue éste sin duda el iniciador de la gran reinterpretación radical de Jesús que lo convirtió de un rabino galileo en un salvador universal. Parece como si Harris se hubiera concentrado en la tesis de Brandon de que el Evangelio de Marcos es una “Apologia ad christianos romanos” (que podría ser perfectamente), y que él, Marcos, de un modo casi autónomo, como si su pensamiento no fuera paulino, fue el que mostró, o causó, que el cambio de un mesianismo judío político-militar a otro pacífico se hiciera en Roma y por su influencia. En efecto, según Harris, los judíos de Roma se convencieron de que habría que cambiar la figura de Jesús puesto que ésta no era asumible tras la victoria militar romana

Esta tesis no es creíble ni sostenible por lo dicho acerca de la importancia de Pablo de Tarso. Pero sí pueden serlo otros de los argumentos que utiliza Harris para hacer plausible que el pensamiento mesiánico de Jesús es más judío que el presentado por la figura jesuánica de los evangelios canónicos.

Los veremos y discutiremos en la notas que seguirán
Saludos cordiales de Antonio Piñero.
Universidad Complutense de Madrid
www.antoniopinero.com
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