Antijudaísmo cristiano, el cuento de nunca acabar

Hoy escribe Fernando Bermejo

Dado que las cuestiones planteadas en mi post de la semana pasada han generado numerosos comentarios de todo signo y condición, escribo hoy para aclarar algunos extremos y dejar aún más claro lo que pienso al respecto.

1) En mi post anterior, señalé que –como han argumentado detenidamente muchos respetados autores a los que sería paranoide (por no decir, simplemente: idiota) acusar de paranoicos– el antijudaísmo forma parte del núcleo duro del pensamiento cristiano. Comencé haciendo referencia a varios autores y autoras bien conocidos en la investigación sobre este tema, y como obra muy reciente cité un libro de Amy-Jill Levine (una estudiosa bien conocida en la investigación sobre Jesús, y que es la única mujer judía que forma parte del consejo de redacción del Journal for the Study of the Historical Jesus, integrado mayoritariamente por varones cristianos), evidentemente no como argumento de autoridad, sino precisamente porque esta autora es una de las que ha reflexionado sobre el instructivo hecho de que se puede ser un cristiano inteligente, bienintencionado e incluso progresista, y al mismo tiempo tener sin embargo instalado en lo más profundo tics antijudíos, que se manifiestan aun inconscientemente. Dado que yo he escrito un simple post (no un artículo o un libro), resulta poco razonable (como hace algún lector) pedir que yo reproduzca los ejemplos que pone esta autora. Quien esté interesado, tiene una amplia bibliografía disponible.

2) La idea de que se puede ser un cristiano inteligente y bienintencionado (e incluso progresista) y al mismo tiempo tener sin embargo instalado en lo más profundo tics antijudíos resulta contraintuitiva (uno esperaría que el cristiano inteligente y bienintencionado –como en general las personas inteligentes y bienintencionadas– haya superado totalmente tales prejuicios), pero lo contraintuitivo no es, ni mucho menos, siempre falso (no es necesario llegar a niveles subatómicos y hablar de física cuántica para advertirlo). Y es precisamente porque esta idea refleja un hecho incontrovertible por lo que me parece interesante reflexionar sobre ella en compañía de nuestros lectores. Que muchos cristianos pretendan negar a toda costa esta verdad es muy comprensible (es ciertamente una verdad difícil de digerir), y ya solo esto permite comprender el escasamente caritativo tono de los comentarios de algunos lectores.

3) No estará de más decir explícitamente que, aunque el antijudaísmo forma parte del núcleo del pensamiento cristiano, y aunque por tanto los tics antijudíos aparecen por doquier en la exégesis y la teología cristianas, hay cristianos capaces (tras un arduo trabajo intelectual y emocional) de deshacerse de algún modo de aquél. De hecho, personas como G. F. Moore o Charlotte Klein fueron cristianos (esta última nació judía). Pasa con esto lo mismo que con la figura histórica de Jesús: al igual que los estudiosos cristianos que son capaces de distinguir nítidamente entre historia y teología son una muy exigua minoría (pero existen), los cristianos que son capaces de superar su antijudaísmo son una muy exigua minoría (pero existen). Omnia praeclara rara.

4) Como ejemplo del alcance del tic antijudío en personas a las que nadie acusará (tampoco, nótese bien, el autor de estas líneas) de cabal antijudaísmo puse el ejemplo de una afirmación reciente de un teólogo español, que repito aquí:

[…] los mismos procedimientos y calumnias con que hace dos mil años otros amargaron la vida a Jesús de Nazaret... hasta asesinarlo

Queda perfectamente claro que, aunque aquí no se nombre a los judíos, son los judíos los referidos. No es solo que –a pesar de lo que intenta argumentar un lector- no parece poder decirse que los romanos calumniaran a Jesús, sino que la continuidad expresada en la frase –procedimientos y calumnias... hasta asesinarlo– no puede evidentemente referirse a las autoridades romanas, las cuales (que sepamos) tuvieron contacto directo con Jesús solo al final de la vida de este. El texto se refiere obviamente a judíos, y afirma que estos asesinaron a Jesús. Y esto reproduce la fabulación, contenida en los Evangelios canónicos (y tras ellos en innumerables obras cristianas) acerca de los adversarios (judíos) de Jesús empeñados en eliminar a este desde el principio, hasta que al final lo consiguen. La frase del teólogo delata, por tanto, quiérase o no, un tic antijudío.

5) A diferencia de lo que dice un lector, yo no “juzgo” al teólogo en cuestión. Me limito a poner nombre a lo que hace. Dar a entender que los judíos asesinaron a Jesús es reproducir una aberración histórica con gravísimas consecuencias morales, aunque se haga de paso y sin mencionar a los judíos. Me limito a poner otro ejemplo de cómo una persona que seguramente no cree ser (y sin duda no puede ser calificada de) “antijudía” puede decir cosas que delatan, en el fondo, profundos prejuicios antijudíos. Y puede hacerlo porque el mito cristiano fundamental, que este teólogo comparte, es intrínsecamente antijudío (v. infra).
El simple interés del caso es que hablamos de un teólogo progresista en la España contemporánea, no de un teólogo nazi ni de un discípulo de Bultmann en la Alemania de la posguerra, algo que nos quedaría un poco más lejos.

6) Tienen evidentemente toda la razón los lectores que afirman que los judíos son como los demás humanos y se les puede criticar. Gran verdad, a fe mía, pero yo jamás niego perogrulladas. Y podría ser que algunas autoridades judías hubieran tenido una cierta participación en el arresto de Jesús, y afirmar esto no implicaría antijudaísmo. Cierto, pero yo no he afirmado lo contrario. Así pues, las proclamas de algunos lectores sobre que no resulta antijudío postular que pudo haber una participación judía en el destino de Jesús no tocan en lo más mínimo a mi argumento ni constituyen un argumento contra mí (véase lo que sigue).

7) El antijudaísmo se evidencia no en la aceptación de algún tipo de participación judía en la muerte de Jesús –y por ello ni Ed Sanders ni B. Ehrman necesitan padecer de antijudaísmo–, sino en postular (por prejuicios teológicos) determinados modos de participación para los cuales no hay fundamento histórico. Por ejemplo, existe una diferencia muy sustancial entre afirmar que las autoridades judías, tras una acalorada discusión y como mal menor, decidieron parar los pies a un Jesús políticamente peligroso colaborando en su arresto para evitar el probable derramamiento de mucha sangre inocente (como puede deducirse de una lectura crítica del Cuarto Evangelio: Jn 11, 47-50) y afirmar que esas autoridades judías, por odio o envidia, utilizaron “procedimientos” (torticeros) y “calumnias” para “amargar la vida” a Jesús hasta “asesinarlo”. La diferencia entre ambas ideas es abismal, y espero que todo lector sea capaz de verla (pues quien no la viera, francamente padecería de un gravísimo problema de percepción). La primera no implica antijudaísmo, la segunda sí.

8) Y aquí se halla el problema (o uno de ellos): que la suma de calumnias e interpretación in pessimam partem que sobre las autoridades judías nos regalan a menudo los Evangelios es aceptada como fiable (¡cómo no, si son considerados Sagrada Escritura!) en el mundo cristiano, comenzando por el mundo de la exégesis y la teología. Así, la muerte de Jesús (el gran Jesús, el paradigma de todas las virtudes, el individuo único al que se adora) se explica por el odio y la envidia que por él sentían muchos de sus correligionarios, espiritualmente muy inferiores y que no eran capaces de soportar su maravillosa superioridad espiritual. Este cuento cristiano es al mismo tiempo un cuento chino, no porque los correligionarios de Jesús fueran tipos maravillosos (los jerarcas religiosos judíos no fueron seguramente mejores, moralmente hablando, que los jerarcas cristianos –entre los cuales hay gente muy noble y decente, pero también una gran cantidad de cínicos y miserables–), sino por dos razones que tienen todos los visos de ser históricamente fiables:
1ª) Jesús de Nazaret fue crucificado, es decir, ejecutado con una pena romana según el derecho romano;
2ª) los propios Evangelios ofrecen información abundante que apunta a que los romanos tuvieron razones suficientes para crucificar a Jesús (sin necesidad alguna de ser instigados a ello por judíos; v. infra).

9) Presupongo en todos nuestros lectores la capacidad de a) distinguir entre asesinato y ejecución; b) entender que en muchos casos no existe distinción real entre ambas, pues muy a menudo, en el mundo humano, la ejecución es un asesinato encubierto. Confío en que los lectores presupongan que también yo tengo esta doble capacidad (aunque algún amable lector parece sugerir lo contrario). Por tanto, debo de tener alguna razón para haber observado que las autoridades romanas responsables de la muerte de Jesús habrían considerado la crucifixión como una ejecución (legítima), no como un asesinato (arbitrario): “el poder romano habría dicho que fue ejecutado por un crimen de lesa majestad”. Pues bien, establecer una distinción, en el caso de Jesús de Nazaret, entre asesinato y ejecución presupone una visión determinada de cuáles fueron con mayor probabilidad las razones de la crucifixión de este personaje. Esta visión no puede ser explicada en dos líneas, aunque hace tiempo dediqué (también mi colega A. Piñero) algunos posts a esta cuestión. En apretada síntesis, digamos que existe un buen número de detalles en los propios Evangelios que explican suficientemente por qué Jesús fue crucificado por los romanos: la acusación contenida en Lc 23, 2 respecto a la prohibición de Jesús de dar tributo al César (en conexión con una lectura crítica de Mc 12,13-17), la exigencia de Jesús a sus discípulos para la adquisición de espadas en Lc 22,36-38, la presencia de armas en el grupo de los discípulos y la resistencia armada en el arresto, la violencia implicada en el episodio del Templo, la conexión establecida en Jn 11,47-50 entre la creencia en (el mensaje de) Jesús y una intervención romana, el juicio por Pilato, el titulus crucis (pretensión de ser “rey de los judíos”), la noticia evangélica sobre una (probablemente muy reciente) sedición en Jerusalén, la crucifixión de Jesús entre “lestai”, etc., etc.

10) Aunque la aplastante mayoría de exegetas y teólogos cristianos (por no hablar de los cristianos en general) pasan de puntillas por estos datos evangélicos, intentan negar su validez u ofrecen de ellos interpretaciones rocambolescas o forzadas, la convergencia de todos esos indicios apunta en el sentido de que Jesús de Nazaret, aun sin ser un zelota, no fue ajeno a la resistencia política contra Roma. Esto explica del modo más sencillo y natural que Jesús fuera crucificado, es decir, ejecutado por un delito de lesa majestad. Por tanto, al escribir que Jesús de Nazaret no fue asesinado por los judíos, sino ejecutado por los romanos, estoy afirmando que la reconstrucción histórica más probable de los acontecimientos permite concluir que Jesús –a diferencia de muchas víctimas totalmente inocentes que en el mundo han sido, son y serán– parece haber sido objetivamente concausa de su propia muerte (aunque a mí personalmente -¿hace falta decirlo?– toda ejecución me repugna). Y que su muerte puede explicarse sin necesidad alguna de postular un sórdido complot por malévolos judíos de nariz ganchuda y torva mirada, que conspiraron contra él para asesinarlo, movidos por el odio, la envidia y la mala baba.

11) El problema, por supuesto, es que la admisión cabal de esta explicación de la muerte de Jesús hace que el mito cristiano central se derrumbe hecho añicos. Se derrumba la fantasía del Jesús-víctima pacífica e inocentísima, se derrumba la fantasía de los romanos benévolos-o-al-menos-engañados, se derrumba la fantasía de las autoridades judías malas-malísimas que odiaban a Jesús porque lo sentían como infinitamente superior moral y espiritualmente a ellos; se derrumba, en definitiva, el mito evangélico central.

Dado que es de prever que los cristianos, y en primer lugar los intelectuales cristianos, harán todo cuanto esté en su mano para no reconocer que el mito cristiano central no parece merecer el menor crédito, puede entenderse que para apuntalar tales resistencias prefieran seguir ateniéndose a lo esencial del relato contenido en los Evangelios canónicos (que para eso son sus Sagradas Escrituras), aunque no pocos elementos de ese relato sean no solo históricamente inverosímiles sino también moralmente deletéreos. Así se explica que personas que jamás admitirán conscientemente ser antijudías –y de las que ciertamente no se puede decir que defiendan una concepción cabalmente antijudía– puedan seguir padeciendo toda su vida inconscientes tics antijudíos.

Saludos cordiales de Fernando Bermejo
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