Hacia la formación de la ortodoxia temprana. Conclusiones del libro “Los orígenes del cristianismo en Asia Menor. Textos e historia (70-135 d.C.)” (606)




Escribe Antonio Piñero

Continuamos con las conclusiones del libro del Prof. Fontana, ya que –dijimos– un análisis pormenorizado de cada uno de los capítulos parece imposible. Hoy la postal es larga, pero así hay materia para madurar durante el fin de semana. Utilizo a menudo las palabras mismas del autor, pero no las entrecomillo todo el rato porque haría molesta la lectura.

Otra de las preguntas que se hace el autor es: ¿por qué razón fue Éfeso precisamente la cuna de tantos textos cristianos? Y responde que la posible respuesta se halla en una conjunción de factores:

A. De un lado, porque en la ciudad se hallaban asentados cristianismos de origen gentil —y genéricamente helenista—, que se veían en la necesidad de producir textos que dieran cuenta de sus particularidades doctrinales y de su identidad específica respecto a lo que habían sido los primeros grupos de “cristianos” que eran estrictamente judíos.

De otro, porque las comunidades “judeocristianas” de otras zonas en esa misma época, a finales del siglo I —y, en consecuencia, sus eventuales producciones literarias— fueron víctimas de las convulsiones políticas del período que media entre las dos guerras judías, es decir, desde el fin del de la primera en el 70 hasta el inicio de la segunda hacia el 132. Los levantamientos –de carácter mesiánico/liberador como había ocurrido en Judea desde el 66 al 70– de judíos en la Cireniaica/Libia, Siria y Chipre fundamentalmente en la época de Trajano (finales del siglo I hasta el 119) acabaron no solo con los judíos, sino con los judeocristianos que no eran distinguibles netamente aún para la inmensa mayoría de los paganos de esas zonas. Tras algunas victorias de los judíos levantiscos al principio, el Imperio acabó con grandes masas de judíos y de judeocristianos, probablemente cientos de miles.

Pero no quedaron eliminadas todas. Textos como el Evangelio de Mateo junto con las epístolas de Jacobo y Judas, más la Didaché o Doctrina de los Doce apóstoles (compuesta entre el 100-150), los restos llegados hasta nosotros de los evangelios apócrifos judeocristianos (Evangelio de los hebreos; Evangelio de los ebionitas; Evangelio de los egipcios, etc., la Doctrina de Elkasai y posteriormente la literatura Pseudoclementina en el siglo III, demuestran que el judeocristianismo siguió vivo, aunque diezmado.

B. En contraste, el judaísmo —y, con él, los cristianismos— de Asia Menor vivieron una situación menos conflictiva y, desde luego, allí no se produjeron esos levantamientos mesiánicos Es cierto que los cristianos de Asia Menor sufrieron desde comienzos del siglo II la persecución estatal –como deducimos de la famosa Carta X de Plinio el Joven a Trajano– pero se trataba de medidas esporádicas, y más bien selectivas, que no son equiparables a las campañas de auténtico exterminio que padecieron los judíos en Palestina, Cirenaica, Siria o Chipre desde el 70 hasta el 135 d.C. Por ejemplo, la comunidad de Damasco, en la que se formó probablemente Pablo como judeocristiano, antes de pasar a Antioquía, quedó aniquilada.

Ciertamente no quedaron eliminadas todas. Textos como el Evangelio de Mateo y el Apocalipsis, junto con las epístolas de Jacobo y Judas, más la Didaché o Doctrina de los Doce apóstoles (compuesta entre el 100-150), los restos llegados hasta nosotros de los evangelios apócrifos judeocristianos, la Doctrina de Elkasai y posteriormente la literatura Pseudoclementina en el siglo III, demuestran que el judeocristianismo siguió vivo, aunque diezmado. Pero los paganocristianos procedentes de diversas comunidades de judíos helenistas y sobre todo los paulinos fueron ya una franca mayoría sobre los judeocristianos.

Por ello, las facciones cristianas de Asia Menor quedaran como casi las únicas a las que los de fueran podían considerar como «cristianos».

C. Señala el autor, el Prof. Fontana, y estoy de acuerdo también, en que a las dos razones anteriores hay que sumar la intensa labor irenista de algunos de los dirigentes de la comunidad gentil efesia —singularmente el autor del Tercer evangelio/Hechos–– que trataron de tender todos los puentes posibles hacia los grupos aledaños de judeocristiano. Esta tarea se ve clara en los movimientos en torno a la formación del canon de escritos sagrados cristianos en el que tanto roma como Éfeso debieron desempeñar un papee importante. Lo cierto es que en un canon esencialmente paulino tuvieron cabida escritos como el Evangelio de Mateo, el Apocalipsis, y las Epístolas de Santiago/Jacobo. Esta tendencia pacificadora y aglutinante hizo que desde mediados del siglo II se fuera formando una protoortodoxia, una suerte de “Gran Iglesia”, no en torno a la figura de Pedro, como se ha pretendido muchísimas veces y de un modo erróneo, sino en torno de las enseñanzas de Pablo (reinterpretadas y en algunos casos diluidas) a las que se atrajeron todos aquellos grupos de judeocristianos que podían ser asimilables.

Este movimiento, en el que insistimos con el Prof. Fontana, tuvo Éfeso un papel muy importante hizo que a fines del siglo II, y de mano de los obispos, ya firmemente establecidos como piedra angular del grupo cristiano, la práctica totalidad de los escritos de los diferentes grupos que habían llegado a fusionarse habían entrado ya a formar parte del canon escriturístico que llegaría a definir la ortodoxia. La prueba más evidente es el manejo que de esos escritos hace Ireneo de Lyón, una autor que procedía ciertamente de Asia Menor, y que de allí se trasladó a las Galias.

En definitiva, pienso que Fontana tiene razón cuando sostiene que de ningún modo de puede pensar para Asia Menor en de un grupo cristiano unitario y perfectamente diferenciado. La reconstrucción histórica del libro que comentamos revela la existencia en este período de finales del siglo I y la primera mitad del siglo II de, al menos, tres facciones cristianas que conviven en un mismo espacio:


a) Grupos judeocristianos, de los que no quedan sino rastros muy marginales —tal es el caso de ciertos textos ubicados hoy entre los Oráculos Sibilinos (de los que hay bastantes partes que son judías, o judeocristianas que utilizan la forma de los antiguos Oráculos, es decir, que los falsifican—, pero que debieron de haber sido importantes en la época, como evidencia la ferocidad de los ataques que reciben en algunos de los textos de esta época como las Cartas Pastorales, el epistolario de Ignacio de Antioquía o la obra de Justino Mártir.


b) Grupos cristianos de matriz paulina y origen mayoritariamente gentil: perfectamente reconocibles en los dos grandes textos lucanos (Lucas y Hechos); y además en las pseudopaulinas Cartas Pastorales, y asimismo Colosenses y Efesios.


Al margen de estos documentos, también habría que adscribir a este grupo la Primera carta de Pedro, correspondiente ya a la primera mitad del siglo II. Por supuesto, estos escritos distan de responder a un proyecto doctrinal unitario: cada uno de ellos refleja los puntos de vista y peculiaridades de cada uno de sus redactores. Así, por ejemplo, defiende el Prof. Fontana que algunos de los ataques de las Cartas Pastorales van probablemente dirigidos contra ciertas innovaciones narrativas introducidas en el Evangelio lucano (genealogía de Jesús, material litúrgico baptista). De la misma manera, los textos lucanos presentan un modelo social y organizativo de carácter utópico muy diferente del que presentan las propias Cartas Pastorales, que manifiestan un indiscutible sentido práctico al postular un sistema basado en una dirección institucional y jerárquica, en manos de individuos que, lejos del prestigio carismático que ostentan los dirigentes de otros grupos, están, en cambio, más capacitados para dirigir las comunidades en el contexto grecorromano.


c) Grupos cristianos “johánicos”, cuya existencia y características ha establecido el autor a partir del propio corpus johánico (Evangelio de Juan, Cartas johánicas y Apocalipsis).


Hagamos una pequeña pausa y expongamos una idea mínima y general del Prof. Fontana respeto al origen del Apocalipsis para que ningunos de los lectores piense que se están mezclando en un mismo saco obras tan dispares como el Cuarto Evangelio y el Apocalipsis. En rigor, y debido a su género literario, esta última obra podría ser asignada inicialmente a un grupo judeocristiano indeterminado o incluso cercano a los grupos sibilistas, es decir, gente que escribe oráculos sobre el inminente fin de mundo, como los sibilinos.


Sin embargo, los indiscutibles vínculos que unen el Apocalipsis con los estratos textuales más antiguos del Cuarto evangelio, llevan a Fontana a considerar que, efectivamente, la obra forma parte de la tradición del grupo johánico asentado en Asia Menor. Y es verosímil que las comunidades que estaban detrás del Apocalipsis —o al menos un sector mayoritario de ella— y las que estaban detrás del Cuarto Evangelio experimentaran un acercamiento al grupo gentil representado por Lucas y Hechos. Ello, por supuesto, no significa que nos hallemos ante un proceso de fusión plena. Por un lado hubo judeocristianos apocalípticos que se aferraron a un cristianismo más judaizantes; y por otro lado, durante largos años, la comunidad johánica del Cuarto Evangelio siguió manteniendo su identidad específica —así lo demuestra la Tercera carta de Juan— de forma que de manos de una escuela de teólogos, firmemente asentada en la tradición judía, siguió desarrollando fórmulas teológicas muy originales que acabaron por dar lugar al conjunto de discursos espirituales que constituyen el sello específico del Cuarto Evangelio.


De hecho, las profundas divergencias entre todos estos textos (Apocalipsis y Grupo johánico: evangelio y cartas) son un serio indicio de que surgieron de grupos de identidades muy diferenciadas. Pero hubo un movimiento de cierta atracción y fusión. Y esta idea no es un únicum en la investigación, porque ya en 1996 R. Strelan planteaba la coexistencia de dos grupos en Asia Menor (uno paulino y otro johánico) que efectuaron intercambios y transacciones entre sí.


El estudio del Prof. Fontana revela que en ambos grupos (johánicos y paulinos) hubo iniciativas conciliadoras que propiciaron un cierto acercamiento, tal como evidencian las mutuas interferencias entre los evangelios de Lucas y Juan, la propia existencia de la Primera carta de Pedro (texto de claro sello paulino que, aun con todo, incorpora algunos elementos johánicos) y, sobre todo, la composición de Hechos, obra que asume muchos materiales procedentes de la memoria del grupo johánico asentado en Éfeso; todo lo cual es ya suficiente indicio de que se trataba de comunidades de carácter muy distinto, y cuyos dirigentes experimentaron la necesidad de nivelar sus diversos horizontes identitarios a través de la creación de una “memoria común” que reunificara las diferentes “memorias particulares”, las cuales, formadas a partir de un difuso fondo oral, afloran todavía en unos textos que, inicialmente, forjaron como referente peculiar de cada uno de los distintos grupos.


La lectura/interpretación de los Hechos de los Apóstoles, del libro que comentamos es muy interesante: la ve como resultado de un proyecto universalista destinado a concitar la unidad de la mayor cantidad posible de creyentes de los grupos aledaños. Para ello, su autor se sirvió de un marco, creado por él y presentado al modo de una historia real, en el que iba desgranando la sucesiva aparición de personajes y grupos. Pero no los consideraba como elementos que coexistían en paralelo en su zona, sino como fases de un único proceso lineal: Lucas/Hechos transformó en una secuencia cronológica una realidad sincrónica y pluriforme que tenía ante sus ojos. Semejante artificio le permitió explicar su cristianismo, no solo como un movimiento que se iba abriendo a los gentiles, sino, sobre todo, como una realidad unitaria y compacta y como un proyecto al que todos –los diversos grupos de cristianos más separados entre sí en realidad que lo que el autor lucano los pinta– estaban invitados a sumarse.


Y el último paso: se pregunta el Prof. Fontana si esos intentos de conciliación, fueron fruto de un proyecto “político” de ciertos dirigentes de los respectivos grupos o, más bien, fueron resultado del sentir mayoritario de la generalidad de los miembros de las comunidades.


Teniendo en cuenta que los textos —únicos testimonios del proceso— son, por definición, obra de los notables de cada grupo, opina que hay que decantarse por la primera alternativa. En cualquier caso, el examen de los textos demuestra que tales iniciativas no resultaron inmediatamente fructíferas: por más que ciertos individuos trataran de fomentar un proyecto unificador entre grupos de tan diverso origen y carácter, lo cierto es que, durante largo tiempo (prácticamente durante todo el siglo II), cada uno de ellos sufrió fuertes controversias y conmociones internas a cuenta precisamente de los sucesivos intentos de fusión.


Este es el marco en el que el Prof. Fontana ubica ciertas polémicas a cuenta del Apocalipsis o, posteriormente, los movimientos de Marción y Montano (movimientos en los que primaba –en la manera de regir las comunidades cristianas– el gobierno del Espíritu sobre el poder de los obispos).


Lo mismo puede decirse, según Fontana, de los grupos judeocristianos cuyas fórmulas iniciales acabaron por desembocar en los gnosticismos locales, bien representados en la figura de Cerinto. De hecho, algunos grupos cristianos no escaparon al pensamiento gnóstico ambiental (como tantísimas veces he defendido yo mismo a lo largo de los años): tal es el caso de los teólogos que dieron lugar a la sección de los discursos del Cuarto Evangelio, cuyo lenguaje tanto debe a la gnosis temprana (estos discursos fueron incorporados al Evangelio en una última etapa; al principio el Evangelio de Juan pudo tener una estructura sinóptico-paulina parecida a la del Evangelio de Marcos). Me alegro mucho de haber encontrado esta conclusión en el libro de Fontana, aunque debo decir que, para algunos investigadores de hoy, no es “políticamente correcto” hablar de una cierta gnosis o protognosis hasta aproximadamente el 150 o incluso más tarde.


En cualquier caso, y gracias a la acción coordinada de las poderosas figuras episcopales de la segunda mitad del siglo II, estas controversias fueron el factor decisivo que selló la unidad de los grupos que acabaron con configurar la protoortodoxia (insisto en torno al pensamiento paulino y no el petrino, imposible de reconstruir en rigor más que en líneas muy generales) como facción dominante en el panorama cristiano del siglo II.


Debo confirmar de nuevo que estoy muy de acuerdo con estas perspectivas. Y quien haya podido seguir lo que he escrito a lo largo de los años acerca de la formación del canon del Nuevo Testamento verá que mi propio pensamiento es muy semejante a las conclusiones a las que llega este libro. Y así lo tengo ya escrito de nuevo en la “Introducción General” de la futura edición, en marcha del Nuevo Testamento como primer volumen de la “Biblia de San Millán”, cuya publicación está prevista para 2017.


Saludos cordiales de Antonio Piñero
Universidad Complutense de Madrid
www.antoniopinero.com
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