EN AQUELLOS DÍAS SALIÓ UN EDICTO DE CÉSAR...: AUGUSTO Y EL MESÍAS PACÍFICO DEL EVANGELIO DE SAN LUCAS ( Y II) (611)

Escribe Gonzalo Fontana

Universidad de Zaragoza



Hemos advertido de antemano de que sólo vamos a dar cuenta de una parte de la argumentación, podemos pasar a nuestro examen centrándonos sólo en los aspectos que podemos tratar sin recurrir a impertinentes tecnicismos. Y para ello nos vamos a dejar guiar por dos ilustres especialistas, A. N. Sherwin-White y R. Syme, quienes, orillando otras cuestiones, se detuvieron en la datación del famoso censo, problema respecto al cual ofrecieron dos soluciones muy distintas. Así, Syme, (1984), “The Titulus Tiburtinus”, en: A. R. Birley (ed.), Ronald Syme, Roman Papers III, Oxford, pp. 870-886, atribuyó el origen del yerro a la vaguedad con que se recordaban los acontecimientos de la historia del judaísmo palestinense. Se trataría, pues, de un mero error cronológico, fruto del simple desconocimiento; en cambio, según Sherwin-White (1963, “Quirinus, a note”, en: Roman Society and Roman Law in the New Testament, Oxford, pp. 162-171), la fecha lucana se debía a un intento consciente de rechazar “la tradición que sigue Mateo, la cual relacionaba el nacimiento de Jesús con Herodes y Arquelao” ( Mt 2, 22).


Y no es inverosímil que sea así: los textos cristianos primitivos constituyen la materialización de las creencias y las inquietudes de las comunidades que los produjeron; y no sería imposible que, en este punto, la comunidad lucana quisiera marcar su identidad respecto a la de Mateo, caracterizada por un indisimulado judaísmo. En efecto, el autor lucano y los destinatarios de su grupo constituían, a fines del siglo I, una facción excéntrica en el cristianismo de su época. En un movimiento que, inicialmente, había tenido una indudable impronta judía, ellos constituían la avanzada de lo que sería el cristianismo del futuro: una religión formada por gentiles, más sensibles al contexto romano al que pertenecían que al pasado judío de los grupos representados por un Jesús perseguido por Herodes, personaje que, de hecho, no tiene ningún papel en el tercer evangelio. De ahí que ubicaran a su mesías en unas coordenadas completamente distintas a las de los relatos judaicos de Mateo.


Y lo que es más, un mensaje interpretable en términos políticos acaso resultase peligroso, ya que podría despertar el inquisitivo interés de las autoridades romanas. Los fieles de su comunidad, desprotegidos de la protección jurídica de la sinagoga, tenían que transitar por su realidad con más precauciones que sus coetáneos judíos —los fieles del grupo antioqueno de Mateo todavía lo son y gozan de ciertas inmunidades— y tenían que ser más cautelosos en sus manifestaciones ante el poder romano. Así pues, y aunque seguía ostentando el título davídico, de indudables resonancias nacionalistas (p. ej. Lc 1, 32; 1, 69), el mesías de Lucas se manifestaba mucho más capaz de dialogar con Roma que en décadas anteriores.


Y para ello, el autor del tercer evangelio recurrió —así lo he sostenido en algún trabajo reciente— a un argumento de corte histórico muy sutil, pero altamente significativo para sus contemporáneos: subrayar las diferencias entre Jesús y el resto de los mesías palestinenses; en particular, Judas el Galileo, el más importante de los levantiscos insurrectos judíos del siglo I, personaje al que él conoce muy bien, tal como evidencia su propia mención en los Hechos de los apóstoles:


Israelitas, mirad bien lo que vais a hacer con estos hombres. Porque hace algún tiempo se levantó Teudas, que pretendía ser alguien y que reunió a su alrededor unos cuatrocientos hombres; fue muerto y todos los que le seguían se disgregaron y quedaron en nada. Después de éste, en los días del empadronamiento, se levantó Judas el Galileo, que arrastró al pueblo en pos de sí; también éste pereció y todos los que le habían seguido se dispersaron. (Hechos 5, 35-37)


Más allá del craso error de ubicar a Teudas en una fecha anterior a Judas el Galileo —Josefo, mejor informado, lo data entre el 44 y el 46 d. C. (AJ XX 97-99)—, resulta muy significativo que el autor del texto conecte a este Judas con un censo que no puede ser otro que el de Quirino. En efecto, la enfática expresión “en los días del empadronamiento” da a entender que el autor y sus destinatarios no conocían ningún otro censo. Esto es, y según mi hipótesis, el evangelista estableció en su mente un triángulo formado por los siguientes elementos: el mesías Judas, el censo del año 6 (que él, poco escrupuloso con las cronologías, había situado en época de Herodes) y el mesías Jesús. Al fin y al cabo, si fue capaz de desplazar 45 años a Teudas, ¿por qué no iba a mudar 12 o 14 años el censo sirio?


La lectura de la obra de Flavio Josefo evidencia el efervescente estado de agitación política en el que vivía la Palestina del siglo I, agitación que, por supuesto, se canalizaba a través de la periódica actuación de líderes político-religiosos que incorporaban, de una manera u otra, indiscutibles rasgos mesiánicos. La lista de estos personajes es muy amplia y el interesado podrá hallar cumplida referencia sobre la cuestión en el minucioso trabajo de L. Miralles Maciá (“La figura del mesías según los historiadores judeo-helenísticos, Filón de Alejandría y Flavio Josefo”, Sefarad: Revista de Estudios Hebraicos y Sefardíes, 64.2, pp. 363-395). Por supuesto, Josefo jamás los denomina “mesías”; y, en cambio, multiplica contra ellos los calificativos de “salteador”, “embaucador” o “mago”. Sin embargo, lo cierto es que estos individuos asumían en sus manifestaciones y comportamiento las características que las sucesivas profecías del pasado judío habían ido atribuyendo a la misteriosa figura del Salvador, en particular la condición regia. Basten dos ejemplos: así, Manahem, uno de los líderes de la revuelta judía del a. 66, quien era hijo o nieto de Judas el Galileo, “… había subido a rezar [al Templo] con su actitud arrogante y vestimenta real.” (Guerra de los judíos II 444). Y de la misma manera, también es posible que se autoproclamara mesías Simón bar Giora, otro de los jefes de los sublevados en la Primera Guerra Judía, quien se entregó a los romanos en el Templo revestido de la púrpura real (Guerra de los judíos VII 29).


Pues bien, el más importante de estos rebeldes fue, como decimos, Judas el Galileo, hijo del jefe de una banda de insurrectos, que encabezó una revuelta contra Roma que tuvo en jaque a las autoridades durante largo tiempo. Y el motivo que desató su movimiento fue precisamente el censo tributario del año 6 (AJ XVIII 1, 4-5; asimismo, Guerra de los judíos II 56). Según Judas, los judíos no podían reconocer a otro rey que Yahvé, ni debían pagar sus impuestos a los romanos. No sabemos de su fin, pero sí que sus hijos continuaron su lucha y que dos de ellos, Simón y Jacobo, fueron crucificados en 46-48 por el procurador Tiberio Alejandro (Antigüedades de los judíos XX 5, 2). De igual manera, otro de sus descendientes, Eleazar ben Ya'ir, comandó la última y desesperada resistencia en Masada contra los romanos. A poco que meditemos sobre los datos que acabamos de presentar nos hallamos ante una familia que, al menos durante cuatro o cinco generaciones, se halló en el centro de las operaciones mesiánicas destinadas a emancipar Judea del yugo romano.


Así pues, el autor lucano no consideraba el censo augusteo un mero dato cronológico, ni tampoco una simple operación midrásica para dar cumplimento a las profecías veterotestamentarias. Su propósito era, sobre todo, establecer una inequívoca diferenciación entre Judas, el feroz enemigo de Roma, y Jesús, quien comienza su vida sometiéndose al censo, justo al contrario que el maléfico y violento cabecilla galileo. La alusión, pues, está destinada a caracterizar a su mesías, haciendo de él una figura más asumible por sus destinatarios gentiles, poco sensibles a las inquietudes nacionalistas judías; y, sobre todo, menos conspicua ante las autoridades romanas. Así, el tercer evangelio da cuenta de un Jesús mucho más espiritual, humanitario y desligado de los conflictos terrenos y políticos, lo cual no es incompatible con la innegociable radicalidad de su propuesta ética.


Éste es el argumento fundamental que justifica la existencia del extraño, y nunca emitido, decreto de Augusto del tercer evangelio. Cuestión secundaria es si su autor decidió datar el nacimiento de Jesús a sabiendas del piadoso enredo literario que estaba propiciando, o si, como mantiene Syme, su yerro fue fruto de la simple ignorancia, disyuntiva que, en el fondo, es poco relevante. Lo importante es que, con su escueta referencia al príncipe, lograba enviar al “muy poderoso Teófilo” (krátiste Theóphile), esa misteriosa figura que personaliza el poder romano en su obra, un mensaje inequívoco sobre las pacíficas intenciones de su grupo; y, para ello, no dio con mejor expediente que conectar a su mesías con un personaje de cuya voluntad tenemos hoy la constancia más tangible: dos décadas antes de que aquel lejano e ignoto faccioso galileo hiciera frente al poder imperial, al otro extremo del mediterráneo, Gaius Iulius Caesar Octavianus Augustus había fundado —y esta vez sí había mediado aquí un edicto auténtico— la colonia Caesaraugusta, la ya vieja ciudad de Zaragoza.


A este propósito he escrito otro pequeño trabajo que cito por i a alguien le interesa:

FONTANA ELBOJ, G. (2014), “Falsificación histórica y apología mesiánica en el cristianismo primitivo”, en F. Marco, F. Pina, J. Remesal (eds.), Fraude, mentira y engaño en el mundo antiguo, Universidad de Barcelona, pp. 9-37.


Saludos cordiales de

Gonzalo Fontana
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