618- Los cristianos del siglo I: una cena comunitaria con peculiaridades gastronómicas

Escribe Gonzalo Fontana


La nota de hoy se centra en un aspecto curioso en el que quizás algunos de los lectores no hayan reparado. ¿Por qué tantas veces el pescado como comida en el Nuevo Testamento? Jesús multiplica los panes y los peces para alimentar a una hambrienta multitud; Jesús resucitado aparece asando un pez en Juan o en Lucas aparece comiéndolo. Una primera respuesta sería que es la comida esperable en un grupo de pescadores galileos. Estaríamos, pues, ante una de esas notas de las que habitualmente llamamos de “colorido local”.


Sin embargo, es posible otra respuesta, ya que es verosímil que, en realidad, estos peces den cuenta de una realidad simbólica que aquí vamos a tratar de desentrañar. Y es que, a nuestro juicio, estas comidas ictiofágicas son la expresión de la existencia en los años treinta y cuarenta de comunidades mixtas formadas por judíos helenistas (de pulsiones universalistas) y por gentiles en Jerusalén, Damasco y Antioquía. Como es sabido, estas comunidades se articulan en torno a un banquete comunitario en el que se celebraba la hermandad y unidad del grupo, celebración que, muy posiblemente, adquiría al carácter de “cena mesiánica”: el grupo anticipaba litúrgicamente el banquete del Reino por llegar. En cualquier caso, la descripción que Pablo hace en sus admoniciones a los corintios da a entender que, efectivamente, se trataba de una auténtica comida:


Cuando os reunís, pues, en común, eso ya no es comer la Cena del Señor; porque cada uno come primero su propia cena, y mientras uno pasa hambre, otro se embriaga. ¿No tenéis casas para comer y beber? ¿O es que despreciáis a la Iglesia de Dios y avergonzáis a los que no tienen? ¿Qué voy a deciros? ¿Alabaros? ¡En eso no os alabo! (1Cor 11, 20-21)


Las reconvenciones del airado Pablo tenían un motivo: reformular el sentido de esa cena. Su intervención acabó transformando esa primitiva reunión en la comida simbólica precursora de la misa. Ahora bien, todavía faltaba un tiempo para que la cena paulina con sentido sacramental fuera universalmente admitida por muchos de los grupos cristianos:

«El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron vuestros padres, y murieron; el que coma este pan vivirá para siempre». Esto lo dijo enseñando en la sinagoga, en Cafarnaún. Muchos de sus discípulos, al oírle, dijeron: «Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?» Pero sabiendo Jesús en su interior que sus discípulos murmuraban por esto, les dijo: «¿Esto os escandaliza?» [...] Desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él. (Jn 6, 56-66)

En este caso, nos hallaríamos ante la descripción de la defección de un grupo significativo de miembros de la comunidad joánica ante la llegada de una desconocida novedad doctrinal: la interpretación de la Cena del Señor en términos «sacramentales». Recordemos a este respecto que el cuarto evangelio —lo mismo que la Didaché— carece de una «cena con transubstanciación» al estilo de 1Cor 11, 23-25 o de los sinópticos (Mc 14, 22-25).


Pues bien, el testimonio indirecto de los evangelios pone de relieve que el banquete comunitario primitivo todavía estaba ampliamente extendido décadas después de la redacción del texto de Pablo. Así, el episodio de la “multiplicación de los panes y de los peces” como expresión alegórica del banquete mesiánico prolongado en la memoria cristiana a través de las legendarias figuras de los apóstoles y los diáconos. Sin embargo, no son ésas las únicas menciones a tal realidad que podemos detectar en los evangelios:


Nada más saltar a tierra, ven preparadas unas brasas y un pez sobre ellas y pan. Díceles Jesús: "Traed algunos de los peces que acabáis de pescar." Subió Simón Pedro y sacó la red a tierra, llena de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y, aun siendo tantos, no se rompió la red. Jesús les dice: "Venid y comed." Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: "¿Quién eres tú?", sabiendo que era el Señor. Viene entonces Jesús, toma el pan y se lo da; y de igual modo el pez. Ésta fue ya la tercera vez que Jesús se manifestó a los discípulos después de resucitar de entre los muertos. (Jn 21 9, 14)


Perteneciente al relato de la pesca milagrosa, que en Juan forma parte del ciclo de las apariciones, este episodio narra cómo Jesús alimenta a los discípulos. No se trata de ningún detalle pintoresco destinado a dar color al relato de los pescadores galileos. Se trata, en cambio, de un episodio que da cuenta del cumplimiento del banquete mesiánico con la resurrección. La composición del pasaje, pues, remite a un momento extraordinariamente antiguo del cristianismo. El Señor había resucitado y, por tanto, su presencia los animaba a ver cómo se cumplían las verdades de la idílica promesa del banquete perpetuo. Al igual que ocurría con el milagro de la multiplicación, Jesús les da a comer pan y pescado. Repetimos que esta insistencia en el pescado no es un mero recurso literario. Se trata, más bien, de una mención muy precisa de lo que debía de ser el menú de las primitivas asambleas cristianas.


La razón es sencilla. En una comunidad mixta, compuesta de judíos y gentiles, necesariamente tenían que producirse fricciones entre ambos grupos. Al fin y al cabo, los primeros estaban sujetos a un amplio conjunto de tabúes dietéticos, y muy en particular en lo que hace a las carnes procedentes del sacrificio a los ídolos, que el judío observante contemplaba como una abominación. Cierto es que Pablo, olvidando las condiciones del pacto al que había llegado en Jerusalén (Hchs 15, 28-29) con los dirigentes de aquella comunidad, muy pronto abrió la mano, al menos desde el punto de vista doctrinal, y si no consintió abiertamente que en las asambleas de los grupos por él fundados circulara sin restricciones todo tipo de carnes, sí, al menos, aminoró el peso doctrinal de la prohibición (1Cor 8, 4-9).


En efecto, a pesar de que Pablo no termina de aprobar el consumo de las carnes sacrificiales paganas, tampoco hace de ello una cuestión realmente relevante. Al fin y al cabo, la fe en Cristo es lo único que justifica al hombre y, por tanto, el atenerse o no a tabúes alimenticios resulta irrelevante. No obstante, el testimonio de Plinio relativo a la situación en Bitinia revela que, a comienzos del siglo II, los cristianos seguían absteniéndose de la carne inmolada a los ídolos: “Y ya empezó a llegar en abundancia a los mercados carne de víctimas inmoladas, mercancía para la que hasta el momento se hallaba comprador...” (Epístola X 96, 10).


De ahí, sólo hay un paso para que cualquiera se sienta autorizado a consumirlas y, por supuesto, para superar el resto de restricciones alimentarias:


(Pedro) sintió hambre y quiso comer. Mientras se lo preparaban le sobrevino un éxtasis, y vio los cielos abiertos y que bajaba hacia la tierra una cosa así como un gran lienzo, atado por las cuatro puntas. Dentro de él había toda suerte de cuadrúpedos, reptiles de la tierra y aves del cielo. Y una voz le dijo: "Levántate, Pedro, sacrifica y come." Pedro contestó: "De ninguna manera, Señor; jamás he comido nada profano e impuro." La voz le dijo por segunda vez: "Lo que Dios ha purificado no lo llames tú profano" (Hechos 10, 10-15)


Ahora bien, es de suponer que no todos los dirigentes de las primeras comunidades tuvieran tanta “manga ancha”, sobre todo en los momentos iniciales, y consideraran que fuera más prudente organizar una cena común basada en un menú con el que todos pudieran sentirse cómodos. Esto es, un banquete en el que el plato fuerte estaba constituido por el pescado, menos sujeto a restricciones rituales.

El largo listado de prohibiciones que establece el Levítico (cap. 11) constituye la base del conjunto de preceptos rituales que marcan la línea entre la comida pura (kasher) e impura (trefá). Al margen de las conocidas prohibiciones de consumir cerdo, camello, todo tipo de roedores, aves rapaces y carroñeras, reptiles y anfibios, camarones, ostras o cangrejos, así como casi todos los insectos, salvo la langosta o el saltamontes (cf. Mc 1, 6 y Mt 3, 4), las reglas del kashrut establecen también que los animales permitidos han de ser sacrificados de una forma concreta. Su muerte no sólo se debe producir con un tajo preciso y profundo, sino que los animales y sus carnes deben ser desangrados totalmente antes de ser consumidos. A este respecto resulta muy significativo que, en las últimas fases de Juan, en las que ya se halla muy desarrollada la dimensión eucarístico-sacrificial, se creara el episodio de la lanzada en la cruz (Jn 19, 31-34). Jesús, en definitiva, es desangrado con el fin de poder llegar a ser una víctima ritualmente aceptable. En efecto, cualquier presencia de sangre en la carne del animal la transforma en objeto impuro. Ahora bien, hay muchas menos restricciones en lo que hace al pescado: está permitido el consumo de todos los peces que tienen aletas y escamas simultáneamente —de ahí que el tiburón también esté prohibido—, pero, sobre todo, los peces están exentos de la regla que exige el desangramiento (Talmud: Kritut 20b).

En definitiva, las primeras comunidades cristianas llegaron a una solución transaccional. Sus comidas comunitarias se ajustaron al menú que menos problemas había de suscitar. Tal es la razón de las numerosas referencias a comidas en las que los peces son los protagonistas del banquete. Mencionábamos el episodio de la “multiplicación de los panes y los peces”, o la escena de Jesús asando un pez en la orilla del lago, o al propio Jesús comiendo un pez. Ahora bien, una vez que el sentido original de estos relatos se desdibujó, el motivo cobró nuevos e insospechados significados: como ya hemos visto, por obra y gracia de la reflexión teológica paulina, el primitivo banquete ritual comunitario devino acto sacrificial en el que lo ingerido era la propia carne de Cristo, lo cual provocó inevitablemente la asociación del pez con el propio Cristo, tal como demuestra la muy antigua simbología del Cristo-Pez que se manifiesta en el anagrama “Iesus CHristos THeou Yios Soter (“Jesucristo, hijo de Dios, Salvador)” o en las complejas imágenes literarias de los epitafios de Abercio y Pectorio de los que nos ocuparemos otro día.

Un cordial saludo a todos de

Gonzalo Fontana

Universidad de Zaragoza
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