Ni hereje ni reformador: Marción en la definición de la ortodoxia cristiana prenicena (929)





Escribe Antonio Piñero


El título de la presente postal corresponde al segundo artículo de la Actas del Coloquio sobre “Ideología y religión en el mundo romano”, cuyos editores son Gonzalo Bravo y Raúl González Salinero (noviembre 2016), publicado por Signifer Libros, del que me hecho eco en las dos postales anteriores.


La tesis del artículo corresponde también al título. Marción tuvo una función importantísima dentro del cristianismo primitivo (urbano, mediterráneo; con ciudades bien comunicada de abril a septiembre por vía marítima) para definir no solo lo que iba a ser en el futuro la esencia ideológica de la religión cristiana, y la delimitación de su canon o lista de Escrituras, a imitación probablemente de lo que hizo Marción, sino su constitución como “pueblo” dentro de otros pueblos del Imperio Romano. Y al constituirse como tal, el cristianismo podía defenderse como religión lícita de un pueblo bien constituido, de igual manera que los griegos de Egipto –que adoraban a animales como representaciones de una divinidad muy superior– aspiraban a ser reconocidos como religión lícita en el Imperio, y no ser perseguidos de ningún modo.


¿Quién era Marción y cuál es el núcleo de su ideología religiosa? Respondo a esta cuestión con notas de mi obra “Cristianismos derrotados” (Edaf, Madrid 2009):


1. Los comienzos del sistema religioso de Marción se enraízan en una angustiosa consideración de la maldad del mundo y del estado pecaminoso del ser humano, lo que le lleva a preguntarse por el origen del mal y del pecado. El firme convencimiento de que la divinidad suprema ha de ser esencialmente buena le condujo a pensar que el origen del mal estaba no en un Dios supremo, sino en el Poder divino creador de este mundo tan perverso, quien quiera que fuese. La respuesta a quién había sido ese creador lo tenía Marción en la Biblia hebrea: Yahvé, el dios del Antiguo Testamento, a quien se podría denominar también Demiurgo, utilizando la terminología platónica para el hacedor de este mundo material.

Marción defendió una idea simple: Yahvé era un ser perverso. La fe incondicional de Marción en el testimonio del apóstol Pablo, que en sus cartas –consideradas en muchos lugares como dotadas de gran autoridad e inspiradas por Dios predicaba, según él y en la idea de su tiempo– la oposición radical entre la ley de Moisés y el Evangelio de Jesucristo, le confirmó en esta idea: el autor de esa Ley imposible de cumplir era también Yahvé…, ley malvada por tanto.


2. Marción estableció así que necesariamente hay dos dioses, dos principios: un Dios trascendente, superior, extraño a este universo, que no es creación suya, un Dios bueno, inefable, etc.…, y otro dios creador de este mundo, necio –porque ignora que sobre él hay otro Dios, el Trascendente- y perverso. Estos dos poderes habrían existido desde siempre, aunque desiguales en poder (la investigación moderna duda al respecto, aunque es probable que así fuera para Marción). La creación del universo y del hombre en cuanto ser material, “carnal”, era obra de Yahvé, como dice la Biblia.


3. El universo, ser humano incluido, es una entidad totalmente corrupta. Movido por esa compasión, y de una manera absolutamente gratuita y sin motivo externo, por bondad pura, ese Dios Supremo envía un Salvador. Este salvador es el Hijo del Dios bueno y extraño al mundo, el Cristo, que se entregará libremente en pro de los hombres para ser víctima de la ira y crueldad del dios creador que lo levará hasta a cruz. Ahora bien, como el Dios supremo es único, su Hijo no es más que un modo de comunicación hacia fuera de Sí mismo; es una mera revelación de sí mismo. En realidad no hay diferencia entre el Padre y el Hijo; ambos forman un Dios único. La proyección hacia fuera de la divinidad es un mero modo, como la otra mejilla de un mismo rostro (modalismo).


4. La salvación que trae este Redentor consiste, por un lado, en sufrir voluntariamente la muerte a manos de los esbirros del dios creador, su enemigo, pues esta muerte es un auténtico “rescate” de la humanidad de manos de ese Creador. En el sistema de Marción no se explica bien tampoco cómo es posible que un Redentor que tiene sólo un cuerpo solo aparente (no pudo haber asumido nada malo, material, procedente del Demiurgo) pueda sufrir verdadera muerte y que este acto tenga valor de “rescate” de los humanos. Pero Marción lo afirma, probablemente porque para él es materia de fe, debido a la revelación concedida por el Dios trascendente a Pablo.


5. La vida en la tierra de los que reciban esa revelación del Dios bondadoso con corazón sincero ha de ser total y estrictamente ascética: éstos han de liberarse de todo pecado -que consiste en someterse internamente a la atracción seductora de la Ley aunque luego la transgredan-, y han de renunciar a todos los placeres de la materia; está incluso prohibido casarse y engendrar nuevos seres porque éstos se hallan –por culpa del cuerpo- bajo el poder del Creador malo, de su Ley y del pecado. El que recibe la revelación debe congregarse en una iglesia cristiana nueva, la marcionita, que tiene en común con la Iglesia mayoritaria el uso de los sacramentos: bautismo/unción, eucaristía…, pero que son entendidos de un modo simbólico. Por ejemplo: ¿cómo se puede participar de una eucaristía que entiende al pie de la letra lo de comer la carne del Salvador y beber su sangre? Eso es imposible, porque el Redentor pertenece a otro “mundo” distinto, que nada tiene que ver con la materia y la “carne”.


6. Marción creía en el juicio final, que habría de ser presidido por el Dios Supremo y Trascendente. En él se salvarían en primer lugar los que hubiesen aceptado la revelación del Redentor en el mundo (las almas solamente, no los cuerpos). Hay la posibilidad de que se salven también las almas de los paganos y las de los malvados del Antiguo Testamento, ya que, naturalmente se habían opuesto al dios creador. Aunque estas almas estaban en el Hades –el “Infierno” provisional–, el Dios Supremo les ofrece la posibilidad de creer en el Redentor tras su resurrección. La felicidad de los salvados será eterna y consistirá esencialmente en disfrutar del ser y del estar en presencia del Dios verdadero. Por el contrario, los fieles al malvado Creador, los judíos en general, y los cristianos que hubiesen creído en el Antiguo Testamento, serán condenados a un fuego eterno.


Esto es importante: el antijudaísmo de Marción, que se enraíza –según los autores del artículo– en diversos factores sociales, como desprestigio de los judíos después de haberse levantado contra el Imperio en tres ocasiones (1ª Guerra Judía: 66-70; Gran Levantamiento judío en Libia y las islas como Chipre, en tiempos de Trajano (114-116); 2ª Guerra judía: Tiempo de Adriano: 132-125: derrota total y eliminación del estado judío hasta 1948), ofrecía un gran impedimento a la Gran Iglesia, que necesitaba –por el retraso de la segunda venida de Jesús como juez final (la parusía)– hacerse un “pueblo” (éthnos en griego; de ahí, “étnico”, por ejemplo). Solo como “pueblo” y muy antiguo, podría poseer el Cristo uno de los requisitos de legitimación que exigían los pensadores de esa época (siglo II d. C.). Para aceptar que una religión nueva, como el cristianismo, pudiera tener verosimilitudes de ser verdadera, debía ser antigua; sus doctrinas tenían que haber sido confirmadas también por los siglos; sus profetas, legisladores y maestros tenían que haber actuado hacía siglos y haber recibido ese refrendo de superar el paso del tiempo… y con todo esto, la divinidad que proclamaban.


Pues bien, una Iglesia cristiana a la que Marción privaba de todo el Antiguo Testamento –rechazado como obra de Yahvé el Demiurgo malo– se presentaba como una revelación nueva, totalmente novedosa, hecha por Dios a Pablo. Esa religión, por tanto, era de ayer; no valía; no era legítima: ¡demasiado joven y sin confirmar por el paso de los años. Por este motivo, la Iglesia rechazó a Marción y toda su doctrina. Gracias a la aceptación de todo el Antiguo Testamento (al que interpretaban simbólicamente sobre todo como profecías del Mesías y como un antecedente a la revelación de Jesús), la Gran Iglesia cristiana hacía que el gran legislador Moisés fuera un “precristiano” de hacía muchos siglos. Lo mismo los grandes profetas y los maestros de sabiduría: todos apuntaban al cristianismo desde un pasado largo y preclaro. Este cristianismo, por tanto, tenía una antigüedad histórica y doctrinal no solo antigua en sí, sino incluso mucho mayor que la de griegos y romanos, quienes habían copiado de Moisés, por ejemplo, todas sus leyes, o al menos el espíritu de esas normas.


No había, pues más remedio que rechazar a Marción para que el cristianismo se constituyera en “pueblo”. Los autores del artículo suscriben la tesis de Judith M. Lieu, investigadora británica, autora de un libro estupendo sobre Marción, que algunos consideran casi definitivo (¿?), que lleva el título, Marcion and the Making of an Heretic. God and Scriture in the Second Century, Nueva York 2015.


Pero el rechazo de Marción y su posición antijudía no salvó a la Gran Iglesia de que se fuera conformando un antijudaísmo muy potente dentro de ella (comenzado por el Evangelio de Mateo y propulsado por el de Juan) que consideraba solo como verdaderos judíos, a aquellos que hubieran aceptado –al menos implícitamente, como Moisés, los Profetas y los Sabios– a Jesús como mesías. Esos, y solo esos, formaban el “verdadero Israel” (concepto ausente en Pablo y que se afirma en el siglo II) junto con los cristianos… Se difundía así la idea nefasta de que la mayoría de los judíos, increyente, iba a formar la “massa damnanda et damnata”, condenable por siempre. Hasta que se arrepintieran. Esos judíos increyentes en Jesús eran perseguibles y en algún caso exterminables… idea, por otro lado, ya antigua desde tiempos del sacerdote egipcio Manetón, quien compuso ya un libelo antijudío en torno al 260 a. C., si no me equivoco.


Se interpreta a Marción incorrectamente si solo se lo considera un simple hereje o mero reformador del cristianismo. Fue, por el contrario, el primero que formó una “iglesia oficial”…, aunque a ojos de los demás… equivocada radicalmente.


Y una nota final: los autores como otros muchos utilizan el sintagma “Gran Iglesia” sin precisarlo…, como si todo el mundo supiera de quiénes estaba compuesta. Lo he proclamado ya muchas veces: la Gran iglesia era paulina fundamentalmente, pero una Gran Iglesia que no quería perder sus raíces judías, las “buenas”, una iglesia que aceptaba en su seno a paulinos de segundo grado, judeocristianos, como el autor de Mateo, de Santiago y del Apocalipsis… pero al fin y al cabo paulinos en su interpretación del valor salvífico universal de la muerte y resurrección de Jesús. No hubo ninguna “Gran Iglesia petrina” unificada y unificante en el siglo II. Fue solamente la paulina. Esto de la “Gran Iglesia petrina” es un invento meramente apologético.


Saludos cordiales de Antonio Piñero
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