Dios hecho hombre / hombre hecho dios. Cristianismo y culto al emperador (I) (930)



Escribe Antonio Piñero


En primer lugar debo cantar la palinodia: movido por las prisas, no caí en la cuenta de poner los nombres de los dos responsables del esclarecedor artículo que comenté en la postal pasada acerca de la estimación correcta de la figura de Marción en la iglesia cristiana antigua. Corrijo el error: los autores son Raúl Villegas Marín y Carles Lillo Botella. El primero es doctor en Historia Antigua de la Universidad de Barcelona y el segundo es doctorando de la Universidad de Alicante. Honor, pues, a quien se debe.


Y ahora –a propósito del artículo del Dr. Sabino Perea Yébenes, de la Universidad de Murcia, “«Dios manifestado en la tierra, salvador del género humano y del universo entero». Encomios de Augusto en Priene, Halikarnassos y Myra”, y que corresponde al libro “Ideología y Religión en el Mundo Romano” (Signifer Libros, Salamanca-Madrid 2017, 149-174– inicio el tema de la postal de hoy que me parece interesantísimo: cómo en el siglo I, el ambiente grecorromano, que fue donde se expandió la semilla del cristianismo paulino –entre ex paganos cuya mayoría eran buenos conocedores del judaísmo por frecuentar las sinagogas y admiradores del sistema religioso judío, o bien entre adeptos de los cultos de misterio– era absoluto propicio para que la expresión “hijo de Dios”, utilizada en el judaísmo ancestral para enfatizar precisamente que el rey (mesiánico) era un ser humano normal, se convertía en una auténtica divinidad.


Texto clave en la Biblia hebrea es el salmo de entronización del rey, al que se promete la ayuda del poderoso brazo de Yahvé en el momento de su ascensión al trono:


“¿Por qué se agitan las naciones, y los pueblos mascullan planes vanos?
2 Se yerguen los reyes de la tierra, los caudillos conspiran aliados contra Yahveh y contra su Ungido:
3 «¡Rompamos sus coyundas, sacudámonos su yugo!»
4 El que se sienta en los cielos se sonríe, Yahveh se burla de ellos.
5 Luego en su cólera les habla, en su furor los aterra:
6 «Ya tengo yo consagrado a mi rey en Sión mi monte santo.»
7 Voy a anunciar el decreto de Yahveh: El me ha dicho: «Tú eres mi hijo; yo te he engendrado hoy.
8 Pídeme, y te daré en herencia las naciones, en propiedad los confines de la tierra.
9 Con cetro de hierro, los quebrantarás, los quebrarás como vaso de alfarero.»
10 Y ahora, reyes, comprended, corregíos, jueces de la tierra.
11 Servid a Yahveh con temor,
12 con temblor besad sus pies; no se irrite y perezcáis en el camino, pues su cólera se inflama de repente.
¡Venturosos los que a él se acogen!


Este salmo está en el origen profundo del mesianismo de Israel que se desarrollará plenamente muy tarde, en torno al siglo II a. C. Obsérvese el v. 7 “Tú eres mi hijo; yo te he engendrado hoy”, es decir, hoy, el día del ascenso al trono –dice Yahvé– te he adoptado como hijo. Sigues siendo un humano, pero especial.


Y ahora compárese con este decreto (muy conocido ciertamente; yo mismo lo doy a conocer en la “Guía para entender el Nuevo Testamento”, pero que ahora voy a ofrecer con mucha mayor extensión) de la ciudad de Priene, en un día y mes impreciso, pero del año 9 a. C.:


Decreto de los ciudadanos griegos de Asia,
a propuesta del archisacerdote (archiereus)Apolonio, hijo de Menófilo de Aizanoi.
Dado que la Providencia divina (πρόνοια)
que rige nuestras vidas, manifestando buena disposición y generosidad, ha ejecutado
5 un plan perfecto para la vida al enviarnos a Augusto, ha colmado las expectativas beneficiosas
de los hombres virtuosos, presentándose como un salvador para nosotros,
acabando definitivamente la guerra y restableciendo el orden de todas las cosas; César,
con su epifanía, ha sobrepasado las esperanzas de todos los que había recibido antes esta
buena nueva (εὐανγέλια πάντων ὑπερέθηκεν), no solo superando con sus actos benéficos
10 las acciones de sus predecesores, sino también poniendo muy alto el listón para poder
superarlos. Para el cosmos, el día natalicio del dios ha dado inicio a una serie de buenas
nuevas anunciadas por él mismo (ἤρξεν δὲ τῶι κόσμωι τῶν δι’ αὐτὸν εὐανγελί[ων ἡ
γενέθλιος ἡμέ]ρα τοῦ θεοῦ).


Obsérvese cómo a Octaviano Augusto se lo denomina “salvador” (línea 6), porque ha concedido la paz; su aparición es una “epifanía” (línea 8); otro gran beneficio es la restauración del orden de las cosas (el buen funcionamiento de la naturaleza), lo cual es una buena nueva (“evangelio”, pero en plural). Es este culto al soberano un aspecto importantísimo del culto cívico, cuyo clímax se alcanzó en la religiosidad de la época helenística. Aparte de raro para la mentalidad de hoy (ofrecer honores divinos a un rey parece extraordinariamente extraño a una mentalidad contemporánea), este tema es importante cuando se considera desde una perspectiva cristiana porque su derivación, el culto al Emperador, fue uno de los motivos de choque frontal entre la religión pagana y el cristianismo, y en segundo lugar porque en este culto al soberano (la deificación de un ser humano) se ha visto un precedente y una vía psicológica por la que los cristianos pudieron considerar a un hombre, Jesús de Nazaret, un ser divino.


El vocabulario del culto al soberano pasa de lleno a los Evangelios cristianos. El comienzo del Evangelio de Marcos dice:

“Comienzo del evangelio de Jesús, mesías, hijo de Dios” (añadido de algunos manuscritos, pues en los mejores no está y el texto griego de Nestle-Aland 28 lo imprime entre corchetes, como lectura dudosa).


El decreto de la ciudad de Priene, que acabamos de transcribir es la respuesta a una orden (griego diátagma, “disposición”) del procónsul de Asia Fabio Máximo que dice así:



[...] Paulo Fabio Máximo, procónsul, dice: de nuestros antepasados (?) hemos recibido
[---] la buena voluntad de los dioses, y [de todo], lo más interesante y más beneficioso
es el día natal del muy divino César, que debemos mirar justamente como el principio
de todos los bienes, a saber, no el orden de la naturaleza, sino el de la utilidad, pues ni
5 siquiera una plegaria habría podido restablecer una situación sin esperanza y precipitarse
al infortunio, ni dar una segunda naturaleza a un mundo dispuesto a ser destruido, si para
la prosperidad de todos César no hubiera nacido. Por tanto, es de buena justicia que los
hombres hagan coincidir el comienzo de su existencia con la época en la que han dejado
de sufrir recibiendo la vida; así pues, para obtener auspicios favorables, ya sea a título
10 particular cuando se trate de personas solas, ya sea en público cuando conciernan a todos,
ningún día puede ser considerado más apropiado; en consecuencia, en las ciudades de
Asia, las entradas a su cargo de los magistrados coincidirán con el primer día del nuevo
año, momento que, sin duda por mandato de los dioses, deseosos de honrar a nuestro
príncipe, corresponde al día de su nacimiento; y, puesto que es difícil volver a tener en
15 cuenta cada una de sus muchas grandes obras benéficas en la misma medida y establecer
para cada una de ellas una forma de agradecimiento, pensamos que un modo de compensarlas
es que, con gran alegría, todos los hombres celebren su natalicio en el momento
en que (él / ellos) inicien sus magistraturas; me parece adecuado que el día primer día de
Año Nuevo sea para todos los Estados el natalicio del muy divino César, y que en ese día,
20 el noveno antes de las calendas del mes de octubre (23 septiembre), todos los hombres
entren en la función pública, con el fin de que de una manera aún más extraordinaria ese
día pueda ser honrado al iniciar su ocupación sin que tenga que haber un acto religioso
y que (él / ellos) puedan ser reconocidos por todos.

Obsérvese la divinización de Augusto: es un hombre pero a la vez es divino: líneas 3 y 4: “muy divino César, que debemos mirar justamente como el principio de todos los bienes”. El apelativo “muy divino” aparece de nuevo en la línea 19. Pero aquí no hay adopción, sino el fenómeno de una divinización pura y dura


Y ahora el comentario del autor del artículo, el Dr. Perea, que me parece esclarecedor:


“El fenómeno del culto imperial en Roma tiene origen en la figura de Julio César. Este recibió honores divinos en Grecia, Asia e Italia, como certifican un buen número de inscripciones1, y esta divinización quedó reforzada tras su asesinato. Su sucesor, Octavio, inmediatamente pone el énfasis, en su discurso político-religioso, en su filiación divina con la fórmula oficial Caesar Divi filius (César hijo de Dios). Acabado el periodo revolucionario, tras la batalla de Actium (año 31 a. C.), y asumidos todos los poderes ya como Augusto en enero del año 27, la idea queda definitivamente consolidada. Durante la larga vida de Augusto este recibió honores divinos, como bien sabemos por los textos literarios y especialmente por la epigrafía.


”La frecuencia de textos en Occidente, en latín, es grande ―se concentran sobre todo en Italia, y en menor medida en Galia, Hispania y África― pero la cifra se multiplica casi por diez en las inscripciones griegas de las ciudades del oriente romano, donde este fenómeno político-religioso se expresa sin tapujos. A nivel oficial, las ciudades de Asia Menor honran a Augusto como Dios Augusto, Θεὸς Σεβαστὸς. Expresiones de este tipo seguramente le parecerían excesivas al propio emperador, pero este respetaba la voluntad y la costumbre secular de las ciudades griegas que en época helenística habían reconocido públicamente la divinidad de sus reyes. Augusto, en este aspecto, dejó que se le rindieran honores divinos como un βασιλεύς helenístico, como un διάδοχος Ἀλεξάνδρου. La actitud aparentemente inocente por parte del emperador, no era tal, sino que formaba parte de un pensamiento político meditado ―una ideología o construcción religiosa del poder― que tenía como finalidad aumentar el prestigio de su persona a la cabeza del Estado, robusteciendo su poder político y religioso en las ciudades grecófonas.


”La mentalidad griega y su extraordinaria lengua, más rica que la latina en todas sus expresiones literarias, adornan los elogios oficiales dispensados a Augusto con epítetos y frases que rozan la poesía y la himnología sagrada. Es lo que Tácito considera, para tiempos algo posteriores, característico de la adulatio graeca. Aquí reunimos varios textos epigráficos excepcionales que ilustran muy bien la idea de cómo en Asia Augusto es considerado un praesens et conspicuus deus (dios presente y conspicuo), como lo denomina Ovidio (Trist. II, 54), siendo de particular interés la consideración de que tal condición de dios la adquirió en el mismo momento de su nacimiento, es decir, que es un θεὸς Ἐπιφανὴς, «un dios manifestado en la tierra», cuya divinidad impregna el universo entero” (pp. 149-150).


Continuaremos comentando este artículo más que interesante el próximo día.


Saludos cordiales de Antonio Piñero
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