A propósito de la obra de Manuel J. Crespo. Sobre la vida y obra de Prisciliano (y II) (954)



Escribe Antonio Piñero


Me permito ahora tomar de mi obra, Los cristianismos derrotados, de 2009 (Madrid, Edaf) unos párrafos que sirvan de introducción a estos tratados de Prisciliano vertidos por la estupenda mano de Manuel Crespo. A mí me parece un muy buen servicio a nuestra cultura que se hayan traducido finalmente estos textos de nuestro ilustre “hereje” al completo.


Prisciliano era de familia noble y pudiente y, al parecer, tuvo una excelente educación. Sulpicio Severo –historiador cristiano fallecido hacia el 420- dice en su Crónica que Prisciliano era un buen orador, versado en todo tipo de lecturas y buen polemista (Crónica II 46,3; lo mismo afirma Isidoro de Sevilla en De viris illustribus, 2). Se dice también que desde su juventud Prisciliano se interesó con una gran curiosidad por temas filosóficos, teológicos y esotéricos. Parece ser que fue discípulo de un monje egipcio, de la ciudad de Menfis, de nombre Marcos, del que recibió enseñanzas esotéricas (¿gnósticas?) , cuyo contenido no podemos determinar con exactitud más que a través de las quejas y calumnias de sus acusadores .



Pronto, la encendida palabra e intensa pasión y radical deseo en pro de un cristianismo auténtico que animaba el deseo restaurador de Prisciliano promovió en torno a él un conglomerado de seguidores, a la vez que desataba también pasiones en contra. Prisciliano impulsó un movimiento religioso y ascético que pretendía ante todo renovar la Iglesia: un grupo de gentes que deseaba retirarse de las grandes aglomeraciones urbanas y ejercitarse en la soledad de la vida rural, para luego volver a las ciudades y reformar allí la vida de la Iglesia.


Veía Prisciliano en el espíritu monástico y ascético un arma poderosa para volver a los orígenes más puros del cristianismo, que él unía a un movimiento de pobres y de rigurosos ascetas. Por ello promovía el ayuno frecuente, la más estricta pobreza, el apartamiento del sexo y la continencia, todo movido –decía- por la fuerza del Espíritu Santo que creía poseer en su interior. Impulsaba además Prisciliano en su grupo el estudio serio y continuo de la Biblia, no sólo de los evangelios sino del Nuevo Testamento, y también –adelantándose totalmente a su tiempo- la investigación de los otros evangelios y hechos de los apóstoles, los considerados apócrifos por la Gran Iglesia, por si el Espíritu Santo pudiera haber ocultado en ellos algunas verdades no fácilmente perceptibles en los escritos canónicos.


El movimiento priscilianista fue pronto objeto de múltiples ataques por parte sobre todo de la jerarquía eclesiástica establecida. Consciente del poder de estos adversarios, el grupo se concentró en sí mismo y mantuvo en torno a sus doctrinas y prácticas un estricto secreto, sólo revelado a los que en verdad querían integrarse en el núcleo de los reformadores. Cuenta Agustín de Hipona que era una máxima de Prisciliano y su grupo –cuando fueran interrogados por la jerarquía- jurar que no sabían nada, con tal de no revelar ciertas enseñanzas esotéricas (De haeresibus [Sobre las herejías]70) mantenidas por él y los suyos.


A partir del 370 se propagó con cierta rapidez este movimiento de renovación por el norte y occidente de España sobre todo, y el sur de las Galias (en la región denominada Aquitania, precisamente en donde había nacido Sulpicio Severo). Es lógico que los obispos de entonces percibieran que ese movimiento de restauración tenía una gran potencialidad de cuestionamiento y subversión del status quo vigente en la Iglesia del momento. Se vivían años agitados en el Imperio, tanto políticamente como en al ámbito religioso, pues ya se había producido la declaración del catolicismo ortodoxo como religión obligatoria, y había pugnas con los paganos que se resistían a aceptar esta realidad impuesta desde ámbito imperial. Los obispos deseaban ante todo unidad en los cristianos frente a los restos del paganismo.


Como es lógico, la primera oposición seria al priscilianismo vino de la propia Iglesia hispana. El metropolita Hidacio, titular de la sede episcopal de Emerita Augusta, e Itacio, obispo de Ossonuba, hoy Faro en Portugal, se opusieron tenazmente al que ya consideraban heterodoxo. Resultaba claro que cualquier movimiento revisionista que pudiera quebrantar la deseada paz de la Iglesia o del Imperio era muy mal visto en esos momentos.


Pronto circularon contra Prisciliano las primeras acusaciones: sus ideas teológicas estaban contaminadas de maniqueísmo y de gnosticismo; sobre todo se le atacaba de favorecer la distinción entre el Dios del Antiguo Testamento y el del Nuevo (como Marción) y se lanzó además contra él una acusación típica de la época para cualquier tipo de adversarios religiosos: que practicaba la magia. El cronista de la Iglesia Sulpicio Severo escribía, en el 402 en su Crónica II 46,1, que en el norte de Hispania por esas fechas se “había descubierto una herejía gnóstica supersticiosa, digna de toda repulsa, que se disfrazaba bajo el manto de la disciplina del arcano ”, es decir, del secreto mantenido dentro del grupo.


Igualmente, en el 429 Agustín de Hipona (en su obra Contra las herejías, 70), cargaba contra los discípulos de Prisciliano a los que acusaba de pervertir el dogma con nuevos elementos de distinta procedencia, sobre todo de la gnosis y del maniqueísmo. Veremos más abajo –al considerar la doctrina de Prisciliano- que estas acusaciones contenían quizá sólo medias verdades y exageraciones, mientras que el grave cargo de magia podía estar fundado en sus contactos de juventud con el monje egipcio arriba mencionado, o en el carácter privado y secreto de las reuniones de los más fieles a Prisciliano, en donde probablemente se transmitían algunas enseñanzas sólo consideradas aptas para los iniciados.


Muy pronto, y siguiendo también la costumbre de siglos anteriores, se acusó a Prisciliano de vida licenciosa: así era la imputación de Itacio de Ossonuba, recogida luego por Isidoro de Sevilla, en su obra De viris illustribus 2. Se decía que se reunían de noche hombres y mujeres priscilianistas, que pasaban las horas nocturnas desnudos y que se entregaban a toda suerte de actos licenciosos. Pero dado el carácter estereotipado de estas acusaciones, y el tipo de religiosidad monástico-ascética de Prisciliano, este tipo de comportamiento es totalmente inverosímil.


En el 380 se celebró un sínodo en Zaragoza, en el que los obispos ejercieron una dura crítica a los aspectos a sus ojos más polémicos de la doctrina de Prisciliano , pero no tomaron contra él medida disciplinaria alguna. Sí se prohibió a los clérigos que ingresaran en su movimiento , y que llevaran a cabo oficios litúrgicos en el campo como hacían los priscilianistas, pues fuera del marco de las iglesias oficiales eran más difíciles de supervisar. Al parecer, fue difícil para el Sínodo condenar a alguien que intentaba vivir un cristianismo auténtico y pobre, a un lector fervoroso de la palabra divina contenida en las Escrituras y a un crítico de las debilidades de la Iglesia en la Hispania del momento.

Entonces ocurrió algo inesperado para los adversarios del grupo priscilianista: un año más tarde del sínodo zaragozano, en el 381, la fama de Prisciliano entre el pueblo de Hispania había crecido tanto que al quedar vacante la sede episcopal de Ávila, fue elegido obispo casi por aclamación. Y fue entonces cuando cargaron más fuertemente contra el sus enemigos, porque el poder de Prisciliano empezaba a ser seriamente molesto.


El metropolita Hidacio cuya sede de Mérida estaba relativamente cercana a Ávila, se sintió muy presionado por los priscilianistas, y huyó a Milán donde encontró apoyo en san Ambrosio. Con su ayuda consiguió del entonces emperador Graciano (382) un rescripto imperial contra Prisciliano, en el que se le declaraba hereje. Prisciliano no aceptó la condena, y se trasladó en persona a Milán y luego a Roma, en donde esperó en vano mucho tiempo a que el papa Dámaso I y san Ambrosio respectivamente, hicieran algo por revocar el rescripto. Al parecer ni siquiera logró que lo recibieran.


Pero vuelto a Milán, y comportándose con habilidad en la corte del Emperador, logró Prisciliano personalmente que éste anulara la condena contra él. Cuando llegaron a la península ibérica estas noticias, el procónsul romano de Lusitania se comportó consecuentemente: emprendió acciones por calumnias contra uno de los acérrimos enemigos de Prisciliano, el obispo Itacio de Ossonuba, que residía en los límites de su jurisdicción, quien huyó de su diócesis.


Pero en el entretanto a Graciano le iban mal las cosas, pues en Tréveris se había proclamado emperador un usurpador, llamado Magno Máximo (383-388: anterior a Teodosio I). Itacio de Ossonuba buscó refugio a esa ciudad para hallar gracia ante el nuevo emperador. Magno Máximo, cuya posición política era precaria, pensó que si intervenía contra Prisciliano en favor de la mayoría de la jerarquía católica de Hispania podría ganar prestigio ante la Iglesia local. Por ello ordenó que se celebrara un sínodo en Burdeos donde se pusieran en claro los cargos contra Prisciliano…, que resultó de nuevo condenado (año 384).


Tildado ya de heresiarca nada menos que por un concilio, Prisciliano intentó una baza de gran riesgo: apeló al monarca usurpador –que continuaba presentándose como gran defensor de la ortodoxia- solicitando la revisión de su condena. Para ello se trasladó a la corte de Tréveris deseando intervenir personalmente en su propia defensa. Su acción resultó vana, y en el 386 él y cuatro de sus principales seguidores fueron acusados nuevamente de magia, juzgados por un tribunal imperial, declarados culpables y condenados a muerte. Los cargos contra ellos no eran por desviaciones teológicas, sino el de entregarse a la magia, practicar licenciosas reuniones nocturnas con mujeres, y la costumbre de rezar desnudos. La pasión por su causa reformista, su ingenuidad y celo habían llevado a Prisciliano hasta la muerte.


La sentencia y ejecución del considerado heterodoxo fueron tan sonadas y tan criticadas por muchos que hasta los paganos se escandalizaron de que un hombre piadosísimo y entregado al culto a Dios fuera ajusticiado . También Ambrosio de Milán, aunque en tiempos se hubiese negado a recibir a Prisciliano, Martín de Tours y el entonces papa Siricio criticaron duramente el proceso: era la primera vez en la cristiandad que se condenaba a muerte a un pretendido hereje. En el sur de las Galias y en Hispania Prisciliano fue declarado y reverenciado como mártir, y el movimiento de reforma de la Iglesia que apelaba a las obras, el ejemplo y al recuerdo del ajusticiado, se propagó con mayor fuerza.


De resultas de este movimiento de simpatía hacia Prisciliano no les fue bien a sus perseguidores, que acusaron el golpe de la marea de protestas por la condena. Itacio fue depuesto de su sede de Faro e Hidacio hubo de dimitir antes de que lo expulsaran.


El priscilianismo siguió en la Iglesia como movimiento de reforma durante unos ciento cincuenta años. A pesar de los esfuerzos de diversos sínodos (en el 398 en Turín; en el 400 en Toledo , en 561 en Braga: concilio I de esa ciudad ) el movimiento continuó hasta el siglo VII momento en el que fue decayendo lentamente hasta desaparecer.


Saludos cordiales de Antonio Piñero


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