Las interesantes ideas de Pelagio, el monje britón, sobre la naturaleza humana. La riqueza, la caída de Roma y la construcción del cristianismo en Occidente (350-550). La Iglesia y el dinero (VI) (966)





Foto: Pelagio

Escribe Antonio Piñero

Las ideas de Jerónimo sobre la riqueza son fáciles de sintetizar según Brown, pues abunda en nociones ya conocidas anteriormente. Jerónimo insistía básicamente en conceptos de los ascetas sirios, que conocía muy bien, y que se concretaban ante todo en una identificación total con la absoluta pobreza de Cristo; ello “implicaba un rotundo vaciamiento del yo social”, la más impresionante abyección que haya contemplado la historia humana (p. 542). Naturalmente a esta abyección se unía la idea de la superioridad de la continencia sexual sobre otras virtudes, y en general, de la virginidad sobre el matrimonio. Este no era un estado consagrado dentro de la Iglesia, pero la virginidad, sí.

En el caso de Jerónimo –y en parte también en el de Rufino, el famoso traductor de obras de la patrística griega al latín, su contrincante intelectual– el vaciamiento del yo del asceta radicalmente pobre no suponía óbice alguno para la recepción del espléndido patronazgo que financiaba sus proyectos intelectuales…, muy caros en verdad, ya que los libros costaban una verdadera fortuna. Y cuando Jerónimo se trasladó a los santos lugares, en Palestina, para aprender hebreo y poder estudiar y traducir mejor la Biblia, el flujo de sus donantes romanas siguió el mismo camino. Fue por esa época cuando floreció aún más este trasvase (considero que había empezado a ser visible con Helena, la madre de Constantino y su famoso viaje a Tierra Santa en el 327), de modo que las iglesias romanas comenzaron a quejarse de falta de financiación y urgieron las donaciones a la iglesia local (pp. 575-583).

La tercera parte de la obra de Peter Brown lleva como título “Una época de crisis” y abarca desde el saco de Roma por Alarico, sus precedentes y consecuencias (405-420 aproximadamente), hasta la crisis de finales del siglo V. Este tiempo está dominado por la cuestión pelagiana, la famosa disputa entre el laico británico Pelagio y Agustín, que condujo –aparte de sus consecuencias teológicas, como la sustanciación de la idea del pecado original y la definición de la confluencia entre gracia divina y libre albedrío–a una concepción de la riqueza en la Iglesia con notabilísimas consecuencias para el futuro.

Brown pone de relieve que la crisis teológica pelagiana coincidió con debates cristianos sobre la riqueza y la renuncia desarrollados en una atmósfera teñida de una sensación de peligro público para el Imperio. Aunque las ideas en sí no eran totalmente nuevas, el enorme prestigio del pensamiento agustiniano hizo que sus conceptos, tanto sobre la gracia y el pecado original como sobre los bienes terrenales, perduraran siglos y siglos en la Iglesia, quizás hasta hoy.

La sección dedicada a esta época comienza con el relato de la famosa renuncia a sus enormes riquezas de una joven pareja aristocrática: Piniano y Melania la Joven. La crisis provocada por este incidente afectó incluso al tratamiento de la esclavitud (¡la pareja emancipó a ochocientos esclavos en un solo día!) con sus enormes consecuencias económicas. Esta acción estaba rodeada además por una disputa adyacente: la queja de los paganos sobre el expolio de las riquezas de sus templos. Sostenían que los dioses se sentían agraviados, y que su ira despechada traería sobre el Imperio pésimas consecuencias. Aparte de la inacción al respecto por parte de las autoridades, los paganos manifestaban su incomodo porque estas autoridades habían forzado las normas sociales vigentes para que Piniano y Melania dispusieran de sus riquezas en favor de las iglesias cristianas y de los pobres…, y no solo en Roma o en Occidente en general, ¡sino en la lejana Jerusalén! La disputa se saldó con un resultado muy positivo para los cristianos: se robusteció en último término la noción de “riqueza sagrada” si se destinaba a los indigentes y a la Iglesia (pp. 589-607).

La cuestión pelagiana, que afectaba indirectamente al tema de la riqueza, tenía su origen en una concepción muy positiva sobre la naturaleza humana. Según Pelagio, esta había sido creada por Dios como extremadamente buena. Por ley natural estaba, pues, inclinada al bien. No había ningún elemento en el ser humano ni fuerza alguna en el universo capaz de impedir que un cristiano llevara a cabo el bien que su conciencia le dictaba. La santidad procedía únicamente de la voluntad humana… Consecuentemente las riquezas espirituales no pueden existir en el ser humano, si no vienen de él mismo” (p. 616); la santidad procede únicamente de la voluntad humana; además, la nobleza de cuna y la educación que suele acompañar a la riqueza contribuían de hecho a la nobleza espiritual, lo cual se acomodaba muy bien a las ideas que sobre sí misma tenía la antigua nobleza romana. Aplicado todo esto a la riqueza y, comprobado el impedimento que su apego producía para la salvación, el ascético Pelagio sostenía que la renuncia radical siguiendo el mandato evangélico era perfectamente posible a quien hubiera cultivado su alma noble (pp. 614-621).

Algunos discípulos de Pelagio, como el anónimo autor del tratado “Sobre las riquezas” (De divitiis), llevaron las ideas del maestro acerca de la renuncia voluntaria y autónoma a los bienes hacia una posición extrema que no hubiera deseado Pelagio mismo. El autor de este tratado rechaza tajantemente que la riqueza pueda ser tolerable en ningún tipo de cristianismo. Como la voluntad, aunque libre, es por sí misma avariciosa y ansía la acumulación de bienes, la riqueza está fuera del ámbito de lo deseado por la providencia divina. Y si está fuera…, la riqueza es mala en sí misma. Es imposible ser rico y salvarse, pues aunque se atempere con la limosna, mantenerse en la riqueza imposibilita del todo llegar al cielo. La tendencia anímica a tener y tener desaforadamente puede solo contrarrestarse con la ejecución del severo deseo de la voluntad de poseer únicamente lo mínimo necesario para vivir. De lo contrario, la avaricia llevará al aumento de riquezas, de ahí al poder, y desde él, a la opresión al resto de los humanos (pp. 625-646).

Frente a este pensamiento se alzó la voz de Agustín, que presidía la iglesia de Hipona en una África tan grande y próspera como Italia..., pero teniendo en cuenta a la vez que África tenía un enorme problema de bolsas de pobreza, especialmente en Numidia y en el campo en general. Esta situación era terreno abonado para que surgiera, frente a un pensamiento más o menos tolerante de la riqueza, una iglesia de los pobres y una contestación a las exacciones impositivas del Imperio. Nació así lo que se ha denominado secta donatista (Donato, su fundador, llegó a rechazar diversas donaciones del emperador Constante, en el 346, para mostrar que no estaba de acuerdo con los tributos imperiales: p. 668). No había diferencias ideológicas notables entre los grupos ortodoxos y los regidos por los donatistas, pero sí en cuanto a la concepción de los bienes materiales de la Iglesia: las disputas entre los dos bandos fue ante todo una “guerra por la riqueza de las iglesias y su uso” (p. 665). Curiosamente, la pugna se plasmó por una y otra parte en una carrera por crear iglesias, aunque fueran diminutas, en cualquier ciudad o incluso aldea para que su obispo y su escaso clero lucharan activamente en pro de su teología propia. En esta atmósfera, un obispo donatista podía convertirse sin más en dirigente de un movimiento campesino (p. 676).

Veremos cómo tronó Agustín de Hipona, en África, contra las ideas de Pelagio, el monje británico, o en esta época mejor decir procedente de la Isla de los britones.

Saludos cordiales de Antonio Piñero

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