La riqueza, la caída de Roma y la construcción del cristianismo en Occidente (350-550). La Iglesia y el dinero (IX) (12-02-2018) (969)




Escribe Antonio Piñero
Foto: Portada de un libro con una cita de Próspero de Aquitania: “La muerte es la última línea de las cosas”

Hilario de Poitiers, el monje de Lerins designado obispo de Arlés, era un hombre santo, riguroso y honrado, de modo que con su actitud se separaba en realidad de la nobleza secular. Pero conservó los pies en la tierra. Respecto a las donaciones cambió un tanto el pensamiento de Agustín. Mientras este sostenía que la expiación generada por la limosna era solo válida para los pecadores aún vivos, Hilario defendió (añado que quizás con una idea ya clara de la existencia del purgatorio, concepto que empieza a tomar forma clara por esta época) que las donaciones servían también de expiación para los ya fallecidos. El antecesor de Hilario, Honorato, había apuntado ya la formidable idea de que “las plegarias en nombre de los muertos hacían que las donaciones terrenales fueran efectivas en el otro mundo… Enarbolando esta noción, “los monjes obispos supieron alcanzar un enorme éxito como recaudadores de fondos” (p. 837).

Pero a la vez, los gobernantes del Imperio, que aún subsistía, comenzaron a ver en estos obispos a una suerte de “romanos localistas” que –al manejar a su antojo los bienes de sus propias iglesias– podían alterar el orden tradicional de la sociedad imperial, como indicará Brown al tratar de Próspero de Aquitania, a quien dedica un buen espacio en su libro

Próspero residió en Marsella desde el 428 al 433. Era un intelectual laico que planteó una batalla ideológica contra los monjes santos de su época, en concreto contra los obispos surgidos de Lerins, en nombre del pensamiento agustiniano. Argumentaba que “era el momento de considerar las aptitudes de esos monjes desde un punto de vista teológico. Sin duda, llevaban a las ciudades las ventajas de la cultura, la clase y la formación ascética. Pero ¿creían que su actividad había surgido solamente de la gracia de Dios? O ¿acaso su éxito procedía de su formación, de sus ‘méritos’ acumulados por su propia voluntad, sin ayuda o independientemente de la gracia divina?” (p. 843).

Esa duda flotaba en el ambiente, así como la mencionada preocupación de que la actividad de los monjes rompiera de hecho la estructura social de las comunidades cristianas. Al haber saltado del monasterio al episcopado gracias a sus aptitudes naturales, habían descabalado el proceso de la promoción regular del clero hasta la esfera más alta del poder eclesiástico. Frente a estas dudas, Próspero sostuvo que había que caracterizar, o más bien delimitar debidamente, el imperio de la voluntad y aptitudes humanas, el poder del libro albedrío, y atemperarlo con la doctrina agustiniana de la naturaleza siempre pecadora y necesitada en todo momento de la gracia. Pero eso no iba en contra de la libertad humana.

La solución radicaba –según Próspero– en que se considerara la relación del hombre con Dios como la del “patrono con su cliente”. El cliente se sometía a la voluntad del patrono, pero lo hacía voluntariamente. Pero era el patrono el que todo lo disponía. El humano libre albedrío y la gracia divina coadyuvante se comportaban de igual manera. Si era así, el estatus social y la cultura debían ser irrelevantes para la elección de los dirigentes de la Iglesia; solo ascenderían los impulsados por la gracia divina (pp. 845-848). El ataque a los monjes-obispos de Lerins era evidente.

Es posible que este mismo Próspero de Aquitania fuera el autor del tratado De vera humilitate (“Sobre la verdadera humildad”), que en realidad no hablaba de la humildad, sino de la riqueza y de cómo justificarla. El escrito “planteaba con una mordacidad insólita la justificación de la riqueza a condición de que esta se usara en nombre de la Iglesia” (p. 913). El autor era severamente agustiniano: el hombre es pecador, ciertamente, pero la riqueza no lo corrompe aún más; por tanto, no hay que deshacerse de ella, sino utilizarla como forma de relación con Dios (p. 914). Una última idea de Próspero fue relevante para lo que iba a suceder, la caída de Roma, aunque él no lo sospechara aún, por supuesto. Es tal la dependencia humana de la gracia divina –afirmaba– que el pasado, es decir, el Imperio, no contribuía para nada al presente. En realidad no se necesitaba ya al Imperio, porque con el advenimiento del cristianismo Dios lo había hecho todo nuevo (Apocalipsis 21,5); para reformar el mundo bastaba con el milagro diario de la gracia. De hecho, con esta doctrina empezó a fundamentarse la idea de que la historia de la Iglesia era independiente de la historia del Imperio (pp. 849-852).

Un poco más tarde, el papa León I (440-461) adoptó este mismo lenguaje. Y aconteció que el monto de sus colectas se hizo tan proverbialmente famoso que acabaron siendo una manifestación del poder de la iglesia romana. Esta ejercía verdaderamente de patrona respecto a una auténtica plebs de indigentes, como antes el Imperio repartía la annona: León extendió en Roma una red de protección nunca antes vista.

Cambiaron además las perspectivas, pues para León los pobres no eran ya pobres, ni los “otros”, ni siquiera hermanos, sino “ciudadanos con derecho a recibir cuidados de la Iglesia en tiempos difíciles… Así…, en la época de Gregorio Magno (590-604) las ‘grandes obras’ del reparto de la annona y las ‘pequeñas obras’ de la caridad cristiana se habían fusionado…; lo que ofrecía el papa era lo que el pueblo romano estaba acostumbrado a esperar. La diferencia radicaba en que entonces se decía que había que privilegiar a los pobres y no a la plebs… (la plebe: ciudadanos que no eran nobles pero que podías ser medianamente ricos)” (pp. 920-921).

Saludos cordiales de Antonio Piñero
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